Los relámpagos de Agosto (12 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Más de un año tardó Pérez H. en vengarse del incidente en el Panteón de Dolores, pero se vengó bien.

—No te apures, Cirilo —le contesté—, yo sé lo que son estas cosas. No te guardo rencor.

Y en efecto, no se lo guardo.

El tribunal me puso a la disposición del Comandante de la Guarnición de la Plaza, que era Macedonio Gálvez. La escolta me llevó al Cuartel de San Pedro y me metieron en mi calabozo.

Cuando vino el oficial de guardia a preguntarme mis últimos deseos, le ordené que me trajera los periódicos más recientes y una botella de cognac Martell.

Más tarde, hojeando los periódicos, me di cuenta de que el grandísimo tal por cual del Gordo Artajo, ni siquiera se había movido de su ciudad natal y que «… su actitud patriótica», decían los periódicos, «ha sido uno de los principales factores en la pacificación del país». Artajo había sido el comodín, en nuestro caso, como lo fue Eugenio Martínez en el del malogrado general Serrano. El conspirador que desaparece el día del levantamiento con un cuerpo del ejército. Comprendí entonces, con mucha tristeza, que habíamos sido juguete de Vidal Sánchez. Los revolucionarios éramos pocos, como él decía, pero él quería todavía menos.

Terminé mi botella de Martell y ya me disponía a pasar durmiendo las últimas horas que me quedaban de vida, cuando abrieron la puerta del calabozo y entró nada menos que Macedonio Gálvez.

—¿Sabes que tengo órdenes de pasarte por las armas? —me preguntó. Se sentía muy triunfador. A mí ya nada me importaba—. Nomás que no lo voy a hacer. Porque cuando estaba yo tan… —aquí dijo una palabra que no puedo repetir—, tú me invitaste a comer y me regalaste tu pistola para que yo la empeñara. —Esto último, huelga decir, es una gran mentira. Él se robó mi pistola de cacha de nácar y yo hice lo posible para que lo capturaran y lo pasaran por las armas. Así que le agradezco mucho a Macedonio Gálvez que no me haya fusilado esa noche como era su deber; pero yo no le regalé mi pistola, él se la robó.

Claro que en ese momento no estaba yo con alientos para contradecirlo.

EPÍLOGO

El cadáver que salió retratado al día siguiente en los periódicos era el de un carnicero que dicen que se parecía mucho a mí.

Yo me reuní con Matilde y los niños en San Antonio, Tejas, y allí pasé los ocho años más aburridos de mi existencia. Cuando deportaron a Vidal Sánchez y a Pérez H., los supervivientes de la Revolución del 29, es decir, Trenza, el Camaleón y yo, regresamos a México como héroes. Trenza se dedicó a la agricultura, el Camaleón a la política y yo a mi familia y al comercio. No nos ha ido mal.

NOTA EXPLICATIVA

para los ignorantes en materia de Historia de México

Porfirio Díaz forjó, en los treinta años de su tan vituperado reinado, una casta militar y un ejército, tres o cuatro veces más numeroso que el actual, que desfilaba cada 16 de septiembre entre los aplausos del populacho. Los oficiales fueron a Francia para aprender
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y a Alemania para aprender lo que hayan sabido los prusianos de la época. Cuando terminó la Guerra de los Boeros, Don Porfirio alquiló a dos o tres de sus generales para que vinieran a hacer el ridículo aquí en Coahuila. La infantería mexicana fue la primera en adoptar un fusil automático (el Mondragón, fabricado en Suiza), algunos de cuyos ejemplares todavía son usados los domingos en los ejercicios marciales de los jóvenes conscriptos.

Todo esto se vino abajo con la Revolución Constitucionalista de 1913. Los oficiales que habían estudiado en Francia y en Alemania, los generales boeros y las infanterías dotadas con los flamantes Mondragón fueron literalmente pulverizados por un ejército revolucionario que estaba al mando de Obregón, que era agricultor; de Pancho Villa, que era cuatrero; de Emiliano Zapata, que era peón de campo; de Venustiano Carranza, que era político, y no sé lo que haya sido en su vida real don Pablo González, pero tenía la pinta de un notario público en ejercicio. Éstos fueron, como quien dice, los padres de una nueva casta militar cuya principal preocupación, entre 1915 y 1930, fue la de autoaniquilarse. Obregón derrotó en Celaya a Pancho Villa, que todavía creía en las cargas de caballería; don Pablo González mandó asesinar a Emiliano Zapata; Venustiano Carranza murió acribillado en una choza, cuando iba en plena huida; nunca se ha sabido si por órdenes o con el beneplácito de Obregón, que, a su vez, murió de los siete tiros que le disparó un joven católico profesor de dibujo. Pancho Villa murió en una celada que le tendió un señor con el que tenía cuentas pendientes. En los intestinos del general Benjamín Hill, que era Secretario de Guerra y Marina, se encontraron rastros de arsénico; el cadáver de Lucio Blanco fue encontrado flotando en el Río Bravo; el general Diéguez murió por equivocación en una batalla en la que no tenía nada que ver; el general Serrano fue fusilado con su séquito en el camino de Cuernavaca, y el general Arnulfo R. Gómez fue fusilado, con el suyo, en el Estado de Veracruz; Fortunato Maycotte, que, según el corrido, divisó desde una torre a las tropas de Pancho Villa, al lado de Obregón, fue fusilado en Pochutla, por las tropas del mismo Obregón; el general Murguía cruzó la frontera con una tropa y se internó mil kilómetros en el país sin que nadie lo viera; cuando lo vieron, lo fusilaron, etc., etc., etc.

Estas grandes purgas no fueron completamente eficaces. En el año 1938 el Ejército Mexicano contaba con más de doscientos generales en servicio activo, de los cuales más de cuarenta eran de División, y con sus efectivos no podían formar ni tres Divisiones.

La solución de estas anomalías la dio la Ley de Pensiones de Retiro y la Naturaleza. En la actualidad, el Ejército Mexicano tiene los generales que le hacen falta; todos los demás están enterrados, retirados o dedicados a los negocios.

JORGE IBARGÜENGOITIA. Escritor y periodista mexicano, considerado uno de los más agudos e irónicos de la literatura hispanoamericana y un crítico mordaz de la realidad social y política de su país.

Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim.

Su obra abarca novelas, cuentos, piezas teatrales, artículos periodísticos y relatos infantiles. Su primera novela, Los relámpagos de agosto (1965), una demoledora sátira de la Revolución mexicana, lo hizo merecedor del Premio Casa de las Américas. A ésta seguirían Maten al león (1969), Estas ruinas que ves (1974), Dos crímenes (1974), Las muertas (1977) y Los pasos de López (1982), en las que echó mano del costumbrismo para convertirlo en la base de historias irónicas y sarcásticas.

En el terreno del cuento publicó La ley de Herodes (1976). Entre sus piezas teatrales destacan Susana y los jóvenes (1954), Clotilde en su casa (1955) y El atentado (1963). Murió trágicamente en un accidente aéreo.

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