Los ríos de color púrpura (4 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Policíaco, Thriller

Esperó varios minutos y pudo contemplar en las paredes fotografías de estudiantes destacados blandiendo copas y medallas a lo largo de pistas de esquí y de impetuosos torrentes.

Unos minutos más tarde. Pierre Niémans estaba de pie ante el rector, un hombre de cabellos crespos y nariz achatada, pero de tez muy blanca. El rostro de Vincent Luyse era una curiosa mezcla de rasgos negroides y palidez anémica. En la bochornosa penumbra se filtraban algunos rayos de sol, recortando virutas de luz. El rector ofreció asiento al policía y empezó a frotarse nerviosamente las muñecas.

—¿Y bien? —preguntó con voz seca.

—¿Y bien qué?

—¿Ha descubierto algún indicio?

Niémans estiró las piernas.

—Acabo de llegar, señor rector. Deme tiempo para situarme. Será mejor que responda a mis preguntas.

Luyse se puso rígido. Todo el despacho era de madera ocre, adornado con móviles metálicos que recordaban tallos de flores en un planeta de acero.

—¿Ha habido ya casos sospechosos en su facultad? —inquirió Niémans en tono tranquilo.

—¿Sospechosos? En absoluto.

—¿Ni historias de droga? ¿O de robos? ¿Ninguna pelea?

—No.

—¿Tampoco hay bandas, clanes? ¿Jóvenes con fantasías?

—No veo adonde quiere ir.

—Pienso, por ejemplo, en los juegos de rol. Ya sabe, esos juegos llenos de ceremonias, de rituales…

—No. Aquí no hay nada de todo eso. Nuestros estudiantes son personas equilibradas.

Niémans guardó silencio. El rector le miró de arriba abajo: cabellos a cepillo, ancho de espaldas, culata del MR 73 asomando por el abrigo. Luyse se pasó la mano por la cara antes de declarar como si intentara convencerse a sí mismo:

—Me han dicho que era usted un excelente policía.

Niémans no añadió nada y miró al rector fijamente. Luyse desvió la vista y continuó:

—Yo sólo deseo una cosa, comisario, y es que descubran al asesino lo antes posible. El curso empezará pronto y…

—De momento, ¿ningún estudiante ha puesto los pies en el campus?

—Sólo algunos internos. Se instalan allí arriba, en la buhardilla del edificio principal. Hay también varios profesores, que preparan sus cursos.

—¿Puede darme su lista?

—Pero… —vaciló— ningún problema…

—Y Rémy Caillois, ¿cómo era?

—Era un bibliotecario muy discreto. Solitario.

—¿Le querían los estudiantes?

—Pues claro… Desde luego.

—¿Dónde vivía? ¿En Guernon?

—Aquí mismo. En el campus. En el primer piso del edificio principal, con su esposa. El piso de los internos.

—Rémy Caillois tenía veinticinco años. En la actualidad, esto es un poco joven para casarse, ¿no?

—Rémy y Sophie Caillois son antiguos estudiantes de nuestra facultad. Creo que antes se conocieron en el colegio del campus, reservado a los hijos de nuestros profesores. Son… eran amigos de infancia.

Niémans se levantó bruscamente:

—Muy bien, señor rector. Muchas gracias.

El comisario se eclipsó enseguida, huyendo del olor a miedo que se respiraba allí.

Libros.

Por doquier, en la gran biblioteca de la universidad se extendían cientos de estantes de libros bajo la luz de los neones. Las estanterías metálicas iluminadas sostenían verdaderas murallas de papel perfectamente ordenadas. Lomos de color oscuro. Cinceladuras de oro o plata. Etiquetas con las siglas de la Universidad de Guernon. En el centro de la sala desierta, mesas plastificadas, separadas en pequeños compartimientos acristalados. Cuando Niémans había entrado en la sala había pensado inmediatamente en un locutorio de prisión.

El ambiente era a la vez luminoso y recogido, espacioso y recoleto.

—Los mejores profesores enseñan en esta universidad —explicó Éric Joisneau—. La flor y nata del sudeste de Francia. Derecho, Economía, Letras, Psicología, Sociología, Física… Y sobre todo Medicina; todas las lumbreras de Isère enseñan aquí y tienen consultorio en el hospital: el CHRU. De hecho, son los edificios antiguos de la facultad. Los locales han sido enteramente renovados. La mitad del departamento viene a curarse aquí y todos los habitantes de las montañas han nacido en esta maternidad.

Niémans le escuchaba con los brazos cruzados, apoyado en una de las mesas de lectura.

—Hablas como un entendido.

Joisneau cogió un libro al azar.

—He seguido mis estudios en esta facultad. Había empezado Derecho… Quería ser abogado.

—¿Y te has convertido en policía?

El teniente miró a Niémans. Sus ojos brillaban bajo las luces blancas.

—Cuando me licencié, me entró un miedo repentino de aburrirme. Entonces me matriculé en la escuela de inspectores de Toulouse. Me dije que el de poli era un oficio de acción, de riesgo. Un oficio que me reservaría algunas sorpresas…

—¿Y te ha defraudado?

El teniente devolvió el libro al estante. Su leve sonrisa desapareció.

—Hoy no, en absoluto. Sobre todo, hoy no. —Miró a Niémans de hito en hito—. Ese cuerpo… ¿Cómo se puede hacer una cosa así?

Niémans eludió la pregunta.

—¿Cómo era el ambiente de la universidad? ¿Algo de particular?

—No. Muchos burguesitos, con la cabeza llena de clisés sobre la vida, sobre la época, sobre las ideas que se debían tener… También hijos de campesinos, de obreros. Aún más idealistas. Y más agresivos. En cualquier caso, entonces todos estábamos citados con el paro.

—¿No había historias extrañas? ¿Grupúsculos?

—No. Nada. Bueno, sí. Recuerdo que existía una especie de élite en la facultad. Un microcosmos compuesto de los hijos de los profesores de la propia universidad. Algunos eran superdotados. Cada año arramblaban con todos los puestos de honor. Incluso en el terreno deportivo. No nos hacía ninguna gracia.

Niémans recordó los retratos de campeones en la antesala de la oficina de Luyse. Preguntó:

—¿Forman esos alumnos un clan aparte? ¿Podrían haberse unido en torno a un proyecto absurdo?

Joisneau soltó una carcajada.

—¿En qué piensa? ¿En una especie de… conspiración?

Esta vez le tocó el turno a Niémans de levantarse y recorrer las estanterías.

—En una facultad, el bibliotecario está en el centro de todas las miradas. Es un blanco ideal. Imagínate a un grupo de estudiantes entregados a no sé qué delirio. Un sacrificio, un ritual… En el momento de elegir a su víctima, podrían haber pensado, con toda naturalidad, en Caillois.

—Olvídese entonces de los superdotados de que le he hablado. Están demasiado ocupados en superar a todo el mundo en los exámenes para mezclarse con cualquier otra cosa.

Niémans se deslizó entre las estanterías de libros, marrones y dorados. Joisneau le pisó los talones.

—Un bibliotecario —prosiguió— es también el que presta los libros… El que sabe qué lee cada uno, qué estudia… Tal vez sabía algo que no debía saber.

—No se mata a alguien de esta manera sólo por… ¿Y qué secreto quiere que escondan los estudiantes tras sus lecturas?

Niémans se volvió bruscamente,

—No lo sé. Desconfío de los intelectuales.

—¿Tiene ya una idea? ¿Una sospecha?

—Al contrario. De momento, todo es posible. Una riña. Una venganza. Una historia de intelectuales. O de homosexuales. O, sencillamente, un vagabundo, un maníaco que encontró a Caillois por azar en la montaña.

El comisario propinó un manotazo al lomo de las obras.

—Mira, no soy un sectario. Pero vamos a empezar por aquí. Pasando por el tamiz los viejos libracos que puedan tener una relación con el asesinato.

—¿Qué tipo de relación?

Niémans atravesó de nuevo el pasillo de libros y salió a la gran sala. Se encaminó hacia la oficina del bibliotecario, situada en el otro extremo, sobre un estrado que dominaba las mesas de lectura. Un ordenador ocupaba el centro del pupitre, cuadernos de espiral estaban colocados en los cajones. Niémans dio unos golpecitos contra la pantalla negra.

—Aquí dentro debe de haber la lista de todos los libros consultados, prestados cada día. Quiero que pongas a trabajar a unos cuantos OPJ. Los más literarios que puedas encontrar, si existen. Pide también ayuda a los internos. Quiero que incluyan todos los libros que hablan del mal, de la violencia, de la tortura y también de sacrificios e inmolaciones religiosas. Que busquen, por ejemplo, en los libros de etnología. También quiero que anoten los nombres de los estudiantes que han consultado a menudo esta clase de obras. Y que encuentren la tesis de Caillois.

—¿Y… yo?

—Tú interroga a los internos. De uno en uno. Viven aquí noche y día, deben conocer a fondo la universidad. Las costumbres, el estado de ánimo, los chicos originales… Quiero saber cómo consideraban los demás a Caillois. También quiero que me informes sobre sus paseos por la montaña. Encuentra a sus compañeros de excursión. Descubre quién conocía sus excursiones. Quién habría podido encontrarse con él allí arriba…

Joisneau lanzó una mirada escéptica al comisario. Niémans se acercó a él y ahora le habló en voz baja:

—Voy a decirte qué tenemos. Tenemos un asesinato extravagante, un cadáver pálido, liso, acurrucado, que exhibe las señales de un sufrimiento sin límites. Una historia que apesta a locura a cien kilómetros de distancia. De momento, es nuestro secreto. Disponemos de algunas horas, espero que un poco más, para resolver el asunto. Después, los medios de comunicación se entrometerán, las presiones comenzarán y se desencadenarán las pasiones. Concéntrate. Sumérgete en la pesadilla. Da lo mejor de ti mismo. Así es como descubriremos el rostro del mal.

El teniente parecía asustado.

—¿Cree usted de verdad que en unas pocas horas podremos…?

—¿Quieres trabajar conmigo, sí o no? —le cortó Niémans—. Entonces voy a explicarte mi manera de ver las cosas. Cuando se ha cometido un asesinato, hay que considerar cada elemento relativo al mismo como un espejo. El cuerpo de la víctima, la gente que la conoce, el lugar del crimen… Todo esto refleja una verdad, un aspecto particular del delito, ¿comprendes? —Golpeó la pantalla del ordenador—. Esta pantalla, por ejemplo. Cuando esté encendida, se convertirá en el espejo de la vida cotidiana de Rémy Caillois. El espejo de su actividad diaria, de sus propios pensamientos. Aquí dentro hay detalles, reflejos que pueden interesarnos. Es preciso sumergirnos en su interior. Pasar al otro lado.

Se irguió y abrió los brazos.

—¡Estamos en un palacio de espejos, Joisneau, en un laberinto de reflejos! Por tanto, mira bien. Míralo todo. Porque en alguna parte, a lo largo de estos espejos, en un ángulo muerto, está el asesino.

Joisneau se quedó con la boca abierta.

—Para ser un hombre de acción, le encuentro más bien cerebral…

El comisario le golpeó el tórax con el dorso de la mano.

—Esto no es filosofía, Joisneau. Es la práctica.

—¿Y usted? ¿A quién… a quién va a interrogar?

—¿Yo? Voy a interrogar a nuestra testigo, Fanny Ferreira. Y también a Sophie Caillois, la mujer de la víctima.

Niémans guiñó el ojo.

—Las chicas, Joisneau. La práctica.

5

Bajo el cielo sombrío, la carretera asfaltada culebreaba a través del campus y comunicaba entre sí a todos los edificios grisáceos, de ventanas azules y herrumbrosas. Niémans circulaba al paso —se había procurado un plano de la universidad— y seguía el camino de un gimnasio aislado. Llegó a un nuevo edificio de hormigón estriado que se parecía más a un bunker que a un pabellón deportivo. Se apeó del coche y respiró a fondo. Caía una lluvia fina y grácil.

Escrutó el campus y los edificios desperdigados en varios centenares de metros. Sus padres también habían sido profesores, pero en pequeños colegios de las afueras de Lyon. No se acordaba de nada, o de casi nada. El abrigo familiar le había parecido muy pronto una debilidad, una mentira. Había presentido muy pronto que debería luchar en solitario y que, por consiguiente, cuanto antes empezara, mejor. A la edad de trece años pidió estudiar interno. No se atrevieron a negarle ese destierro voluntario, pero aún se acordaba de los sollozos de su madre detrás del tabique de su habitación: era un sonido en su cabeza, y al mismo tiempo una sensación física, algo húmedo y caliente sobre su piel. Había huido a escape.

Cuatro años de internado. Cuatro años de soledad y de entrenamiento físico, paralelamente a los cursos. Todas sus esperanzas se centraban entonces en un solo objetivo, una sola fecha: el ejército. A los diecisiete años, Pierre Niémans, brillante bachiller, esperó los tres días reglamentarios y solicitó el ingreso en la escuela de oficiales. Cuando el médico militar le anunció que había sido rechazado y le explicó la razón del veredicto, el joven Niémans lo comprendió. Sus angustias eran tan manifiestas que le habían traicionado hasta lo más profundo de su ambición. Supo que su destino sería siempre ese largo corredor monótono, tapizado de sangre, con unos perros, al fondo, aullando en las tinieblas…

Otros adolescentes habrían abandonado, escuchado dócilmente el juicio de los psiquiatras. Pero no Pierre Niémans. Se obstinó, reanudó sus actividades físicas, redobló la rabia y la voluntad. El joven Pierre no sería nunca militar. Escogería, pues, otro combate: el de las calles, la lucha anónima contra el mal cotidiano. Emplearía sus fuerzas, su alma, en una guerra sin gloria ni bandera, pero que asumiría hasta el final. Niémans sería policía. Con ese propósito se entrenó durante largos meses para superar las pruebas psíquicas. Después ingresó en la escuela de policía de Cannes-Écluse. Inició entonces la era de la violencia: entrenamiento de tiro, resultados de excepción. Niémans no dejaba de mejorar, de fortalecerse. Se convirtió en un policía fuera de serie. Tenaz, violento, resabiado.

Fue destinado al principio a comisarías de barrio y después fue tirador de élite en la brigada que se convertiría en la BRI (Brigada de Investigación e Intervención). Pasó a operaciones especiales. Mató a su primer hombre. En ese instante hizo un pacto consigo mismo y consideró por última vez su propia maldición. No, no sería nunca un soldado ambicioso, un oficial valiente. Pero sería un combatiente de las ciudades, inquieto, obstinado, que ahogaría sus propios temores en la violencia y la rabia del asfalto.

Niémans respiró a fondo el oxígeno de la montaña. Pensó en su madre, muerta hacía años. Pensó en el tiempo pasado, que había adquirido el aspecto de un escarpado acantilado, y en los recuerdos, que se habían agrietado y desvanecido después, batiéndose en retirada frente al olvido.

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