Los refugios de piedra (35 page)

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Authors: Jean M. Auel

La primacía de la Tercera Caverna en el terreno de la caza era reconocida por la mayoría de los zelandonii, pero en especial por sus vecinos más cercanos. A ellos acudían en busca de información y consejo cuando se planeaba una cacería, sobre todo si se trataba de una cacería de gran envergadura en la que participaba toda la comunidad.

Ayla miró a la izquierda, en dirección sur. Los valles cubiertos de hierba de los dos ríos –cuya confluencia se hallaba justo debajo de ellos– se desplegaban entre altas paredes rocosas. Acrecentado su caudal por las aguas del Río de la Hierba, el Río discurría hacia el suroeste ciñéndose a la base de las altas paredes rocosas, sorteando luego las rocas de un cerrado recodo y perdiéndose por fin de vista para ir a desembocar más al sur al cauce de otro río más grande que a su vez terminaba al oeste en las Grandes Aguas a cierta distancia de allí.

Ayla miró después a la derecha, en dirección norte, hacia el lugar de donde venían. Corriente arriba, el valle del Río era a un lado una extensa y verde pradera sobre la que se veían los chispeantes destellos del sol reflejado en la superficie del agua a través de los enebros, abedules, sauces y pinos, e incluso algún que otro roble de hoja perenne, que flanqueaban el cauce. En la orilla opuesta, allí donde el Río trazaba una ancha curva hacia levante, se veían los altos precipicios y el saliente inmenso de la Novena Caverna.

Manvelar se acercó a ellos con una sonrisa de bienvenida. Aunque el hombre de cabello gris no era ya joven, Ayla notó que caminaba con vitalidad y aplomo y le resultó difícil calcular su edad. Tras los saludos y algunas presentaciones formales, Manvelar guio al grupo hacia un espacio desocupado del nivel principal, al norte respecto al área de viviendas.

–Estamos preparando una comida de mediodía para todos –anunció–; pero si alguien tiene sed, allí encontrará agua y vasos. –Señaló hacia un par de odres grandes y húmedos apoyados contra una piedra, junto a varias pilas de vasos tejidos.

Casi todos aceptaron el ofrecimiento, aunque muchos tenían sus propios vasos. Era habitual que cada cual llevara en una bolsa su vaso, su cuenco y su cuchillo de comer, incluso en expediciones cortas o visitas a los amigos. Ayla no sólo cargaba con su vaso, sino también con un cuenco para Lobo. La gente contempló fascinada cómo el animal bebía ávidamente a lengüetazos el agua que ella le dio. Algunos sonrieron. Por alguna razón, resultaba tranquilizador ver que el lobo, unido a la mujer por un lazo misterioso e inexplicable, pudiera tener una necesidad tan corriente como la sed.

La gente se dispuso alrededor con aire de complacida expectación, unos sentados en piedras y otros de pie, aguardando el comienzo. Manvelar esperó a que todos estuvieran callados y listos y, finalmente, dirigió un saludo a una mujer joven que se había colocado junto a él.

–Hemos tenido vigías apostados tanto aquí como en Segunda Vista durante los últimos dos días –dijo Manvelar.

–Segunda Vista es aquello, Ayla –aclaró Jondalar en voz baja, y ella miró hacia donde él le señalaba. Más allá de la confluencia de ríos y sus extensas y llanas tierras de aluvión, otro pequeño refugio de roca sobresalía abruptamente de un marcado ángulo allí donde empezaba, corriente abajo, la hilera de paredes rocosas paralelas al cauce–. La Tercera Caverna considera que Segunda Vista es parte de Roca de los Dos Ríos, pese a encontrarse separada por el Río de la Hierba.

Ayla volvió a mirar hacia el lugar llamado Segunda Vista y luego avanzó unos pasos para asomarse al borde de la terraza y echar un vistazo al agua que corría bajo ellos. Desde aquella perspectiva, vio que el Río de la Hierba, en su desembocadura, se ensanchaba formando un pequeño delta. En la orilla derecha del río más pequeño, al pie de Roca de los Dos Ríos, un camino que iba hacia el este, corriente arriba, se bifurcaba. Advirtió que el ramal secundario iba a dar a la orilla del Río de la Hierba, concretamente a uno de los lados del delta, donde el cauce era ancho y poco profundo y estaba aún bastante alejado de las turbulentas aguas de la confluencia. Por allí era por donde la gente de la Tercera Caverna vadeaba el Río de la Hierba.

–… Thefona nos ha traído información poco antes de que llegarais –decía Manvelar–. Creo, Joharran, que tenemos un par de posibilidades para una buena cacería. Veníamos siguiendo el rastro a una manada mixta de unos ocho ciervos gigantes con sus crías que avanza hacia aquí, y Thefona acaba de avistar una numerosa manada de bisontes.

–Cualquiera de las dos serviría –respondió Joharran–. ¿Tú qué sugieres? ¿Con cuál tenemos más garantías?

–Si fuera una cacería sólo para la Tercera Caverna, probablemente esperaría a los ciervos gigantes en el Río y capturaría un par en el vado, pero si se trata de reunir un número considerable de presas, optaría por los bisontes e intentaría acorralarlos en un cerco –contestó Manvelar.

–Podríamos ir a por las dos manadas –propuso Jondalar.

Alrededor, algunos sonrieron.

–¿Los quiere a todos? ¿Siempre ha sido tan acaparador? –dijo alguien a quien Ayla no logró identificar.

–Acaparador sí, pero normalmente no a la hora de cazar animales –repuso una voz femenina, provocando un coro de risas.

Esta vez Ayla sí vio a quien había hablado. Era Kareja, la jefa de la Undécima Caverna. Recordó que, al conocerla, le había causado buena impresión, pero en ese momento no le gustó el tono de sus comentarios. Parecía que se burlara de Jondalar, y la propia Ayla había sido víctima muy recientemente de unas carcajadas similares. Miró a Jondalar para ver cuál era su reacción. Se había sonrojado, pero esbozó una irónica sonrisa. «Está abochornado, pero procura disimularlo», pensó Ayla.

–Imagino que mis palabras pueden interpretarse como un afán de acaparar, y me consta que puede parecer difícil que seamos capaces de cazar a todos esos animales, pero creo que podemos intentarlo –declaró Jondalar–. Cuando vivíamos con los mamutoi, Ayla, en su caballo, ayudaba a los cazadores del Campamento del León a guiar bisontes hacia un cerco para acorralarlos allí. Un caballo corre más que cualquier persona, y podemos dirigir a los caballos hacia donde queramos. Podemos conducir a esos bisontes hacia un lugar determinado y atajarles el paso cuando intenten escapar. Además, ya veréis lo fácil que es abatir un ciervo gigante con este lanzavenablos… y también a más de uno. Creo que os sorprenderá. –Alzó el arma de caza mientras hablaba. Era un asta de madera plana y estrecha, de apariencia demasiado sencilla para creer que pudiera realizar las maravillas que pregonaba el recién llegado.

–¿Estás diciéndonos que crees que podemos ir a por todos esos animales? –preguntó Joharran.

La reunión se interrumpió al aparecer la gente de la Tercera Caverna con los alimentos. Tras una relajada comida de mediodía, las conversaciones posteriores revelaron que la manada de bisontes no se hallaba lejos de un cerco construido previamente que podía repararse y utilizarse. Decidieron dedicar el día a arreglarlo. Si conseguían dejarlo listo y los bisontes no cambiaban de dirección, los cazarían a la mañana siguiente, pero también seguirían los movimientos de los ciervos gigantes. Ayla escuchó con atención cuando se abordó la planificación estratégica de la cacería, pero por el momento prefirió no ofrecer por iniciativa propia su ayuda y la de Whinney. Esperaría a ver cómo evolucionaban las cosas.

–Bueno, Jondalar, muéstranos esa nueva arma tan extraordinaria –pidió por fin Joharran.

–Sí –secundó Manvelar–. Has despertado mi curiosidad. Podemos ir al campo de entrenamiento del Valle de la Hierba.

Capítulo 11

El campo de entrenamiento estaba casi al pie de Roca de los Dos Ríos y consistía en una pista central de tierra en la que no crecía vegetación alguna a causa del uso continuo. Incluso la hierba que la flanqueaba era muy corta por la mucha gente que pasaba o se detenía allí a observar. Delimitaba un extremo de la pista un gran fragmento de piedra caliza, un antiguo saliente de roca que se había desplomado en tiempos inmemoriales. Sus bordes, antes angulosos, eran ahora redondeados por efecto de la erosión natural y del roce de los pies de quienes trepaban a ella. En el extremo opuesto había cuatro fardos de hierba seca envueltos con pieles; la hierba asomaba por los agujeros realizados en lanzamientos anteriores. En la piel de cada uno de los fardos había pintado un animal distinto.

–Tendréis que alejar los blancos –dijo Jondalar–. Han de estar al menos al doble de esa distancia.

–¿Al doble de esa distancia? –repitió Kareja examinando el artefacto de madera que Jondalar tenía en sus manos.

–Como mínimo.

El objeto que Jondalar sostenía había sido tallado a partir de un trozo recto de madera y medía aproximadamente lo mismo que su brazo desde el codo hasta la punta de los dedos extendidos. Estrecho y plano, estaba provisto de un largo surco central y dos bucles de cuero cerca de la parte delantera. Detrás tenía un tope con un gancho afilado para encajar el extremo romo de una lanza ligera, en el que previamente se había realizado un orificio.

De un carcaj de cuero crudo, Jondalar extrajo una punta de pedernal unida a una varilla de madera mediante tendones y una sustancia adhesiva hecha con pezuñas y trozos de cuero hervidos. En su otro extremo, la varilla terminaba en una punta redondeada. Semejaba una lanza desproporcionadamente corta o quizá un cuchillo con un mango poco corriente. Luego sacó de una funda una asta larga provista de dos plumas en un extremo, como una lanza, pero sin punta en el lado opuesto. Se produjo un murmullo de curiosidad entre la gente.

Jondalar insertó el extremo redondeado de la varilla sujeta a la punta de pedernal en un agujero hecho en el extremo superior del asta y mostró a los presentes una lanza de dos piezas y elegante aspecto. Algunos emitieron exclamaciones dando a entender que habían captado el concepto, pero no todos reaccionaron de la misma manera.

–He introducido unos cuantos cambios desde que empecé a desarrollar esta técnica de lanzamiento –explicó Jondalar a los allí reunidos–. Continuamente pruebo nuevas ideas para ver el resultado. Esta punta de lanza desmontable fue una de las más acertadas. Mientras que las astas largas se astillan cada vez que la lanza cae mal o se parte al huir el animal herido, con ésta –alzó la lanza y volvió a desencajar las dos piezas– la punta se separa del asta, con lo cual ya no es necesario hacer toda una lanza nueva.

La gente se mostró interesada. Se requería mucho tiempo y esfuerzo para dar forma a un asta de lanza de manera que quedara recta y surcara bien el aire al arrojarla, y no existía allí un solo cazador que no hubiera roto alguna en el peor momento posible.

–Seguramente habréis notado que esta lanza es algo más pequeña y ligera –prosiguió Jondalar.

–¡Exacto! –exclamó Willamar–. Ya me parecía a mí que esa lanza tenía algo distinto, además del hecho de componerse de dos partes. Se la ve más elegante, casi femenina. Como una lanza «Madre».

–Descubrimos que una lanza menos pesada volaba mejor –explicó Jondalar.

–Pero ¿se clavará? –preguntó Brameval–. Por lo que yo he observado, una lanza necesita cierto peso, aunque quizá no llegue tan lejos. Si es demasiado ligera, rebota contra una piel dura, o se parte la punta.

–Creo que ya es momento de hacer una demostración –contestó Jondalar. Cogió la funda y el carcaj y retrocedió hacia las rocas caídas.

Llevaba astas y puntas desmontables de reserva, pero no todas las puntas eran iguales. Algunas eran de pedernal, aunque de formas ligeramente distintas; otras eran de hueso labrado, con una hendidura en la base para facilitar el acoplamiento a la varilla intermedia. Montó unas cuantas lanzas más para tenerlas a punto mientras Solaban y Rushemar alejaban a rastras uno de los blancos.

–¿Está bien aquí? –gritó Solaban.

Jondalar lanzó una mirada a Ayla. El lobo se había colocado junto a ella. Vio que tenía empuñado su lanzavenablos y llevaba al hombro un largo carcaj con lanzas ya montadas. Le sonrió y él le devolvió la sonrisa, pero Ayla advirtió su nerviosismo. Jondalar había decidido empezar con una demostración y pasar luego a las preguntas y explicaciones.

–Será suficiente –contestó Jondalar.

El blanco estaba dentro del alcance del arma, muy cerca de hecho, pero para una primera demostración sería suficiente. Así, de paso, el lanzamiento sería más certero. No tuvo que pedir a la gente que se apartara, porque todos estaban retrocediendo ya, tratando de alejarse de una lanza arrojada mediante un arma desconocida. Jondalar aguardó, y cuando todos lo miraban con expresiones que iban desde la expectación hasta la incredulidad, se preparó para disparar.

Sosteniendo el lanzavenablos horizontalmente en la mano derecha, con los dedos pulgar e índice en los dos bucles delanteros, colocó una lanza en el surco, la deslizó hasta el gancho del lanzador, que actuaba también como tope, encajó en él el extremo inferior del asta, horadado y provisto de plumas, y sin vacilar arrojó la lanza. Lo hizo tan deprisa que mucha gente apenas vio el modo en que el extremo posterior del lanzavenablos se elevaba a la vez que Jondalar mantenía agarrada la parte delantera con la ayuda de los bucles, añadiendo así eficazmente la longitud del lanzavenablos a la longitud de su brazo y, por consiguiente, obteniendo la ventaja de una mejor sujeción.

Sí vieron todos, no obstante, una lanza que volaba al doble de la velocidad habitual e iba a clavarse en el centro del ciervo pintado en la piel con tal fuerza que penetró claramente en el fardo de hierba. Para sorpresa de los espectadores, una segunda lanza siguió a la primera casi con igual fuerza y dio en el blanco muy cerca de la otra. Ayla había unido su propio lanzamiento al de Jondalar. Se produjo un silencio de estupefacción, seguido de una confusa sucesión de preguntas.

–¿Habéis visto?

–No te he visto lanzar, Jondalar. ¿Puedes repetirlo?

–Esa lanza casi ha atravesado el blanco. ¿Cómo has podido darle esa velocidad?

–La de ella también lo ha traspasado. ¿Cómo es posible lanzar con tanta fuerza?

–¿Puedo ver ese artefacto? ¿Cómo lo llamas? ¿Lanzavenablos? –Estas últimas preguntas se las hizo su hermano, y Jondalar le entregó el arma.

Joharran examinó el lanzavenablos con atención. Al darle la vuelta vio que había una sencilla silueta de ciervo gigante grabada en la madera y sonrió. Ya antes había visto un grabado similar.

–No está mal, para un tallador de pedernal –comentó señalando el dibujo.

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