Los refugios de piedra (75 page)

Read Los refugios de piedra Online

Authors: Jean M. Auel

–A no ser que os interese escuchar toda la conversación sobre los detalles –dijo Joharran a Jondalar y Ayla–, éste podría ser un buen momento para buscar un sitio donde hacer una demostración del uso del lanzavenablos. Me gustaría mostrar su funcionamiento antes de la primera cacería.

A Ayla no le habría importado quedarse. Deseaba aprender todo lo posible acerca de la gente de Jondalar –ahora también la suya–, pero a él le atraía más seguir la sugerencia de Joharran. Quería compartir con todos los zelandonii su nueva arma de caza. Mientras exploraron el emplazamiento de la Reunión de Verano en busca de un lugar adecuado para la demostración, Jondalar fue saludando a sus amigos y presentando a Ayla. Se convirtieron en el blanco de atención de todo el mundo debido a Lobo, algo que, no obstante, preveían. Ayla deseaba acabar cuanto antes con la inicial y lógica agitación. Tan pronto como la gente se acostumbrara a ver a los animales todo sería más normal.

Eligieron la zona que les pareció más adecuada para la demostración con el lanzavenablos, y después se encontraron con uno de los jóvenes que habían ayudado a levantar las angarillas en los vados de los ríos para mantener seca la comida que transportaban. Era de Tres Rocas, la Heredad Oeste de la Vigésimo novena Caverna, conocida también como Campamento de Verano, y había viajado con ellos el resto del camino. Charlaron un rato, y luego se acercó la madre del muchacho y los invitó a comer con ellos. El sol ya estaba alto y había pasado mucho tiempo desde la última comida. La familia del muchacho los invitó a participar en la recolección de piñones del otoño.

De regreso a su campamento, pasaron junto al amplio alojamiento de la zelandonia. La Primera salía en ese preciso instante y se detuvo a decirles que todas las personas participantes en la primera matrimonial con quienes había hablado hasta el momento estaban dispuestas a aplazar la ceremonia hasta la llegada de Dalanar y los lanzadonii. Jondalar y Ayla fueron presentados a otros zelandonia, y la gente de la Novena Caverna observó con interés las variadas reacciones del lobo.

Cuando por fin se encaminaron de vuelta al campamento de la Novena Caverna, el sol descendía ya hacia el horizonte en medio de un resplandor dorado que se difundía a través de las nubes rojizas. Al llegar a la orilla del Río, cuya superficie en aquel punto era prácticamente lisa, sin apenas una sola onda, siguieron corriente arriba y cruzaron el riachuelo casi en su confluencia con el cauce mayor. Pararon un momento para contemplar el cielo vespertino mientras se transformaba en un espectáculo deslumbrador: el dorado adquirió diversas tonalidades de bermellón y luego apareció un trémulo morado, que fue oscureciéndose hasta convertirse en un intenso azul... y entonces empezaron a brillar las primeras estrellas. Pronto la negra noche se convirtió en un telón de fondo para el sinfín de luces titilantes que salpicaban el cielo estival, con una mayor acumulación en una franja semejante a un camino a través de la bóveda celeste. Ayla recordó un verso del Canto a la Madre: «Y la tibia leche de la Madre trazó un camino en el cielo». Se preguntó si habría sido así como se formó... Después se dieron media vuelta y se dirigieron hacia las acogedoras hogueras del cercano campamento.

Cuando Ayla despertó a la mañana siguiente, al parecer todos se habían levantado y marchado ya. Sentía una extraña pereza. Sus ojos fueron adaptándose a la luz tenue del interior del alojamiento, y permaneció tendida entre las pieles mirando los dibujos grabados y pintados en el robusto poste central y las manchas de hollín que ennegrecían ya el contorno de la salida de humos, hasta que tuvo que ir a hacer aguas; últimamente sentía la necesidad aún más a menudo. Ignoraba dónde se habían cavado las zanjas de desechos de la comunidad, así que utilizó el cesto de noche. No era la única que lo había usado, advirtió. «Luego lo vaciaré», pensó. Era una de la tareas desagradables que compartían aquellos que lo veían como una obligación y aquellos que lo hacían por vergüenza cuando los demás notaban que no lo habían hecho recientemente.

Cuando volvió donde estaban las pieles de dormir para sacudirlas, observó con más detenimiento el interior del alojamiento de verano. La habían sorprendido las estructuras ya construidas que había visto el día anterior en su visita con Jondalar al campamento principal. Sabía que la gente se instalaba cerca del área central, pero había esperado ver allí las tiendas de viaje. Sin embargo, no fue así; la gente no usaba en la reunión las tiendas con las que había viajado hasta allí. Durante la estación cálida, éstas se empleaban cuando se salía a hacer expediciones de caza o recolección, o para visitar a otras personas mientras recorrían el territorio. El alojamiento de verano era una estructura más permanente, una vivienda bastante sólida de forma circular y paredes verticales. Aunque distintos, Ayla se dio cuenta de que tenían una finalidad semejante a la de los alojamientos utilizados por los mamutoi en las Reuniones de Verano.

Pese a la oscuridad interior –la única claridad procedía de la entrada y algún que otro haz de sol que se filtraba entre las rendijas de la pared–, vio que, además del poste central, un tronco de pino, el alojamiento tenía una pared interior de paneles hechos de tallos de enea aplastados, entretejidos y pintados con formas y animales. Estaban sujetos a las estacas interiores que circundaban el poste del centro y proporcionaban un amplio espacio cerrado que, si se deseaba, podía dividirse en áreas menores mediante paneles móviles. La tierra se había cubierto con esterillas de enea, fleo y carrizo, y las pieles de dormir se extendían en torno a un hogar situado casi en el centro. El humo salía por un agujero abierto justo encima, cerca del poste central. Esa salida de humos podía taparse desde dentro con una cubierta ajustable gracias a dos varas cortas que llevaba acopladas.

Sintió curiosidad por ver cómo estaba hecho el resto de la estructura y salió. Primero echó una ojeada al campamento, que se componía de varios alojamientos circulares de dimensiones considerables dispuestos alrededor de una hoguera central y luego circundó su propio alojamiento. Las estacas se hallaban amarradas entre sí de manera semejante a las del cercado que se construía para capturar animales; pero la empalizada externa del alojamiento de verano, en lugar de ser una construcción suelta y flexible que podía ceder ante las embestidas de los animales, estaba firmemente sujeta a postes de anclaje hechos con troncos de aliso, que se habían dispuesto convenientemente y clavados en la tierra.

Asegurada al lado exterior de los postes, había una pared de sólidos paneles verticales confeccionados con hojas de fleo traslapadas, que tenían la virtud de repeler el agua de lluvia. Entre las paredes exterior e interior quedaba una cámara de aire para mayor aislamiento, con lo cual el alojamiento permanecía fresco en los días calurosos y, con un fuego dentro, caliente en las noches frías; con ello se evitaba asimismo la excesiva condensación de humedad cuando fuera bajaban las temperaturas. Estaba rematado por una techumbre de carrizos traslapados que bajaban en pendiente desde el poste central. La techumbre no estaba hecha con especial esmero, pero protegía de la lluvia y sólo se utilizaba durante una temporada.

La gente transportaba hasta allí desde las cavernas algunas de las partes que integraban el alojamiento, en particular las esterillas tejidas, los paneles y algunas de las estacas. Por lo general, todas las personas que compartían un mismo alojamiento llevaban alguna sección o componente, pero gran parte de los materiales se recogía de nuevo cada año en las inmediaciones del campamento. Cuando regresaban a casa en otoño, las estructuras se desmantelaban parcialmente para recuperar los elementos reutilizables pero se dejaban en pie. Rara vez resistían las intensas nevadas y vendavales del invierno, y al verano siguiente sólo quedaba allí un montón de ruinas descompuestas que habían pasado a formar parte del paisaje donde iban a erigirse de nuevo los alojamientos para celebrar una Reunión de Verano.

Ayla recordó que los mamutoi tenían distintos nombres para sus campamentos de verano y para los lugares donde habitaban en invierno. El Campamento del León, por ejemplo, era el Campamento de la Espadaña en la Reunión de Verano, pero vivía allí la misma gente que en el Campamento del León. Había preguntado a Jondalar si la Novena Caverna cambiaba de nombre en verano. Él le explicó que el lugar donde acampaban se llamaba simplemente «campamento de la Novena Caverna», pero la organización de la vida en las Reuniones de Verano de los zelandonii no era exactamente igual que durante el invierno en los refugios de piedra.

Cada uno de los alojamientos de verano albergaba a mayor número de personas que las estructuras más espaciosas y permanentes construidas bajo el gran saliente de la Novena Caverna. Por norma, los miembros de una familia, incluidos aquellos que tenían moradas independientes en invierno, compartían un alojamiento; pero algunos ni siquiera se quedaban en el mismo campamento, sino que pasaban el verano con otros parientes o amigos. Por ejemplo, las madres jóvenes que se habían mudado a las cavernas de sus compañeros a menudo se llevaban a sus niños y pasaban el verano con sus madres, hermanos o amigos de la infancia, y sus compañeros solían acompañarlas.

Por otra parte, las jóvenes que iban a someterse a los Primeros Ritos, ese año vivían juntas en un alojamiento aparte, cerca de la gran estructura central de la zelandonia, al menos durante la primera etapa del verano. A corta distancia, se levantaba otro alojamiento para las mujeres que ese año decidían ser mujeres-donii y estar a disposición de los jóvenes que se acercaban a la pubertad.

La mayoría de los hombres jóvenes que ya habían dejado atrás la pubertad –y algunos no tan jóvenes– a menudo se agrupaban fuera de sus campamentos y levantaban alojamientos aparte. Se les exigía que se instalaran en la periferia del campamento principal, lo más lejos posible de las jóvenes preparadas para los Primeros Ritos. A los hombres, en su mayoría, no les importaba. Se habrían comido con los ojos a las mujeres, pero les gustaba la independencia que les daba estar solos, así nadie se quejaba si organizaban mucho ruido o alboroto. Como consecuencia de ello, las estructuras ocupadas por los hombres se conocían como «alojamientos alejados». Por lo general, los hombres que los ocupaban no tenían pareja, o estaban en una etapa entre parejas, o deseaban estarlo.

Puesto que Lobo no corrió a saludarla en cuanto salió, Ayla supuso que se encontraba con Jondalar. Fuera no había mucha gente. La mayoría debía de estar probablemente en el área central, el principal núcleo de la Reunión de Verano. Halló, no obstante, junto a la hoguera del campamento, un poco de infusión que había sobrado. Notó que la hoguera no tenía la forma circular habitual, sino que era más bien como una zanja. La noche anterior había observado que podía acercarse más gente al fuego si éste se disponía longitudinalmente y se alimentaba con troncos y ramas, talados o caídos, más largos, con lo que, además, se evitaba el tener que cortar en trozos más pequeños la leña. Mientras se tomaba la infusión, Salova, la compañera de Rushemar, salió de su alojamiento con su hija en brazos.

–Saludos, Ayla –dijo dejando al bebé en una esterilla.

–Saludos, Salova –respondió Ayla, y se aproximó para ver a la pequeña. Le tendió un dedo para que se lo cogiera y le sonrió.

Salova miró a Ayla, vaciló y luego preguntó:

–¿Te importaría vigilar a Marsola un rato? Recogí materiales para hacer cestas y tengo algunos a remojo en el arroyo. Me gustaría ir a buscarlos y ponerlos en orden. He prometido regalar cestas a algunos conocidos.

–Cuidaré de Marsola con mucho gusto –contestó Ayla sonriendo a Salova, y enseguida volvió a concentrarse en la niña.

Salova se ponía un poco nerviosa en presencia de la forastera y hablaba por hablar.

–Acabo de darle de comer, así que no tiene por qué darte problemas. Tengo mucha leche. Darle un poco a Lorala no ha representado ningún sacrificio. Lanoga la trajo anoche. Está cada día más regordeta y preciosa, y ya sonríe. Antes nunca sonreía. Ah, aún no has comido, ¿verdad? Me queda un poco de sopa de anoche, con trozos de carne de ciervo. Si te apetece, sírvete la que quieras. Es lo que he tomado yo esta mañana, así que seguro que aún está caliente.

–Gracias –respondió Ayla–. Creo que me vendrá bien un poco de esa sopa.

–Enseguida vuelvo –dijo Salova, y se alejó deprisa.

Ayla encontró la sopa en un gran recipiente hecho con un estómago de uro montado en un bastidor de madera y colocado sobre unas brasas al borde de la gran hoguera comunitaria para que el líquido hirviera a fuego lento; las brasas casi se habían consumido, pero la sopa aún estaba caliente. Cerca había cuencos de diversas clases, unos tupidamente tejidos, otros labrados en madera, un par menos profundos obtenidos a partir de huesos grandes. Había también unos cuantos cuencos esparcidos alrededor, tal como la gente los había dejado tras usarlos. Ayla se sirvió un poco de sopa con un cucharón hecho de asta curva de carnero y luego sacó su cuchillo de comer. Vio que en el caldo flotaban también verduras, aunque estaban ya bastante blandas.

Se sentó en la esterilla junto a la niña, que yacía de espaldas agitando los pies en el aire. En un tobillo llevaba atados unos cuantos espolones de ciervo, que tintineaban cada vez que pataleaba. Cuando terminó la sopa, cogió a la niña y manteniéndola erguida buscó su mirada. Cuando Salova regresó, cargada con un cesto plano lleno de diversa vegetación fibrosa, vio a Ayla hablar a la niña y hacerla sonreír. Un súbito afecto prendió en su corazón maternal, y a partir de ese momento se sintió más relajada en presencia de la forastera.

–Te agradezco mucho que la hayas cuidado, Ayla –dijo Salova–. Así ya dejo esto listo.

–Ha sido un placer, Salova. Marsola es un bebé encantador.

–¿Sabes que la hermana menor de Proleva, Levela, va a unirse en la primera matrimonial, igual que tú? –dijo Salova–. Siempre se crea un lazo especial entre las personas que se unen en una misma ceremonia matrimonial. Proleva quería que le hiciera unas cestas especiales, como parte del regalo matrimonial.

–¿Te importaría que te observara un rato mientras trabajas? –preguntó Ayla–. He hecho cestas muchas veces, pero me gustaría saber cómo las haces tú.

–No me importa en absoluto. Por mí, encantada de tener compañía, y quizá puedas enseñarme cómo lo haces tú. Siempre me ha interesado aprender métodos nuevos.

Other books

Native Silver by Helen Conrad
The Stag Lord by Darby Kaye
Laura Jo Phillips by The Lobos' Heart Song
Behind Closed Doors by Sherri Hayes
Blackjack by Andrew Vachss
Trapped by Melody Carlson
Enrolling Little Etta by Alta Hensley, Allison West