Los refugios de piedra (45 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Por propia experiencia me consta que eso es verdad –dijo Ayla–. Yo he cazado y descuartizado muchos animales y, en efecto, es algo que ayuda a formarse una idea más clara respecto a cómo es el interior de las personas. Estoy convencida de que Shevoran tenía las costillas rotas, y las astillas de los huesos habían perforado las… bolsas de respirar.

–Pulmones.

–Los pulmones, y creo que también… otros órganos. En mamutoi diría el «hígado» y el «bazo». Ignoro cómo se llaman en zelandonii. Sangran mucho cuando quedan afectados por una herida. ¿Sabes a qué órganos me refiero?

–Sí, lo sé –contestó la Primera.

–La sangre no tenía por dónde salir. Creo que por eso el vientre de Shevoran se endureció y tomó un color negro. La sangre lo llenó por dentro hasta que algo se reventó.

–He examinado el cuerpo, y coincido contigo –declaró la donier–. La sangre llenó el estómago y parte de los intestinos. Creó que reventó una porción de intestino.

–¿Los intestinos son los tubos largos que conducen al exterior?

–Sí.

–Jondalar me enseñó esa palabra. Shevoran también los tenía dañados, creo, pero la sangre que lo llenaba por dentro fue la causa de la muerte.

–Sí. Además, tenía rotos el hueso pequeño de la parte inferior de la pierna izquierda y la muñeca derecha, pero ésas no eran lesiones mortales, claro está –dictaminó la Zelandoni.

–No, y yo no le di demasiada importancia a esas fracturas. Simplemente me preguntaba si tú sabías si podía haberse hecho alguna otra cosa por él –insistió Ayla con semblante preocupado.

–Te atormentas por no haber podido salvarlo, ¿verdad?

La joven asintió y agachó la cabeza.

–Hiciste todo lo que estaba en tus manos, Ayla. Tarde o temprano todos entramos en el mundo de los espíritus. Cuando Doni nos llama, seamos jóvenes o viejos, no tenemos elección. Ni siquiera un zelandoni está capacitado para impedirlo, ni para saber cuándo ocurrirá. Es un secreto que Doni no revela a nadie. Permitió que el espíritu del Bisonte nos arrebatara a Shevoran a cambio de los bisontes capturados. Es un sacrificio que a veces nos exige. Quizá Doni considerara oportuno recordarnos que sus dones no deben darse por sentados. Matamos a sus criaturas para vivir, pero debemos valorar el don de la Vida que Ella nos ha concedido cuando quitamos la vida a sus animales. La Gran Madre no siempre actúa con dulzura. A veces sus enseñanzas resultan muy duras.

–Sí, eso he observado –dijo Ayla–. Me da la impresión de que el mundo de los espíritus no se caracteriza por la dulzura. Sus enseñanzas son duras pero provechosas.

La Zelandoni no contestó. Había descubierto que la gente solía continuar hablando para llenar el vacío si ella no contestaba de inmediato, y a menudo con su silencio obtenía más respuestas de las que habría recibido formulando preguntas. Al cabo de un momento Ayla, en efecto, prosiguió.

–Recuerdo aún cuando Creb me contó que el espíritu del León Cavernario me había escogido. Me explicó que el León Cavernario era un tótem fuerte, que proporcionaba una poderosa protección, pero que la convivencia con personas de tótem fuerte resultaba difícil. Me dijo que si prestaba atención, mi tótem me ayudaría y me haría saber si mis decisiones eran correctas; pero añadió que los tótems nos ponen a prueba para asegurarse de que somos dignos de ellos antes de concedernos algo. Dijo también que el León Cavernario no me habría escogido si no fuera digna de él. Quizá se refería a que era capaz de soportarlo.

La donier se sorprendió por la profundidad de las interpretaciones de Ayla. ¿Realmente poseía tal clarividencia la gente a la que ella llamaba «el clan»? Si hubiera dicho la Gran Madre Tierra en lugar del espíritu del León Cavernario, sus palabras podrían haber sido las de un zelandoni.

Finalmente, La Que Era la Primera se decidió a contestar:

–Nada podía hacerse por Shevoran, salvo aliviarle el dolor, y tú lo hiciste. Utilizar un emplasto fue un método interesante. ¿Lo aprendiste de esa mujer de tu clan?

–No –respondió Ayla, negando a la vez con la cabeza–. Nunca lo había hecho. Pero sus dolores eran muy intensos, y yo sabía que, con sus lesiones, no podía darle nada de beber. Pensé en usar humo. He quemado algunas plantas cuyo humo alivia ciertas clases de tos y conozco otras que se utilizan a veces en los baños de vapor, pero temía que le provocara tos, y con las bolsas de respirar afectadas, eso no convenía. Luego he visto la magulladura, aunque no era simplemente eso, creo. Al cabo de un rato, el moretón estaba casi negro, pero sé que algunas plantas alivian el dolor de los golpes cuando se aplican directamente sobre la piel, y por casualidad había visto una de esas plantas viniendo hacia aquí desde el cerco de caza. Así que fui a buscarla. Creo que le hizo algo de efecto.

–Sí, creo que sí –dijo la donier–. Puede que yo misma pruebe alguna vez ese método. Da la impresión de que posees un sexto sentido innato para las curaciones, Ayla. Y me parece muy revelador que ahora estés tan apesadumbrada. No conozco a ningún buen curandero que no se quede abatido cuando pierde a alguien. Pero no podías hacer nada más. La Madre decidió llamarlo, y nadie puede escapar a su voluntad.

–Tienes razón, Zelandoni. No había ninguna esperanza, pero deseaba conocer tu opinión de todos modos. Sé que estás muy ocupada y no quiero robarte más tiempo –dijo Ayla a la vez que se levantaba para marcharse–. Gracias por contestar a mis preguntas.

La Zelandoni la observó alejarse y de pronto la llamó.

–Ayla, ¿podrías hacerme un favor?

–Claro, Zelandoni, lo que sea.

–Cuando volvamos a la Novena Caverna, ¿podrás cavar un poco para extraer ocre rojo? Cerca del Río, junto a la roca grande, hay un terraplén. ¿Sabes dónde es?

–Sí, vi el ocre cuando Jondalar y yo fuimos a bañarnos. Es de un rojo muy intenso, más rojo de lo habitual. Iré a buscarte un poco.

–Antes te explicaré cómo purificarte las manos y te daré un cesto especial para el ocre –dijo la Zelandoni.

Capítulo 14

Formaban un sombrío grupo de personas a su regreso a la Novena Caverna al día siguiente. En esencia, la cacería había sido un éxito, pero con un coste demasiado alto. Tan pronto como llegaron, Joharran entregó el cuerpo de Shevoran a los zelandonia, quienes lo prepararían para el funeral. Lo llevaron al extremo del refugio, cerca del puente de Río Abajo, y allí la Zelandoni, Relona y otro grupo de personas lo lavarían conforme al ritual establecido y lo engalanarían con sus alhajas y sus ropas ceremoniales.

–Ayla –llamó la Zelandoni cuando la joven volvía a la morada de Marthona–. Vamos a necesitar ese ocre rojo que te pedí.

–Ahora mismo iré a buscarlo.

–Acompáñame. Te daré una cesta especial y algo con qué cavar.

La Zelandoni guio a Ayla hasta su morada y apartó la cortina para dejarla pasar. La joven nunca había estado en la vivienda de la donier, y miró alrededor con interés. Por alguna razón, le recordó al hogar de Iza, quizá debido a la gran cantidad de hojas y otras partes de plantas colgadas a secar en cordeles que cruzaban la habitación de un lado a otro. Adosadas contra los paneles de la pared delantera, había varias camas, pero Ayla estaba segura de que no era allí donde la Zelandoni dormía. En apariencia, las mamparas divisorias formaban otras dos habitaciones. Al mirar a través de la abertura de entrada de una de ellas, le pareció ver un espacio para cocinar. Supuso que la otra era un dormitorio.

–Aquí tienes la cesta y el pico para recoger la tierra roja –dijo la Zelandoni entregándole un sólido recipiente manchado de rojo por el uso y una herramienta para excavar con mango de asta y forma semejante a un hacha.

Ayla abandonó la morada con la cesta y el pico. La Zelandoni salió con ella y se encaminó hacia el extremo sur del refugio. Lobo había encontrado un lugar de su agrado para descansar en el porche de piedra, donde no estorbaba el paso y, no obstante, podía observar las actividades. Al ver a Ayla, corrió de inmediato hacia ella. La donier se detuvo.

–Quizá sea conveniente que mantengas a Lobo lejos del cadáver de Shevoran –dijo–. Por la propia seguridad del animal. Hasta que le hayamos dado sepultura en terreno sagrado, su espíritu flota en libertad y muy confuso. Puedo proteger de eso a las personas, pero no estoy muy segura de saber cómo defender a un lobo, y me preocupa que el elán de Shevoran trate de introducirse en este animal. He visto a lobos enloquecer y echar espuma por la boca. Cuando eso les pasa, creo que intentan luchar contra algo, quizá una influencia maléfica o un espíritu desorientado. La mordedura de un animal en esas condiciones mata como un veneno mortal.

–Cuando traiga el ocre rojo, iré a buscar a Folara y le pediré que lo vigile –respondió Ayla.

Lobo la siguió sendero abajo hacia el lugar adonde ella y Jondalar habían ido a nadar y bañarse poco después de su llegada. Ayla llenó la cesta casi hasta el borde y volvió con Lobo sendero arriba. Vio a Folara hablando con su madre y le explicó la preocupación de la Zelandoni. La muchacha sonrió, encantada de quedarse con el lobo. Su madre acababa de pedirle que la acompañara para ayudar a preparar el cadáver. A Folara la perspectiva no le entusiasmaba, y sabía que Marthona no se opondría al ruego de Ayla.

–Quizá sea mejor dejarlo en la morada de Marthona. Si quieres salir, tengo una cuerda especial que puede ponérsele alrededor del cuello sin ahogarlo. A Lobo no le gusta mucho, pero se conformará.

A continuación fue hasta el extremo del refugio y dio el ocre rojo a la Primera. Se quedó allí para ayudar a limpiar y vestir el cadáver de Shevoran. La madre de Jondalar se unió a ellas poco después para colaborar en los preparativos funerarios del cuerpo –lo había hecho ya antes muchas veces– y dijo a Ayla que Folara había invitado a varios jóvenes a la morada, y Lobo parecía a gusto en su compañía.

Las galas con que ataviaron al cazador muerto intrigaron a Ayla, pero no consideró que fuera el momento más oportuno para manifestar su interés. Consistían en una túnica suave y holgada –ceñida a la cintura mediante una vistosa cinta de tela–, hecha con las pieles de distintos animales y trozos de cuero curtido y teñido en distintos tonos, entretejidos en intrincadas formas y adornados con conchas, cuentas y flecos, unos calzones a juego con la túnica pero menos elaborados, y calzado también a juego, con una orla de piel y flecos en lo alto de la caña, que llegaba hasta la pantorrilla. Delicadamente dispuestos en torno al cuello, llevaba collares de conchas, cuentas, tallas de marfil y dientes de varios animales.

Luego colocaron el cadáver sobre unos bloques de piedra caliza cubiertos con una estera flexible de tallos de hierba entretejidos, aproximadamente del tamaño de una manta y con dibujos en ocre rojo. La estera tenía dos largas cuerdas ensartadas en los extremos, y al tirar de ellas –según explicó Marthona a Ayla–, los extremos del tejido se fruncían y los lados de la estera se plegaban envolviendo al muerto. Después los tramos de cuerda sobrantes se enrollaban alrededor del cuerpo amortajado y se ataban. Bajo la esterilla había una resistente red confeccionada con cordel de lino que podía suspenderse de un palo igual que una hamaca, lo cual permitía acarrear el cuerpo a terreno sagrado y bajarlo a la sepultura.

En vida, Shevoran tenía como oficio hacer lanzas, y pusieron junto a él sus herramientas, junto con unas cuantas lanzas acabadas y partes de otras en las que estaba trabajando, que incluían astas de madera, puntas de marfil y pedernal, y los tendones, cordeles y sustancia adhesiva empleados para unirlas. Los tendones y cordeles servían para amarrar las puntas a las astas y para juntar, así como para sujetar entre sí secciones cortas de madera a fin de hacer lanzas más largas, cuyos puntos de unión se reforzaban después con la sustancia adhesiva de brea resinosa.

Relona había ido a buscar a su morada todos esos objetos, y dejó escapar un sollozo de desolación al colocar el enderezador de varas preferido de Shevoran al alcance de su mano derecha. Lo había hecho con la cornamenta de un ciervo rojo, aprovechando la base desde el nacimiento mismo hasta la primera bifurcación. Tras cortar las ramificaciones, se practicaba un agujero bastante ancho en el punto donde la cornamenta comenzaba a bifurcarse. Ayla reconoció el parecido con el utensilio de Thonolan que Jondalar había transportado a lo largo del viaje.

El mango llevaba tallados animales, incluido un carnero montés, y diversos símbolos. Recordó que Jondalar le había contado que esas representaciones conferían potencia al enderezador de varas, y así las lanzas hechas con él surcaban el aire con trayectoria recta y certera y se sentían atraídas por el animal al que iban dirigidas, con lo cual se clavaban limpiamente en la presa. También se valoraba el toque estético que aportaban.

Mientras se preparaba el cadáver de Shevoran bajo la supervisión de la Zelandoni, Joharran organizaba las tareas de otro grupo dedicado a construir un refugio temporal compuesto por un tejadillo hecho de una fina capa de hierba entretejida, sostenido por postes. Cuando el cadáver estaba preparado, desplazaron dicho refugio hasta colocarlo sobre él y añadieron a los costados paneles móviles a modo de paredes. Los zelandonia entraron en el refugio para celebrar el ritual que mantendría cerca del cuerpo y dentro del refugio al espíritu que flotaba aún libremente.

Cuando terminaron, todos aquellos que habían tocado, manipulado o trabajado cerca del hombre cuya fuerza vital había abandonado su cuerpo tuvieron que lavarse también ritualmente. El agua era el elemento utilizado, y el agua en movimiento se consideraba lo mejor para esa clase de limpieza en particular. Todos debían sumergirse por completo en el Río. Para ello, podían desnudarse o bañarse totalmente vestidos. Descendieron por el sendero hasta la orilla del Río. Los zelandonia invocaron a la Gran Madre, y luego las mujeres fueron corriente arriba y los hombres corriente abajo. Todas las mujeres se quitaron la ropa; entre los hombres, en cambio, algunos se zambulleron vestidos.

Jondalar había colaborado en la construcción del refugio funerario. Él y los demás que habían levantado esa estructura para cubrir el cadáver también debían purificarse en el Río. Después subió por el sendero junto a Ayla. Proleva se había encargado de que encontraran la comida ya lista. Marthona se sentó con Jondalar y Ayla, y la Zelandoni se unió a ellos al cabo de un rato, dejando a la afligida viuda en compañía de su familia. Willamar acudió en busca de Marthona y se quedó también con ellos. Dado que se hallaba entre personas con las que se sentía cómoda, Ayla decidió que era buen momento para satisfacer su curiosidad acerca de la ropa con que habían ataviado el cuerpo de Shevoran.

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