Los relámpagos de Agosto (11 page)

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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Histórico, Humor, Relato

Me enseñaron un plano, con las defensas de la ciudad.

—No sirven —les dije.

Valdivia se puso furioso:

—¿Cómo que no sirven, si ni siquiera las has visto?

Es elemental. Cuando se fortifica una ciudad, las trincheras se trazan afuera del caserío, no adentro. Dejar que el enemigo ocupe parte de las casas, es darle parapeto gratis. Todos sabemos esto. Se los dije.

—Es que serían muy largas y no tenemos hombres suficientes para guarnecerlas —me explicó Trenza.

—Más vale tener una trinchera mal guarnecida, que al enemigo parapetado en frente —dije. El Camaleón estaba de acuerdo conmigo y Trenza, en el fondo también. Sólo Valdivia estaba muy contento con sus famosas defensas.

—Yo así las ordené —decía, como si ésa fuera razón.

—Podemos demoler estas manzanas —dijo Germán, señalando la parte que quedaba fuera de las defensas. Pero todos sabíamos que ya no había tiempo de demoler, ni de nada.

—Vámonos a la frontera —volví a decir, pero nadie me hizo caso.

No quedamos en nada, como de costumbre. Levantamos la sesión, no porque estuviéramos de acuerdo, sino porque nos sentíamos muy fatigados.

Cuando ya iba yo rumbo a los portales a dormir, Augusto Corona, el Camaleón, me llamó aparte.

—Este Juan Valdivia está haciendo puras tonterías —me dijo, aunque con otras palabras más soeces.

Yo le hice ver que estaba de completo acuerdo con él.

—Conviene que lo eliminemos, por el bien de la revolución.

Yo estuve de acuerdo.

En esto, se nos juntó Germán. Le dijimos lo que estábamos pensando, porque sabíamos que compartiría nuestros sentimientos.

—Vamos a pasarlo por las armas —dijo—. Ya basta de tarugadas.

—Nos meteríamos en muchos líos y hay que recordar que fue nuestro candidato. A mí se me ocurre otra cosa —dijo el Camaleón, y entonces nos explicó su plan diabólico—: Vamos a mandarlo con Juan Paredes en el avión, a que le pida refuerzos a Artajo. Si lo encuentra y los refuerzos nos llegan a tiempo, mejor. Si no, cuando menos nos lo quitamos de encima.

A nosotros la idea nos pareció de perlas.

A las ocho de la mañana del día siguiente, hicimos otra junta, en la que nombramos a Valdivia Comandante en Jefe del Ejército de Occidente, que era el de Artajo. A las nueve ya estábamos despidiéndonos en los llanos de la Estación.

—No se apuren, muchachos —nos dijo Valdivia—, que yo vendré a socorrerlos tan pronto como se pueda.

Después de estas palabras, subió al Curtiss, en donde ya estaba Juan Paredes, el héroe de la aviación. Se elevaron sin ningún percance y pronto se perdieron en el nublado cielo de agosto. Fue lo último que se supo de ellos, porque hasta la fecha no se han encontrado ni siquiera sus restos.

Mientras esto ocurría, el General Cirilo Begonia llegó de Monterrey con cinco mil hombres para atacarnos.

Desgraciadamente, la incompetencia de Valdivia ya había causado demasiados daños. Al día siguiente, las fuerzas de Cirilo Begonia, después de una brevísima escaramuza, se apoderaron del caserío que habíamos dejado libre, y parapetados desde allí, hicieron un tiroteo que nos causó muchas bajas.

—Tenemos que hacer algo —dijo Trenza en la junta que hicimos después de este triste suceso.

Yo no quería arriesgar mis tropas, que era la única reserva que teníamos, pero también era la única solución.

—Yo procuraré desalojarlos, si me dan apoyo de artillería.

Benítez se prestó entusiasta, y a las diez de la mañana empezó a bombardear el caserío y después las ametralladoras de la infantería abrieron un fuego tan tupido que el enemigo debió estar tumbado de panza. Al cuarto de hora, se suspendió el tiroteo y avancé con la caballería con grandes gritos. Afortunadamente, los de Cirilo no me esperaron, sino que salieron corriendo como liebres. Dejamos atrás el caserío y los perseguimos hasta donde nos lo permitió el fuego de la segunda línea del enemigo. Entonces, nos retiramos victoriosos.

Habíamos cumplido nuestro objetivo, porque ya la infantería había ocupado el caserío famoso. Durante esta acción, mis tropas hicieron catorce prisioneros, que cuando regresamos a la plaza entregué a Canalejo, que era el comandante de la prisión, que estaba en el Cuartel de San Pedro.

Después fui al hotel y le ordené a mi asistente que me preparara un filete porque el combate me había despertado el apetito. Fue entonces cuando oí unas descargas por el lado del cuartel. Cuando estaba comiéndome el antes mencionado filete, llegó el capitán Gutiérrez a avisarme que Canalejo estaba fusilando a los prisioneros. Me levanté de la mesa furioso. Cuando está uno perdiendo una guerra, no puede darse el lujo de ser cruel con los prisioneros. Cuando llegué al Cuartel de San Pedro, ya había acabado con ellos.

—Es que no tenía quién los cuidara —me explicó Canalejo.

—Tú te haces responsable de este crimen de guerra que has cometido —le dije, y me fui a buscar a Trenza, que estaba en la estación.

—Vamos a formarle Consejo de Guerra —me dijo, cuando le relaté el suceso.

Y se lo formamos, a Canalejo. Con testimonio notarial y todo, para que se viera que había sido una cosa imparcial y que nosotros no sólo éramos inocentes del fusilamiento de los prisioneros de guerra, sino que reprobábamos el hecho rotundamente.

El tribunal, presidido por el Camaleón, declaró culpable al acusado y lo condenó a ser degradado y pasado por las armas.

Inmediatamente le formamos cuadro. Yo me encargué de arrancarle las insignias y Benítez dirigió el pelotón de ejecución. Para las cuatro de la tarde ya estaba enterrado el buen amigo Canalejo, Ave Negra del Ejército Mexicano.

—A ver si así se nos quita la mala suerte —dijo Trenza, pero apenas acababa de decir estas palabras, cuando vino un contraataque de las fuerzas de Cirilo Begonia, que desalojaron a las nuestras del caserío tan peleado.

Esa noche hubo calma, pero perdimos doscientos hombres que desertaron al enemigo.

—Vámonos a la frontera —dije en la junta que tuvimos al día siguiente, en el hotel.

Para estas horas, ya nadie creía que Artajo iba a llegar, con sus siete mil hombres y sus cuatro regimientos de artillería.

—Bueno —dijo Trenza—. Vamos a hacer el plan.

A mí me tocó lo peor, como de costumbre. La retirada iba a comenzar a las ocho de la noche. Primero saldría el tren blindado, con la artillería, al mando de Benítez; después, otros dos, con infantería, al mando del Camaleón y Trenza, respectivamente. Anastasio y yo, con la caballería, teníamos la misión de aguantar lo más posible y después retirarnos… a discreción; es decir, como Dios nos diera a entender.

En la noche mis hombres ocuparon posiciones y contestaban el fuego del enemigo, que iba creciendo. Es decir, que se estaban oliendo que ya íbamos de salida.

A las tres de la mañana, le dije a Anastasio que se retirara con uno de los dos regimientos que nos quedaban.

—Nos vemos en el Cañón de las Animas —le dije. El se fue con sus hombres. Yo me paseé por el pueblo en donde no quedaban más que los heridos que habíamos juntado en los portales y que se quedaban a cargo del mayor Mendoza, que era nuestro médico.

—Buena suerte —le dije. Después lo pasaron por las armas, como represalia de los fusilados por Canalejo.

De allí, es decir, de la plaza principal, me dirigí a la estación y ordené que se le prendiera fuego al bagaje que dejábamos abandonado, que era bastante. Luego ordené a mis hombres que dejaran las posiciones y nos pusimos en marcha cuando ya estaba despuntando el día.

Íbamos por el camino de Tétela, cuando oímos por el rumbo del ferrocarril una terrible explosión. Yo, en un acto de compañerismo, que hasta la fecha no me explico, decidí ir a investigar. Salimos del camino y nos fuimos a la derecha, como quien va a la hacienda de Santa Inés. Al subir a una loma ¡qué vamos viendo el resplandor de un tren en llamas!

Cuando llegamos al lugar del siniestro, encontramos un gran desbarajuste.

El «Zirahuén», que seguía cargado y al que Benítez le tenía tanto cariño que lo llevaba para todos lados, explotó. Nadie sabe por qué. Y con él explotaron dos carros de municiones que iban en el primer tren y además, toda la artillería y, por supuesto, todos sus ocupantes, incluyendo a Benítez, el inventor del «Zirahuén», que tan valiosos servicios había prestado y que tan brillante futuro hubiera tenido de no haber estado de nuestra parte.

Lo terrible, no fue tanto haber perdido toda la artillería y las municiones, sino que la vía quedó obstruida para los otros dos trenes de la infantería. Ahora había que seguir la retirada a pie.

—Casi me dan ganas de rendirme —me dijo Trenza cuando lo encontré. Yo sé que eso le dolía, porque él había sido un militar muy bravo que nunca se había rendido. Pero Camila estaba embarazada y no podía caminar.

El Camaleón lo disuadió.

—¿A qué te quedas, Germán? ¿A que te fusilen?

Les conseguí unos caballos y seguimos el camino lentamente.

A las cuatro de la tarde, ya teníamos al enemigo encima, tiroteándonos. Yo hice una carga, para ver si se espantaban y se iban, pero con pocos resultados.

Esa noche, la pasó la caballería en Trejo, protegiendo la retirada de la infantería.

Cuando nos pusimos en marcha, descubrimos que la infantería se había dispersado durante la noche. Sólo quedaban Germán, el Camaleón, Camila y dos asistentes.

—Desertaron —me explicó Germán.

—Hicieron bien —comenté.

Al atardecer, llegamos, con un escuadrón escaso, al Cañón de las Ánimas.

CAPITULO XX

Anastasio se había fortificado en las Peñas de Santa Prisca, que están en la entrada del mentado Cañón, con los doce hombres que había logrado salvar de la desbandada.

Hicimos una junta.

Anastasio y Horacio Flores estaban por rendirse.

—Ya perdimos la guerra, ¿para qué seguimos peleando? —dijo Anastasio.

—Para que no nos fusilen —le dijo el Camaleón. Trenza y yo estábamos de acuerdo con él.

Horacio Flores trató de convencernos de que lo más que podían hacernos era deportarnos.

—Si nuestro destino es acabar nuestros días en los Estados Unidos —dije yo—, más vale entrar en ellos por nuestro propio pie y no pasar la vergüenza de que nos acusen de alta traición y todo eso. —Más me hubiera valido callarme la boca, porque en esa junta nunca logramos ponernos de acuerdo. Anastasio y Horacio Flores acabaron por irse a buscar a quién rendírsele. Trenza, el Camaleón y yo echamos suertes para ver quién se quedaba defendiendo el Cañón mientras los demás se iban a Chavira, por donde pensábamos cruzar al lado americano. Yo perdí.

Al amanecer, cuando ya se iban, mis compañeros se despidieron de mí como de un gran héroe, porque ya me daban por muerto. Yo también me daba por muerto.

Cuando ya se habían ido, por el Cañón, montando unos caballos que apenas podían tenerse en pie, regresó un piquete que había yo mandado a conseguir víveres, con tres vacas que se habían robado. Ésa fue nuestra primer comida desde nuestra salida de Ciudad Rodríguez.

Después de la comida, ordené que se formaran.

—El que se quiera ir, más le vale.

Nadie se fue. Si iban a caer en manos del enemigo, preferían hacerlo en compañía de un General, sin darse cuenta de que yo iba a ser el primer fusilado.

Les repartí el dinero que me quedaba, pero ellos prefirieron enterrarlo, para que no se los quitaran al apresarlos. Después pasé revista a mis efectivos: teníamos veinte hombres y dos ametralladoras, con parque para resistir unas dos horas, si nos íbamos con tiento.

«Más nos hubiera valido irnos con Trenza y el Camaleón» —pensé para mis adentros.

Cuando esa tarde apareció por el desfiladero la columna del Chato Argüelles, resistimos con gallardía, pero el parque se agotó antes de que se metiera el sol. Entonces sacamos un trapo blanco. Ellos sacaron otro. Salí de mis parapetos y me fui acercando a sus posiciones, con miedo de que me acribillaran. Afortunadamente no lo hicieron.

Después me llevaron con el Chato, que era el comandante de esa fuerza y que había sido compañero de armas mío. Nos abrazamos muy cariñosamente.

—Lupe —me dijo—, qué gusto me da verte.

«Verme fregado», pensé para mis adentros.

—Yo me entrego —le dije—, pero no vayas a fusilar a los muchachos.

—No faltaba más —me contestó—. Te prometo que nada les pasará.

Y en efecto, nada les pasó. Nomás estuvieron en la cárcel militar por cinco años.

A mí me llevaron a Ciudad Rodríguez.

—Te van a formar Consejo de Guerra —me dijo el Chato cuando me entregó en el cuarto de guardia del Cuartel de San Pedro. Yo ya lo sabía.

En el calabozo encontré a Anastasio y a Horacio Flores.

—Mañana nos fusilan —me dijo Anastasio cuando entré.

Lo abracé conmovido porque comprendí que había perdido su última oportunidad de escapatoria, nomás por creer en las palabras de Horacio Flores, que afortunadamente pagó su optimismo de la misma manera.

Al amanecer del día siguiente los pasaron por las armas. A mí me dieron algo de desayuno y luego me llevaron con escolta al Hotel Rodríguez. El tribunal se había instalado en el comedor.

Desde el momento en que entré comprendí que mi caso era un caso perdido y que yo estaba ya como fusilado. El tribunal lo presidía Cirilo Begonia, el fiscal era el mayor Arredondo, que siempre fue un gran taimado, y el defensor, el capitán Cueto, que tenía fama de tonto.

Pedí la palabra.

—Me niego a ser defendido por el capitán Cueto, ni por nadie. Este juicio es una faramalla. Digan ustedes lo que quieran, pero yo no voy a participar en ella. —Dicho esto, me senté y cerré la boca y no la abrí en las tres horas que duró la farsa.

Me la habían preparado gorda. Los testigos eran Cenón Hurtado, Vardomiano Chávez, Don Virgilio Gómez Urquiza, Don Celestino Maguncia, el Padre Jorgito, Maximino Rosas, dos ricos de Apapátaro, la viuda de uno de los fusilados de Cuévano y otros más. Me acusaron de todo: de traidor a la Patria, de violador de la Constitución, de abuso de confianza, de facultades y de poderes, de homicida, de perjuro, de fraude, de pervertidor de menores, de contrabandista, de tratante de blancas y hasta de fanático catolizante y cristero.

—Perdóname, Lupe —me dijo Cirilo Begonia cuando se levantó la sesión—, pero tenía yo órdenes expresas de la Presidencia de la República de que las cosas fueran así.

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