Los ríos de color púrpura (8 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Karim inició la búsqueda.

En pocos días obtuvo el nombre de los matones. Los habían visto con Marcel poco antes del presunto momento del asesinato. Thierry Kalder, Éric Masuro, Antonio Donato. El joven magrebí sufrió un desengaño: se trataba de tres drogadictos de poca monta que sin duda habían querido arrancar a Marcel el lugar donde escondía su droga. Karim se informó con más precisión: ni Kalder ni Masuro habían podido torturar a Marcel. No eran lo bastante drogatas. Donato era el culpable. Extorsiones y violencias a muchachos. Proxenetismo de menores alrededor de los astilleros. Drogado hasta la médula.

Karim decidió que su sacrificio bastaría como venganza.

Tenía que actuar aprisa: los polis de Nanterre que le habían facilitado estos datos buscaban también a los hijos de puta. Karim se lanzó a las calles. Era de Nanterre, conocía los barrios, hablaba la lengua de los chicos. En un solo día localizó a los tres drogadictos. Estaban instalados en un inmueble ruinoso, cerca de uno de los puentes de autopista de la Universidad de Nanterre. Un lugar que esperaba su destrucción vibrando bajo el fragor de los coches que pasaban a varios metros de las ventanas.

Se dirigió a mediodía al inmueble en ruinas, haciendo caso omiso del estruendo de la autopista y el sol abrasador de junio. Unos niños jugaban en el polvo. Miraron fijamente al individuo alto con aires de rasta que entraba en el edificio devastado.

Karim cruzó el vestíbulo de buzones destrozados, subió la escalera de cuatro en cuatro y percibió, a través del ruido de los coches, el ritmo significativo de la música rap. Sonrió al reconocer
A Tribe Called Quest,
un álbum que él ya escuchaba hacía varios meses. Hundió la puerta de un puntapié y dijo simplemente: «Policía». Una descarga de adrenalina afluyó a sus venas. Era la primera vez que ejercía de poli sin miedo.

Los tres individuos se quedaron estupefactos. El apartamento estaba lleno de escombros, los tabiques habían sido arrancados, las tuberías sobresalían por todas partes, un televisor ocupaba el centro de un colchón reventado. Un modelo Sony último grito, sin duda robado la noche anterior. En la pantalla, una película porno desplegaba sus carnes macilentas. El ventilador zumbaba en un rincón, agitando el polvo del yeso.

Karim sintió su cuerpo desdoblarse y flotar en la habitación. Vio por el rabillo del ojo radios de coche amontonados al fondo. Vio los saquitos de polvo rotos sobre una caja de cartón puesta boca abajo. Vio una escopeta de aire comprimido entre las cajas de cartuchos. Reconoció enseguida a Donato gracias a la foto antropométrica que llevaba en el bolsillo, una figura pálida de ojos claros, huesos prominentes y cicatrices. Después los otros dos, acurrucados en su esfuerzo por salir de sus sueños químicos. Karim aún no había desenfundado el arma.

—Kalder, Masuro, desapareced.

Los dos hombres se estremecieron al oír su nombre. Titubearon, se lanzaron una mirada prolongada y se escurrieron hacia la puerta. Quedaba Donato, temblando como un ala de insecto. De repente se arrojó sobre el fusil. Karim le aplastó la mano en el momento en que aferraba la culata y le propinó un puntapié en la cara —llevaba zapatos con puntas de hierro— sin soltar su otro talón. La articulación del brazo crujió. Donato profirió un grito ronco. El poli agarró al hombre y lo acorraló contra un colchón viejo. El ritmo sordo de
A Tribe Called Quest
continuaba.

Karim desenfundó su automática, que llevaba en una funda con cierre de velero, a la izquierda, y metió su mano armada en una bolsa de plástico transparente, un polímero ignífugo, que había llevado consigo. Apretó los dedos sobre la culata cuadriculada. El individuo levantó la vista.

—¿Qué… qué haces, cabrón?

Karim hizo subir una bala al cañón y sonrió.

—Los casquillos, tío. ¿No lo has visto nunca en los telefilmes? Es esencial no dejar los casquillos…

—Pero, ¿qué quieres? ¿Eres un poli? ¿Estás seguro de ser un poli?

Karim marcó la cadencia con la cabeza y por fin dijo:

—Vengo de parte de Marcel.

—¿Quién?

El poli leyó incomprensión en la mirada del individuo. Vio que el espagueti no recordaba al hombre que había torturado hasta la muerte. Vio que en la memoria del drogadicto, Marcel no existía ni había existido nunca.

—Pídele perdón.

—¿Qué… qué?

La luz del sol goteaba por la cara reluciente de Donato. Karim apuntó el arma envuelta en plástico.

—¡Pide perdón a Marcel!

El hombre supo que iba a morir y chilló:

—¡Perdón! ¡Perdón, Marcel! ¡Mierda! ¡Te pido perdón, Marcel! Yo…

Karim le disparó dos veces a la cara.

Recuperó las balas en las fibras calcinadas del colchón, se metió los casquillos ardientes en el bolsillo y salió sin volverse.

Presentía que los otros dos tipos iban a presentarse con refuerzos. Esperó unos minutos en el vestíbulo de entrada y entonces vio a Kalder y Masuro llegar a paso de carga, acompañados de otros tres zombis. Entraron en el edificio por las puertas bamboleantes. Antes de que pudieran reaccionar Karim apareció frente a ellos y acorraló a Kalder contra los buzones. Blandió su arma y gritó:

—Si hablas, estás muerto. Si me buscas, estás muerto. Si me matas, es cadena perpetua. ¡Soy poli, cabrón de mierda! Poli, ¿has comprendido?

Tiró al hombre al suelo de un empujón y salió al sol, aplastando cascos de cristal bajo sus pasos.

Fue así como Karim dijo adiós a Nanterre, la ciudad que se lo había enseñado todo.

Unas semanas más tarde el joven inmigrante telefoneó a la comisaría de la plaza de la Boule a propósito de la investigación. Le explicaron lo que ya sabía. Habían matado a Donato, a priori con dos balas de calibre 9 mm parabellum, pero no se habían encontrado ni las balas ni los casquillos. En cuanto a los dos comparsas, habían desaparecido. Caso archivado. Para los polis. Para Karim.

El árabe había pedido entrar en la BRI, Quai des Orfévres, especializada en vigilancia, delitos flagrantes y asaltos. Pero sus resultados actuaron contra él. Le propusieron a cambio la Sexta División —la brigada antiterrorista—, a fin de infiltrarse en los integristas islámicos de los barrios calientes. Los polis árabes eran demasiado raros para no aprovecharse de uno. Se negó. No era cuestión de jugar a los polis, ni siquiera con asesinos fanáticos. Karim quería recorrer el reino de la noche, perseguir a los asesinos, enfrentarse a ellos en su propio terreno y surcar ese mundo paralelo al cual pertenecía. No apreciaron su negativa. Unos meses después, Karim Abdouf, número uno de su promoción en la escuela de policía de Cannes-Écluse, homicida desconocido de un drogadicto psicópata, fue trasladado a Sarzac, en el departamento del Lot.

El Lot. Una región donde los trenes ya no se detenían. Una región donde los pueblos fantasma surgían tras un recodo de la carretera, como flores de piedra. Un país de cavernas donde incluso el turismo estaba destinado a los trogloditas: gargantas, precipicios, pinturas rupestres… La región era un insulto a la identidad de Karim. Él era un árabe, un hombre de las calles, y nada podía estar más lejos de él que este maldito pueblo provinciano.

A partir de entonces dio comienzo una cotidianidad lastimosa. Karim tuvo que afrontar jornadas mortales, marcadas por misiones irrisorias. Hacer el parte de un accidente de carretera, detener a un ladrón en un centro comercial, pillar a un carterista en los lugares turísticos…

El joven inmigrante empezó entonces a vivir sus sueños. Se procuró las biografías de los grandes polis. Iba siempre que podía a las bibliotecas de Figeac o de Cahors para coleccionar artículos de prensa sobre investigaciones, sucesos, cualquier cosa que le recordara su verdadera profesión de policía. Se procuró asimismo viejos best-séllers, memorias de gángsters… Se suscribió a las revistas de profesionales de la policía, a revistas especializadas en armas, en balística, en nuevas tecnologías. Todo un mundo de papel en el cual Karim se sumergió poco a poco.

Vivía solo, dormía solo, trabajaba solo. En la comisaría, sin duda una de las más pequeñas de Francia, era temido y detestado a la vez. Sus colegas le llamaban Cleopatra a causa de sus trenzas. Le creían integrista porque no bebía alcohol. Le atribuían costumbres extrañas porque siempre rechazaba, durante las patrullas nocturnas, el desvío obligado a casa de Sylvie.

Aislado en su soledad, Karim contaba los días, las horas, los segundos, y podía pasar fines de semana enteros sin abrir la boca.

Esta mañana de lunes salía de una de estas curas de silencio vividas casi totalmente en su estudio, con excepción del entrenamiento en el bosque, donde repetía incansablemente los gestos y los movimientos asesinos del boxeo tailandés antes de quemar algunos cargadores contra los árboles centenarios.

Llamaron a la puerta. Por reflejo, Karim miró su reloj de pulsera. 07.45. Fue a abrir.

Era Sélier, uno de los polis de guardia. Tenía una expresión glauca, entre la inquietud y el sueño. Karim no le invitó a una taza de té. Ni siquiera a tomar asiento. Preguntó:

—¿Qué pasa?

El hombre abrió la boca pero no dijo nada. Un sudor graso le pegaba los cabellos bajo la gorra. Al final balbució:

—Es… la escuela. La escuela pequeña.

—¿Qué?

—La escuela Jean-Jaurès. Han entrado en ella… esta noche.

Karim sonrió. La semana empezaba a toda velocidad. Jóvenes gamberros del pueblo vecino habían destrozado la escuela primaria por el mero placer de arrasar el mundo.

—¿Han armado mucho escándalo? —preguntó Karim mientras se vestía.

El policía de uniforme hizo una mueca al ver la ropa que se ponía Karim. Camiseta, vaqueros, sudadera con capucha y cazadora de cuero marrón, un modelo de los años cincuenta. Balbució:

—No, de eso se trata. Es una buena faena.

Karim se anudó los cordones de las botas montantes.

—¿Una buena faena? ¿Qué quieres decir?

—No es obra de los jóvenes… Han entrado en la escuela con ganzúas. Y han tomado muchísimas precauciones. Ha sido precisamente la directora quien ha observado algunos detalles extraños, si no…

El moro se levantó.

—¿Qué han robado?

Sélier silbó y se pasó el índice por debajo del cuello:

—Esto es todavía más extraño. No han robado nada.

—¿En serio?

—En serio. Sólo han entrado en una sala y después… parece ser que se han marchado…

Durante un breve instante, Karim se observó reflejado en los cristales. Las trenzas le caían al sesgo a ambos lados de las sienes, el rostro estrecho y oscuro se alargaba en una barba de chivo. Se ajustó el bonete tejido con los colores jamaicanos y sonrió a su imagen. Un Diablo. Un Diablo surgido del Caribe. Se volvió hacia Sélier.

—¿Y por qué vienes a buscarme a mí?

—Crozier aún no ha vuelto del fin de semana. Entonces Dussard y yo hemos pensado que… en fin, que tú… Es preciso que lo veas, Karim, yo…

—Está bien. Vamos.

8

El sol salía sobre Sarzac. Un sol de octubre, tibio y pálido como una mala convalecencia. Karim seguía al coche patrulla en su viejo Peugeot. Atravesaron el pueblo muerto que aún exhibía a esa hora los fulgores blanquecinos de los fuegos fatuos.

Sarzac no era un pueblo antiguo ni una ciudad moderna. Se extendía por una larga planicie donde desperdigaba sus inmuebles o caserones entre dos edades, sin ningún signo particular. Sólo el centro de la localidad presentaba un ligero carácter propio: un pequeño tranvía lo atravesaba de parte a parte, a lo largo de viejas calles empedradas. Cada vez que pasaba por allí, Karim pensaba en Suiza o Italia, sin saber demasiado por qué. No conocía ninguno de los dos países.

La escuela Jean-Jaurés estaba situada en el extremo este, en el núcleo de los barrios pobres, cerca de la zona industrial de la ciudad. Karim llegó a un conjunto de edificios azules y marrones, todos de aspecto miserable, que le recordaban los barrios de su infancia. La escuela se levantaba al final de una rampa de hormigón que dominaba una carretera de asfalto llena de fisuras.

En la escalinata les esperaba una mujer, oculta bajo un cárdigan oscuro. La directora. Karim la saludó y se presentó. La mujer le saludó con una sonrisa sincera y eso le sorprendió. En general solía despertar desconfianza. Karim agradeció mentalmente a la mujer su espontaneidad y la examinó en pocos segundos. Su rostro era liso como un estanque, con grandes ojos verdes flotando encima como dos nenúfares.

Sin comentarios, la directora le pidió que la siguiera. El edificio seudomoderno parecía no haber sido terminado nunca. O bien hallarse en un estado de restauración indefinida. Los pasillos, muy bajos de techo, estaban hechos con paneles de poliestireno, algunos de ellos mal ajustados. La mayoría habían sido recubiertos de dibujos infantiles, esbozados sobre papel o pintados directamente sobre la pared. Pequeñas perchas se alineaban a la altura de los alumnos. Todo estaba desordenado. Karim tenía la sensación de moverse en una caja de zapatos que hubieran aplastado con el pie.

La directora se detuvo ante una puerta entornada. Murmuró con voz misteriosa:

—Es la única sala donde han entrado.

Empujó la puerta con precaución. Entraron en una oficina que se parecía más a una sala de espera. Armarios de vitrina albergaban numerosos registros y libros escolares. Una cafetera remataba un pequeño frigorífico. Un escritorio de madera de roble de imitación estaba sepultado bajo plantas verdes que se bañaban en platos llenos de agua. Toda la habitación olía a tierra empapada.

—Como ve —dijo la mujer señalando una de las vitrinas—, han abierto este armario. Son nuestros archivos. Pero a primera vista no han robado nada. Ni siquiera han tocado nada.

Karim se arrodilló y observó la cerradura de la vitrina. Diez años de robos con violencia y robos de coches le habían forjado una sólida experiencia en estos delitos. No cabía duda de que el intruso que había manipulado esta cerradura era un experto. Karim estaba estupefacto: ¿por qué un profesional habría ido a robar a una escuela primaria de Sarzac? Cogió uno de los registros y lo hojeó brevemente. Listas de nombres, comentarios de profesores, cartas administrativas… Cada volumen correspondía a un año distinto. El teniente se irguió.

—¿Nadie ha oído nada?

—Verá, la escuela no está realmente vigilada —respondió la mujer—. Hay una portera pero, francamente…

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