Yo estaba seguro de que no me los iban a conceder. En parte, porque en mi zona no había nada que limpiar y en parte, también, porque me daba cuenta de que si esto llegaba a sus oídos, Pérez H., con el que afortunadamente no había tenido que cruzarme todavía, iba a poner el grito en el cielo. ¡Cuál no sería mi sorpresa cuando recibí, con gran premura, los cinco millones de cartuchos de marras!
Yo no quería creer en tan buena fortuna y llegué a sospechar que probablemente serían defectuosos, pero estuve probándolos con el capitán Benítez y resultaron magníficos. Fabricación nacional, pero magníficos. Era una prueba de buena fe, que por lo inútil, debió hacerme sospechar.
Así pasaban los meses, sin el menor contratiempo, hasta llegar a julio. Para entusiasmar más a sus partidarios y para atar los cabos que pudieran quedar sueltos antes de la fusión de los partidos, Juan Valdivia decidió rematar su campaña con un elegante banquete al que asistirían todas las personalidades políticas, sociales, económicas, diplomáticas y militares del país.
Como sitio de este importante evento, escogió su elegante mansión de Cuernavaca y como fecha el fatídico 23 de julio de 1929.
—Vengan todos —nos dijo—, es necesario que vean nuestra fuerza.
Y todos fuimos, consumando así una de las «metidas de pata» más notables de la Historia Política de México.
La casa, construida con dinero de procedencia desconocida, era del más puro estilo andaluz. Nadie supo nunca cuántas habitaciones tenía, pero eran muchas; tenía un patio con una fuente (copia de la de Don Quijote, en Chapultepec), unas pérgolas, un enorme jardín; alberca y un baño ruso capaz de dar cabida a setenta personas.
Nosotros, es decir, mis compañeros y yo, llegamos desde la noche anterior, con el objeto de ponernos de acuerdo en algunos puntos de nuestro programa del día siguiente. Yo hice el viaje desde México en el Packard que Germán Trenza manejaba con tanta destreza.
Los preparativos estaban en su apogeo. Una compañía de zapadores que Juan le había pedido a Sirenio Márquez, que era el Jefe de la Zona, su compadre y un gran traidor, como se verá después, estaba destrozando en esos momentos la rosaleda para formar un foro para la Danza de los Viejitos. En el interior de la casa había un gran tumulto: escaleras por todos lados, un ir y venir de muebles y un entrar y salir de comestibles. Clarita, la esposa de Juan, que estaba dirigiendo todo este movimiento en el
hall
, nos dijo que su marido estaba jugando billar. Mientras nuestros asistentes subían el equipaje a los cuartos que nos habían sido asignados, nosotros nos dirigimos a la sala de billar, que era uno como sótano.
Juan estaba jugando carambolas con el Gordo Artajo, que era pésimo. Cuando entramos, dejaron los tacos a un lado y pusieron cara de circunstancias.
—Vamos a tener que pedirte un gran sacrificio, Lupe —me dijo Artajo.
Yo no entendí qué querían, pero les pedí que se explicaran.
—Díselo tú —le dijo el Gordo a Valdivia y éste le contestó, «no, díselo tú», y así estuvieron un rato—. Se trata de tu enemistad con Pérez H. —dijo por fin Valdivia.
—Otra vez la burra al trigo —dije yo, porque ya sabía de qué se trataba. Él, Valdivia, me explicó con muchos argumentos, que por «la seguridad del Partido», era necesario contar con el apoyo del Presidente Interino y que para conseguirlo, se necesitaba que yo hiciera las paces con él—. Primero muerto que reconciliado con ese ratero —dije. A nadie le había dicho que el asunto del reloj se había aclarado de otra manera y que el antes mencionado reloj estaba en mi bolsa. Dije lo de ratero, porque Eulalio Pérez H. era un ratero.
—Hazlo por la Revolución —me pidió el Gordo Artajo y luego, como profecía, agregó—: No nos vayan a dar un susto.
Yo me volví a Germán Trenza en espera de su ayuda, pero éste estaba de acuerdo con ellos.
—Sería un crimen que por no hacer un esfuerzo, vayamos después a tener dificultades.
Me dijeron que todo iba tan bien, que íbamos a quedar tan bien parados, etc., etc., tanto insistieron que tuve que acceder.
—Ve a su casa y arréglate con él —me pidió Artajo. Pérez H. tenía una casa en Cuernavaca en donde pasaba los fines de semana—. Él debe estar aquí desde el mediodía.
Entonces yo les expliqué que sí, estaba bien, yo me reconciliaría con Eulalio, ¿pero cómo?, ¿qué iba yo a decirle para reconciliarme?
Esto fue lo que estuvimos discutiendo hasta las dos de la mañana. Para esa hora ya habían llegado el Camaleón, Anastasio y Canalejo. El Camaleón era un experto en pedir disculpas.
—Hazte el desentendido. Dile que lo confundiste con el diputado Medronio, que te debía una (no le expliques cuál), y que después te enteraste de que Medronio había salido tan campante del panteón. Que te acordaste de la voz y que se te ocurrió que probablemente él había sido el que había pagado el pato, que te duele en el alma, que estás apenadísimo y todo eso.
No me pareció tan mala esta explicación, que dejaba a salvo mi honor, y también el de Pérez H. Les prometí que antes de doce horas, estaría yo reconciliado con el Presidente Interino.
Después estuvimos discutiendo lo que cada quien iba a decir y hacer al día siguiente y luego nuestro programa político, que consistía en una campaña de difamación de los partidos socialistas. El plan que habíamos preparado Germán, Anastasio y yo, de Maximiliano Cepeda, el Partido Villano y la Candidatura de Chícharo Hernández, quedó aprobado por unanimidad. En éstas estábamos, cuando nos amaneció.
Me acosté un rato a descansar, pero no pude conciliar el sueño, porque cuando se me estaban cerrando los ojos, empezó el barullo de los zapadores, que hacían no sé qué reparaciones.
A las nueve me levanté. Tomé un baño, me puse un elegante
palm beach
, me coloqué la Smith & Wesson en el sobaco, y bajé a desayunar.
Para estas horas, la rosaleda estaba completamente destrozada y el foro listo, el humo de quince barbacoas inundaba la casa y hacía el aire irrespirable. Entré en la cocina, en donde Clarita, la esposa de Valdivia, ayudada por una docena de criadas, estaba preparando el mole para los doscientos cincuenta invitados. El polvo de los siete chiles, mezclado con el humo de las barbacoas, me provocó un violento ataque de tos. Cuando me hube repuesto, Clarita, que siempre fue una perfecta ama de casa, me saludó y me condujo hasta una mesa en donde estaba Augusto Corona, el Camaleón, comiendo unos chicharrones en salsa verde, mientras su asistente le daba brillo a sus botas. Clarita quitó un lechón de una silla y me invitó a sentarme. Yo le supliqué que me preparara un chocolate.
—¿No te extraña que Pittorelli no haya llegado a Cuernavaca todavía? —me preguntó el Camaleón. Se suponía que teníamos que ver a este personaje para hacer un plan de conjunto, porque era el jefe del otro partido «valdivista».
—Me dijo que pasaría la noche en el Hotel Vistahermosa.
Este fue otro de los portentos que debieron ponernos sobre aviso.
Después del desayuno salimos a dar un paseo por el jardín de la casa, en donde encontramos a Juan Valdivia, de guayabera, que estaba memorizando su discurso.
—«… Ha llegado la hora en que la Patria…» —decía levantando la mano con gesto elocuente. Lo dejamos a solas con su retórica.
En la alberca estaban Anastasio, que era el único deportista, en traje de baño, y Horacio Flores, el orador, que acababa de llegar de México.
—Hay tropas en la carretera —nos dijo éste. Por mi mente pasó, como una exhalación, la imagen del malogrado general Serrano, que apenas dos años antes había sido fusilado en esa misma carretera, cuando precisamente más seguro se sentía de llegar a la Presidencia de la República.
—Es natural —dijo Canalejo, que en ese momento se reunió con nosotros—, de alguna manera tienen que proteger a tanta gente importante que viene al banquete.
—¿De qué corporaciones eran? —le preguntó a Horacio el Camaleón, que no estaba muy convencido con lo que decía Canalejo.
Desgraciadamente Horacio, que no era militar, no sabía ni de qué le hablaban.
—Esos numeritos que llevan aquí en el cuello —le explicamos, pero de nada sirvió, porque no se había fijado.
Después, se nos olvidó el problema y estuvimos hablando de otras cosas. Cuando dieron las once, me despedí de ellos y calándome mi Stetson, fui a cumplir mi desagradable misión.
Juan me prestó su Studebaker, y manejándolo con bastante dificultad, porque no conocía ni el automóvil, ni el rumbo, llegué a la Quinta María Elena, que era la propiedad de Pérez H. Era una casa enorme, rodeada de bardas de piedra. Al llegar al portón, detuve el automóvil, bajé de él y llamé. Se oyó un griterío llamando al «cabo de guardia» y cuando éste abrió la rejilla, resultó ser afortunadamente nada menos que El Patotas, que había servido a mis órdenes durante muchos años. Nos saludamos muy amablemente, luego le pregunté por Pérez H.
—El señor Presidente no ha venido, ni nadie de su comitiva. La casa está vacía por primera vez en todo el año.
Entonces comprendí que andaba la perra suelta. Me despedí apresuradamente, monté en el coche y regresé a casa de Juan como alma que lleva el diablo.
Los zapadores se habían ido ya.
—Estamos en una trampa, muchachos —les dije—, como la que le pusieron a Serrano.
Todos se alarmaron muchísimo como es natural. El Camaleón intervino:
—Si nos van a… —aquí dijo una palabra que no puedo repetir—, no va a ser delante del Cuerpo Diplomático. Vamos a llamar a casa de Jefferson o de Monsieur Ripois. Si ellos están aquí, no hay nada que temer.
Juan Valdivia tomó el teléfono y en su rostro se dibujó el terror que estaba sintiendo.
—¡Está cortado! —nos dijo.
Los malditos zapadores habían cortado la línea.
—Lo único que nos falta es que nos manden un destacamento para protegernos —dijo Trenza. A Serrano le mandaron un destacamento para protegerlo, que lo protegió hasta que lo pasaron por las armas.
Yo hablé entonces:
—Vamos a romper el sitio antes de que lo cierren —dije, y no «Cada uno a su puesto y a levantarnos en armas», como afirma el Gordo Artajo en sus
Memorias
; pero si lo hubiera dicho, no me avergonzaría, ni las cosas hubieran sido diferentes.
El teléfono cortado fue el argumento decisivo. A ninguno le quedó la menor duda de que estábamos en una ratonera y de que si queríamos seguir con vida, lo mejor sería romper el sitio, como acababa yo de expresarlo con tanta oportunidad. Así que nada de lo que dice el Gordo Artajo es verdad: «… como Arroyo estaba muy alarmado…», porque alarmados estábamos todos, empezando por él, que fue el que tuvo la idea de que nos disfrazáramos y hasta se puso un sombrero de petate, y se hubiera puesto el overol del jardinero, si hubiera cabido en él.
—Que saquen los automóviles —ordenó Valdivia.
—Que llenen los tanques de gasolina —ordenó Trenza.
—A las armas —ordené yo.
Afortunadamente, el Camaleón había conservado la serenidad. De lo contrario no sé en qué hubiera terminado esa aventura.
—¿Pero qué quieren hacer? ¿Abrirse paso a balazos hasta México? —en efecto, no era cosa fácil—. Si como afirma el Diputado —se refería a Horacio Flores— hay tropas en la carretera, no estarán allí para hacernos valla.
Tenía razón. Todo nuestro apuro era sólo para irnos a meter en la mera boca del lobo. Las personas a quienes he relatado este episodio, siempre me dicen que por qué nos asustamos tanto en ese momento, sin darse cuenta de que el que se mete en política debe estar preparado para lo peor. Lo que ocurrió después demuestra que nuestra alarma era perfectamente justificada.
Pero como iba diciendo, las palabras del Camaleón nos hicieron abandonar nuestros proyectos de regresar a México por carretera.
Canalejo, que no era nada práctico, propuso que siguiéramos hasta Acapulco y de allí, por barco, hasta Manzanillo, en donde tomaríamos el ferrocarril para regresar a nuestras respectivas zonas. Era un viaje de ocho días.
—¿Y por qué a nuestras respectivas zonas? ¡Vámonos a la frontera! —dijo Valdivia. Esta frase debió darnos una idea del gran tamaño de su cobardía. Sin embargo, en esos momentos, nadie le dio importancia a lo dicho, y nos contentamos con explicarle que las cosas no estaban tan perdidas como para dejar la mesa puesta e irnos a la frontera corriendo, como conejos.
—El pueblo lo necesita a usted, mi general —le dijo Horacio Flores, que era un gran demagogo, y lo convenció.
Alguien propuso esperar hasta que anocheciera.
—Si esperamos —dije yo—, el anochecer nos va a encontrar bien tiesos.
Y así siguió la averiguata. Cada uno daba sus ideas y los demás las discutían y decían si les parecían buenas o malas. Cuando dio la una, todavía estábamos alegando.
—Juan, ya llegó la Orquesta Típica de Lerdo de Tejada —dijo Clarita, asomando por la puerta.
Valdivia lanzó una imprecación, porque no estaba para atender a estos problemas.
—Diles que toquen —dijo el Camaleón—, mientras más ruido, mejor.
Cuando empezaron los acordes de
Dios nunca muere
, nos acordamos de que la muerte nos acechaba muy de cerca y decidimos ponernos en movimiento. Sacamos tres automóviles por la puerta trasera, que daba a un callejón, y los asistentes estaban subiendo las maletas, cuando sonó el teléfono. Nos miramos unos a otros sin decir nada. Valdivia contestó.
Era la Central, que llamaba para avisar que ya estaba reparada la línea.
La alarma se evaporó con la misma facilidad con que se había producido dos horas antes. Y ahora, yo resulté el culpable.
—¡Estuviste a punto de arruinar mi carrera política! —me dijo el que un rato antes pensaba huir a la frontera.
Por más que les dije que la reparación del teléfono no explicaba satisfactoriamente la presencia de las tropas en la carretera, ni la ausencia de Pérez H., ni la desaparición de Pittorelli, fui objeto de escarnio.
Empezaron a llegar los invitados más ramplones, como por ejemplo el diputado Medronio, que era líder de la Cámara; el Chícharo Hernández, Paladín de los Obreros; Pascual Gurza, que había hecho una fortuna vendiendo licores en la frontera, y Agamenón Gutiérrez, que había organizado la primera huelga de inquilinos en el Distrito Federal; entre las damas, que no eran tan numerosas, estaban Titina Requeta, Margarita Guarapo y una joven llamada Enriqueta, que venía acompañada de su señora madre.