Los refugios de piedra (41 page)

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Authors: Jean M. Auel

–Sí –afirmó Jondalar.

–Claro –dijo Ayla casi simultáneamente–. Amarremos los caballos a aquel árbol de allí, junto al río, Jondalar. Quizá debería atar también a Lobo. Podría excitarse con la cacería y querer «ayudar», y tal vez molestara o estorbara a los otros cazadores.

Mientras se tomaban decisiones acerca de la táctica, Ayla observó a la pequeña manada, en particular al macho. Recordó la primera vez que vio a un megacero macho totalmente desarrollado. Este ciervo gigante era poco más o menos igual. Algo más alto que un caballo medido desde la cruz, aunque, desde luego, mucho más pequeño que un mamut, se lo conocía como «ciervo gigante» porque era la variedad de ciervo más imponente. Pero no impresionaba sólo el tamaño del propio animal, sino en especial la envergadura de la cornamenta. Las enormes astas palmeadas y caducas que coronaban su cabeza crecían cada año y en un macho adulto podían alcanzar casi cuatro metros de longitud.

Ayla se imaginó esa longitud como dos hombres de la estatura de Jondalar, uno sobre los hombros del otro. El tamaño de la cornamenta les impedía vivir en el hábitat boscoso que habitualmente preferían muchos de sus parientes de la familia de los cérvidos; los megaceros eran ciervos de las llanuras abiertas. Aunque se alimentaban de hierba, en especial de las puntas verdes de las diversas variedades de hierba alta, y pastaban más que otros ciervos, también ramoneaban en los arbustos y árboles jóvenes y en frondosas plantas herbáceas cerca de los ríos cuando era posible.

Una vez alcanzado su desarrollo total, y pese a que los huesos dejaban de crecer, las enormes astas en continuo agrandamiento contribuían a dar la impresión de que el megacero macho aumentaba en altura y anchura cada temporada. Para sostener el peso cada vez mayor de semejante mole córnea, el animal desarrollaba unos músculos colosales en el cuello y los hombros, que se robustecían con el paso del tiempo formando una característica joroba allí donde confluían los músculos, tendones y tejido conjuntivo. Era una manifestación genética de la especie. Incluso la hembra presentaba una pronunciada joroba, aunque algo menor. Por otra parte, la cabeza del megacero parecía pequeña en comparación con tal musculatura, y desproporcionadamente pequeña en el macho cuando exhibía tan inmensa cornamenta.

Mientras los jefes debatían sobre la táctica, cada cual sacó su disfraz, y luego Joharran y otros repartieron bolsas de grasa. Ayla arrugó la nariz al percibir el desagradable olor.

–Se hace con las glándulas almizcleras de las patas del ciervo, y se mezcla con grasa de la parte que está justo encima de la cola –explicó Jondalar–. Oculta nuestro propio olor si de pronto el viento cambia de dirección.

Ayla asintió con la cabeza y empezó a untarse brazos, antebrazos, piernas e ingles con la grasienta mezcla. Mientras Jondalar se colocaba el disfraz de ciervo, ella intentó ponerse el suyo.

–Déjame que te enseñe –dijo Kareja. Ella llevaba ya el suyo.

Ayla sonrió agradecida mientras la mujer le mostraba cómo cubrirse con aquella piel en forma de capa, con una cabeza de ciervo todavía unida. Cogió las astas, que estaban sujetas a otra cabeza aparte, aunque no entendía para qué servían las partes de madera añadidas.

–¡Cuánto pesa! –protestó Ayla al colocarse la cornamenta.

–Y eso que ésta es pequeña, de un ciervo joven. No conviene que ese macho enorme te considere un rival.

–¿Cómo se mantiene en equilibrio cuando uno se mueve? –preguntó Ayla, tratando de reacomodarse mejor las astas.

–Para eso sirve esto de aquí –indicó Kareja usando los soportes de madera para apoyar la incómoda pieza superior del disfraz.

–No es raro que el megaceros tenga un cuello tan grande –comentó Ayla–. Necesitan todos esos músculos sólo para mantener en alto una cosa así.

Los cazadores se aproximaron a la manada con el viento en contra, para que éste no llevara el olor humano en dirección al fino olfato de los ciervos. Se detuvieron cuando avistaron a los animales, que ramoneaban las hojas tiernas de pequeños arbustos.

–Obsérvalos –susurró Jondalar–. Comen un rato y luego levantan la mirada, ¿lo ves? Luego avanzan unos pasos y empiezan a comer otra vez. Vamos a imitar sus movimientos. Da unos cuantos pasos hacia ellos y después agacha la cabeza, como si fueras un ciervo que acaba de encontrar jugosas hojas y se detiene para tomar un bocado. Luego levanta la mirada y quédate totalmente inmóvil. Aunque sin mirarlo directamente, no pierdas de vista al macho, y no muevas ni un solo dedo cuando notes que él te observa. Ahora vamos a desplegarnos tal como ellos. Queremos que nos tomen por otra manada mientras nos acercamos. Oculta las lanzas lo mejor posible. Manténlas rectas detrás de la cornamenta cuando te muevas, pero procura no moverte demasiado deprisa.

Ayla escuchó con atención las instrucciones. Aquello resultaba interesante. Se había dedicado durante años a observar animales salvajes, en especial los carnívoros, pero también a aquellos que cazaba. Los había estudiado con sumo detenimiento y había asimilado hasta el último detalle de sus comportamientos. Había aprendido por sí sola a seguirles el rastro y luego a cazarlos, pero nunca había simulado ser un animal. Observó primero a los otros cazadores y luego a los ciervos.

El hecho de aprender en la infancia a interpretar los gestos y movimientos de la gente del clan era una ventaja para ella en esta ocasión. Poseía una aguda vista para los detalles, advertía los más mínimos movimientos realizados por los animales. Vio cómo sacudían la cabeza para librarse de los insectos y de inmediato aprendió a imitar el movimiento. Inconscientemente asimiló la frecuencia entre los movimientos, calculando el tiempo que mantenían la cabeza agachada y el tiempo que pasaban mirando alrededor. Esa nueva forma de cazar le entusiasmaba e intrigaba. Casi se sentía ella misma un ciervo mientras avanzaba con los cazadores hacia las presas.

Ayla eligió el animal contra el que dispararía y se desplazó lentamente hacia él. En un primer momento se planteó intentarlo con una gruesa hembra, pero decidió que necesitaba unas astas, así que cambió de idea y apuntó hacia un macho joven. Jondalar le había explicado que la carne se repartiría entre todos, pero la piel, las astas, los tendones y cualquier otra parte útil corresponderían al cazador que matara al animal.

Cuando se hallaban casi entre los ciervos, vio que Joharran hacía una señal acordada previamente. Los cazadores prepararon sus lanzas. Ayla y Jondalar ajustaron sus lanzavenablos. Ella sabía que podría haber arrojado su lanza mucho antes, pero los otros cazadores no tenían lanzavenablos, y el disparo de ella habría ahuyentado al resto de la manada antes de que los demás tuvieran ocasión de aproximarse lo suficiente para realizar sus lanzamientos.

Joharran comprobó que todos estaban a punto e hizo otra rápida señal. Los cazadores arrojaron sus lanzas casi simultáneamente. Varios ciervos levantaron la cabeza, sorprendidos y dispuestos a huir, sin darse aún cuenta de que ya estaban heridos. El orgulloso macho bramó en señal de aviso para echar a correr, pero sólo una hembra y su cría lo siguieron. Fue todo tan rápido, tan inesperado, que los otros ciervos se tambalearon al intentar dar el primer paso y cayeron de rodillas.

Los cazadores se acercaron a examinar las piezas cobradas, rematar humanamente a cualquier animal aún vivo y verificar a quién correspondía cada presa. Las lanzas de cada uno llevaban su propia marca, algún adorno que las identificaba. En cualquier caso, los cazadores conocían sus propias armas, pero los símbolos distintivos no dejaban lugar a dudas y evitaban discusiones. Si se encontraba más de una lanza en una misma pieza, se intentaba determinar cuál había causado la muerte del animal. Si el resultado no era claro, la pieza se atribuía a ambos cazadores y se compartía.

De inmediato hubo unánime acuerdo en que la lanza de Ayla, más pequeña y ligera, había herido al macho joven. Algunos de los cazadores sabían que ese macho ramoneaba en un arbusto bajo a cierta distancia de la manada y en el lado opuesto al que ocupaba la partida de caza. No era un blanco fácil y aparentemente nadie lo había elegido, o cuando menos nadie había acertado. La gente no habló sólo de aquel arma de largo alcance, sino también de la destreza de Ayla en su manejo, y se preguntó cuánta práctica requeriría un cazador para poder igualarse a ella. Algunos se mostraron dispuestos a intentarlo; otros, en cambio, viendo el éxito de la cacería, dudaron que el esfuerzo mereciera la pena.

Manvelar se acercó a Joharran y otros miembros de la Novena Caverna, incluidos Jondalar y Ayla.

–¿Qué habéis averiguado acerca de los bisontes? –preguntó.

La planificación y preparativos para la cacería habían creado una intensa expectación pero, debido a la rapidez y eficacia del acecho y la matanza de ciervos, a los cazadores les quedaba aún energía de sobra.

–La manada se desplaza otra vez hacia el norte, en dirección al cerco –explicó Jondalar.

–¿Realmente pensáis que podrían aproximarse hoy lo suficiente para poder aprovechar el cerco? –preguntó Joharran–. Aún es temprano, y no me importaría conseguir unos cuantos bisontes.

–Podemos asegurarnos de que se aproximan lo suficiente –afirmó Jondalar.

–¿Cómo? –quiso saber Kareja.

Jondalar no percibió ya en su tono el mismo sarcasmo que el día anterior.

–Manvelar, ¿sabes dónde está el cerco? –preguntó Jondalar–. ¿Y cuánto tardarían los cazadores en llegar hasta allí?

–Sí, pero Thefona puede responder a eso mejor que yo.

La joven no sólo era una buena vigía, sino también una buena cazadora. Avanzó hacia ellos en cuanto Manvelar pronunció su nombre y le hizo una seña.

–¿A qué distancia estamos del cerco?

Ella meditó por un momento, alzó la vista para comprobar la posición del sol en el cielo y contestó:

–A buen paso, llegaríamos allí no mucho después de alcanzar el sol su punto más alto, creo. Pero la última vez que vi a los bisontes estaban mucho más lejos del cerco.

–Cuando nosotros los hemos encontrado, iban en esa dirección, y creo que podemos apremiarlos con la ayuda de los caballos y Lobo –dijo Jondalar–. Ayla ya lo ha hecho antes.

–¿Y si no lo consigue? ¿Y si llegamos allí y no hay bisontes? –preguntó Kimeran. No había tenido apenas contacto con Jondalar desde su regreso, ni con Ayla, y aunque había oído hablar mucho de su amigo y la mujer que lo acompañaba, a diferencia de la mayoría de la gente, no había podido ver muchas de las cosas sorprendentes que habían traído consigo. Por ejemplo: no los había visto montar a caballo hasta esa mañana, y no sabía muy bien qué pensar acerca de ellos.

–Si eso ocurre, nuestros esfuerzos serán en vano, como ha pasado ya otras veces –dijo Manvelar.

Kimeran se encogió de hombros y esbozó una sonrisa irónica.

–Supongo que he de darte la razón.

–¿Alguien más se opone a ir a por los bisontes? –preguntó Joharran–. Podríamos conformarnos con los ciervos... Por cierto, tenemos que empezar a descuartizarlos.

–No es problema –dijo Manvelar–. Thefona puede guiaros al cerco. Conoce el camino. Yo regresaré a Roca de los Dos Ríos y organizaré a un grupo de gente para que comience a descuartizar las piezas. Mandaré a un mensajero a las otras cavernas para que colaboren. Necesitaremos más ayuda si tenéis suerte en la cacería de bisontes.

Se oyeron varias voces a favor de la propuesta:

–Yo estoy dispuesto a intentarlo con los bisontes.

–Yo voy.

–Contad conmigo.

–De acuerdo –dijo Joharran–. Vosotros dos adelantaos y ved qué podéis hacer para dirigir a esos bisontes hacia el cerco cuanto antes. Los demás nos dirigiremos allí lo más deprisa posible.

Ayla y Jondalar fueron en busca de los caballos. Lobo se alegró especialmente al verlos aproximarse. No le gustaba estar atado. Ayla rara vez limitaba su capacidad de movimiento, y el animal no estaba acostumbrado. En apariencia, los caballos se adaptaban con mayor facilidad a ello, pero era porque sus actividades se desarrollaban bajo control más a menudo. Montaron y partieron al galope, seguidos del lobo. La gente los observó alejarse rápidamente y perderse de vista. Era cierto: sin duda, los caballos corrían a mayor velocidad que las personas.

Decidieron ir primero al cerco, para poder juzgar a qué distancia se encontraban de allí los bisontes. Ayla quedó fascinada al ver aquella trampa circular y dedicó unos instantes a inspeccionarla. El cerco estaba formado por numerosos troncos y árboles pequeños, y los huecos se habían rellenado sobre todo con maleza, pero también con huesos, astas y cualquier otra cosa. Ya llevaba unos años construido, pero se había desplazado un poco de su lugar original. Ninguno de los árboles que lo componían estaba hundido en tierra, sino que estaban amarrados unos a otros, firmemente sujetos entre sí, para que si un animal chocaba con ellos no se separaran. La empalizada poseía cierta elasticidad, y se movía al recibir un impacto y, en ocasiones, por efecto de una violenta embestida llegaba a desplazarse toda la estructura.

Se requería un gran esfuerzo por parte de mucha gente para talar árboles y ramas y arrastrarlos hasta el lugar adecuado, sobre todo siendo aquélla una zona de prados poco poblada de árboles, y luego levantar una empalizada que resistiera las arremetidas de animales de gran peso arremolinados en el interior, alguno que otro enloquecido por el miedo. Cada año era necesario reparar o sustituir las partes que se desplomaban o se pudrían. Procuraban conservar el cerco en las mejores condiciones durante el mayor tiempo posible. Era más fácil reparar los desperfectos que reconstruirlo íntegramente, sobre todo considerando que existían varios, dispuestos todos ellos en puntos estratégicos.

Aquel cerco en particular se hallaba situado en un estrecho valle, entre una pared de piedra caliza a un lado y empinadas laderas al otro, que constituía una ruta migratoria natural. En otro tiempo había pasado por allí el cauce de un río, y quedaba aún una torrentera casi siempre seca. Los cazadores lo usaban sólo de manera esporádica; daba la impresión de que los animales descubrían pronto si determinada ruta representaba un peligro permanente y tendían a eludirla.

Quienes habían acudido a reparar la trampa habían instalado asimismo vallas móviles hechas de paneles que servían para dirigir hacia una abertura del cerco a los animales conducidos hasta el valle. Normalmente, los cazadores tenían tiempo de apostar gente detrás de los paneles para hostigar a los animales que intentaban retroceder al verse acorralados. Como aquélla era una cacería un tanto improvisada, aún no había nadie en su puesto. Pero Ayla advirtió trozos de cuero o tela, correas entretejidas y haces de hierba amarrados en torno a varas, montados en los armazones de los paneles o asegurados a tierra mediante piedras.

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