Los señores de la instrumentalidad (140 page)

—Mi amante y señor, esta vez me zambullí yo. ¿Es tan extraño que captara más que tú? Tu fuerza me elevó.

—¿Oíste cómo se llamaban las armas entre sí?

—Nombres tontos. —Celalta frunció las cejas bajo la brillante luz estelar que alumbraba el desierto casi como la Vieja Luna Originaria alumbraba algunas noches en la Cuna del Hombre—. Los nombres eran Locura, «Sistema Automático de Medición Modular», y algo parecido a «oscuridad» en el antiguo idioma
doiches.

—Yo también lo capté —dijo Casher—. Forman un extraño equipo.

—Extraño pero poderoso, muy poderoso. Tú y yo, mi amante y señor, hemos visto cosas y peligros extraños entre las estrellas, aun antes de conocernos, pero nunca habíamos captado nada parecido a esto.

—No.

—Bien, vamos a dormir y olvidemos el asunto por el momento. Desde luego, la Instrumentalidad se ha encargado de Linschoten XV, y no tenemos de qué preocuparnos.

Samm, Locura y Finsternis sólo notaron que un roce ligero, inexplicable pero cordial, los había acariciado desde la lejana región estelar donde estaba su hogar. Y pensaron, si acaso pensaron en ello: «La Instrumentalidad, que nos construyó y nos envió, nos acaba de revisar una vez más.»

5

Pocos años después, Samm y Locura conversaban de nuevo mientras Finsternis —reservado, impenetrable, huraño, detectable sólo por el feroz fulgor de vida humana que brillaba telepáticamente en el inmenso cubo— viajaba junto a ellos por el espacio sin decir nada.

De pronto Locura le gritó a Samm:

—Los huelo.

—¿Oler a quiénes? —preguntó Samm—. No hay olor en el vacío del espacio.

—Tonto, no me refiero a un auténtico olor. Quiero decir que capto su aroma telepático.

—¿El aroma de quién?

—De nuestros enemigos, claro —exclamó Locura—. Los que recuerdan al hombre y no son hombres. Las criaturas que cloquean y parlotean. Los seres que recuerdan al hombre y lo odian. Despiden un olor denso, tibio, intenso. Su mundo está lleno de olores. Los telépatas se están poniendo frenéticos. Incluso han advertido que somos tres y tratan de captar nuestros olores.

—Y nosotros no tenemos olor. Ni siquiera sabemos si tenemos cuerpos humanos dentro de estos armazones. Imagínate que este cuerpo metálico mío oliera. Si despidiera un olor —dijo Samm—, sería quizás el muy suave olor del acero y los lubricantes, más los olores que mis propulsores pudieran crear dentro de una atmósfera. Poco conozco a la Instrumentalidad, o habrán hecho que mis propulsores resulten pestilentes para casi todas las criaturas. La mayoría de las formas de vida piensan primero a través del olfato y luego elaboran el resto de la experiencia. A fin de cuentas, estoy diseñado para intimidar, asustar, destruir. La Instrumentalidad no fabricó este gigante para que fuera amigo de nadie. Tú y yo podemos ser amigos, Locura, porque tú eres una pequeña nave y yo te podría tener como un puro entre los dedos, y porque la nave conserva el recuerdo de una mujer adorable. Capto lo que fuiste una vez. Lo que aún puedes ser, si tu cuerpo real está dentro de ese armazón.

—¡Oh, Samm! —exclamó ella—. ¿Crees que puedo estar viva aún, con un yo real en un yo real, y una oportunidad de volver a ser yo entre las estrellas?

—No lo sé con seguridad. He indagado tu nave con mis sensores, pero no sé si hay allí una mujer entera o no. Podría ser un recuerdo de ti, diseccionado y laminado entre diversas hojas de plástico. No lo sé, pero a veces tengo la extraña corazonada de que aún vives, en el sentido común de la palabra, y que lo mismo pasa conmigo.

—¿No sería maravilloso? —suspiró Locura—. Imagínate, Samm, ser de nuevo nosotros, si cumplimos nuestra misión, si conquistamos ese planeta y permanecemos con vida y lo colonizamos. Incluso podría conocerte y...

Ambos callaron ante las implicaciones de volver a la vida común. Sabían que se amaban. En la inmensa negrura del espacio, sólo podían seguir su trayectoria rápida y conversar telepáticamente.

__Samm —dijo Locura, y el tono de su pensamiento revelaba que rehuía un tema escabroso—. ¿Crees que hemos llegado más lejos que nadie? Tú eras técnico y quizá lo sepas.

—Desde luego que lo sé. La respuesta es no. A fin de cuentas, aún no hemos salido de nuestra galaxia.

—No lo sabía —dijo Locura, abatida.

—Con todos esos instrumentos, ¿no sabes dónde estás?

—Claro que sé dónde estoy, Samm. En relación con el tercer planeta de Linschoten XV. Incluso tengo una vaga idea de la dirección en que se encuentra la Vieja Tierra, y cuántos miles de siglos tardaríamos en llegar a casa viajando por el espacio común, si intentáramos virar. —Y pensó para sí misma, sin proyectarle el pensamiento a Samm: «Cosa que nos es imposible.» Para Samm pensó—: Pero no he estudiado astronomía ni navegación, así que no tengo modo de saber si estamos en el confín de la galaxia o no.

—Ni siquiera nos aproximamos al límite —dijo Samm—. No somos John Joy Tree y no estamos cerca de los elefantes bicéfalos que gimen eternamente en el espacio intergaláctico.

—John Joy Tree! —canturreó Locura. El nombre le produjo alegría y nostalgia—. Fue mi ídolo de la infancia. Mi padre era un subjefe de la Instrumentalidad y siempre me prometía que invitaría a John Joy Tree a nuestra casa. Teníamos un campo, cosa excepcional y fantástica para aquella época. Pero el capitán de viaje Tree nunca nos visitó, así que yo tenía cubos de imágenes con él por todo el cuarto. Me gustaba porque era mucho mayor que yo, y tenía un aire resuelto y tierno. Tuve toda suerte de ensoñaciones románticas con él, pero él nunca apareció. Me casé varias veces con el hombre equivocado, y dieron mis hijos a la gente equivocada. Así que aquí estoy. ¿Qué decías sobre los elefantes bicéfalos?

—No entiendo cómo es posible que oyeras hablar de John Joy Tree y no sepas lo que hizo.

—Sé que llegó lejos, muy lejos, pero nunca supe exactamente hasta dónde. A fin de cuentas, yo era sólo una niña cuando me enamoré de su imagen. ¿Qué hizo? Supongo que ahora está muerto, así que no creo que importe.

Inesperadamente se oyó la huraña voz de Finsternis:

—John Joy Tree no está muerto. Se arrastra por un lugar monstruoso en un planeta abandonado. Es inmortal y está loco.

—¿Cómo sabías eso? —exclamó Samm, volviendo su enorme cabeza de metal para mirar el cubo oscuro y bruñido que había permanecido en silencio durante tantos años.

Finsternis no pensó nada más: ni la sombra, ni el eco de una palabra.

—Es inútil intentar que esa cosa hable si no quiere —dijo Locura con fastidio—. Lo hemos intentado miles de veces. Háblame de los elefantes bicéfalos. Son esos grandes animales de orejas grandes y blandas, con narices que recogen cosas, ¿verdad? Y con ellos han creado subpersonas muy sabias y de las que te puedes fiar.

—No sé nada sobre esas subpersonas, pero son los animales que dices, bestias de gran tamaño. Cuando John Joy Tree viajó hasta el exterior de nuestra galaxia, encontró una interminable procesión de naves abiertas que se desplazaban en columnas por el espacio vacío. Las naves estaban fabricadas en un material desconocido para el hombre. Aún no sabemos de dónde venían ni quién o qué las construyó. Cada nave abierta guardaba una especie de animal, algo parecido a un elefante con cuatro patas delanteras y una cabeza en cada extremo. Cuando Tree pasó frente a esas naves inimaginables, los animales ulularon. Aullaron de pesar y dolor. Suponemos que esas naves eran las tumbas de una gran raza de seres y que los elefantes ululantes eran dolientes inmortales y semivivos que los velaban.

—Pero, ¿cómo regresó John Joy Tree?

—Ah, fue hermoso. Si entras en el espacio tres, sólo te llevas el cuerpo contigo. Es el mejor trabajo de ingeniería jamás realizado por la raza humana. Diseñaron y construyeron una nave de planoforma a partir de la piel, las uñas y el pelo de John Joy Tree. Tuvieron que modificarle la química metabólica para que tuviera metal suficiente para llevar los serpentines y los circuitos eléctricos, pero funcionó. Tree regresó. Ése era un hombre que podía surcar el espacio como un niño que brinca sobre las piedras. Es el único piloto que ha logrado regresar desde el exterior de la galaxia. No sé si valdrá la pena usar el espacio tres para viajes intergalácticos. A fin de cuentas, algunas personas muy dotadas ya pueden haber caído en él por accidente, Locura. Tú, Finsternis y yo somos personas incorporadas a máquinas. Ahora nosotros somos las máquinas. Pero con Tree hicieron algo distinto. Hicieron una máquina a partir de él. Y funcionó. En un solo vuelo fue miles de millones de veces más lejos de lo que jamás iremos nosotros.

—Te imaginas que sabes —dijo inesperadamente Finsternis—. Siempre haces lo mismo. Te imaginas que sabes.

Locura y Samm trataron de lograr que Finsternis hablara un poco más, pero fue en vano. Al cabo de algunas charlas y descansos más estuvieron preparados para aterrizar en el tercer planeta de Linschoten XV.

Aterrizaron.

Lucharon.

La sangre corrió por el suelo. El fuego calcinó los valles y evaporó los lagos. El mundo telepático se llenó de cloqueos y parloteos de miedo, odio suicida, furia vencida, desesperación profunda, desesperanza y, al fin, una extraña clase de paz y amor.

No contemos esa historia.

Se podrá escribir en otra oportunidad, otra voz podrá contarla.

Esos seres murieron por miles y decenas de miles mientras Finsternis se sentaba en una cumbre sin hacer nada. Locura tejía muerte y destrucción, descifraba lenguajes, trazaba mapas, mostraba a Samm las fortalezas y las armas que debían destruir. Parte de la tecnología era muy avanzada, otras partes aún eran tribales. La raza dominante era la de los seres manipuladores y pensadores; ellos eran los telépatas.

El odio cesó cuando murieron los que odiaban. Sólo sobrevivieron los sumisos.

Samm demolió ciudades con sus manos de metal, destruyó armas pesadas mientras le disparaban, desprendiendo a los artilleros como si fueran piojos, atravesó océanos a nado, mientras Locura volaba de aquí allá para acompañarlo.

El telépata más fuerte les presentó la rendición final. Era un varón viejo y sabio que se había escondido en una profunda caverna.

—Habéis venido, gente. Nos rendimos. Algunos de nosotros siempre supimos la verdad. Nosotros también procedemos de la Tierra. Un cargamento de gallinas colonizó este lugar hace muchísimo tiempo. Una distorsión temporal nos separó de nuestra expedición y nos arrojó aquí. Por eso, cuando os captamos en la lejanía del espacio, captamos la relación entre comer y ser comido. Sólo que nuestros valientes se equivocaron. Vosotros nos coméis a nosotros, y no al revés. Vosotros sois ahora los amos. Os serviremos eternamente. ¿Exigís nuestra muerte?

—No —dijo Locura—. Hemos venido sólo para destruir una amenaza, y eso hemos hecho. Vivid, pero no organicéis guerras ni construyáis armas. Dejad eso para la Instrumentalidad.

—Bendita sea la Instrumentalidad, sea lo que fuere. Aceptamos vuestras condiciones. Os pertenecemos.

Así terminó la guerra.

Empezaron a ocurrir cosas extrañas.

Voces salvajes cantaban dentro de Locura y Samm, voces que no les pertenecían.
Misión cumplida. Trabajo concluido. Id a la cocina con el cubo. ¡Id y regocijaos!

Samm y Locura titubearon. Habían dejado a Finsternis en la zona de aterrizaje, en el otro extremo del planeta.

Las voces cantoras los incitaban.
Id, id, id ahora. Regresad junto al cubo. Decid a la gente-gallina que plante un huerto y una arboleda. ¡Id, id, id ahora a obtener la buena recompensa!

Comunicaron el mensaje a los telépatas, se elevaron hasta salir de la atmósfera y regresaron para aterrizar en el punto de contacto original, una colina chata donde se extendían enormes zonas de césped verde y árboles recién transplantados, aun en las horas en que ellos se elevaban para descender de vuelta. Las aves telépatas debían de haber impartido órdenes fuertes y rápidas.

El canto se transformó en pura música mientras aterrizaban, en coros de recompensa y regocijo, con insinuaciones de marchas marciales y compases de victoria.

Alan, levántate
, indicaron las voces a Samm.

Samm se levantó en la cima de la colina. Parecía un coloso contra el cielo rojo del alba. Una cordial muchedumbre de personas-gallina se acercó.

Alan, llévate la mano a la frente
, cantaron las voces.

Samm obedeció. No sabía por qué las voces lo llamaban Alan.

Ellen, aterriza
, cantaron las voces. Locura, la pequeña nave, aterrizó a los pies de Samm. Estaba desconcertada de felicidad y de un dolor que no parecía importar demasiado.

Alan, acércate
, entonaron las voces. Samm sintió un agudo dolor cuando su enorme frente de metal —a doscientos metros de altura— se abrió y se cerró. Tenía en la mano un objeto rosado y desvalido.

Alan, apoya la mano en el suelo
, ordenaron las voces.

Samm obedeció y acercó la mano al suelo. El juguete rosado cayó en el césped. Era la miniatura de un hombre.

Ellen, acércate
, cantaron de nuevo las voces. En la nave llagada Locura se abrió una puerta y una mujer joven y desnuda cayó de ella.

Alma, despierta.
El cubo llamado Finsternis se volvió más oscuro que el carbón. De un lado emergió una muchacha de pelo negro. Corrió por la ladera para acercarse a la figura llamada Ellen. El hombre llamado Alan se incorporaba trabajosamente.

Los tres se levantaron.

Las voces dijeron:
Éste es nuestro último mensaje. Habéis llevado a cabo vuestra misión. Estáis bien. La nave llamada Locura contiene herramientas, medicinas y otros materiales para fundar una colonia humana. El gigante llamado Samm permanecerá como un monumento a la victoria humana. El cubo llamado Finsternis se disolverá. ¡Alan! ¡Ellen! Tratad a Alma con amor y cuidado. Ahora es una sin-memoria.

Las tres personas desnudas miraron el alba con desconcierto.

«Adiós y un fervoroso agradecimiento de la Instrumentalidad. Éste es un mensaje precodificado, que sólo se transmitirá si vencéis. Habéis vencido. Sed felices. ¡Vivid!»

Ellen abrazó a Alma, que había sido Finsternis. El gran cubo se desmoronó en una pila de chatarra. Alan, que había sido Samm, contempló el cuerpo metálico que dominaba el paisaje.

Por razones que los viajeros sólo comprendieron muchos años después, la gente-ave se puso a entonar ululantes himnos de paz, bienvenida y alegría.

Other books

Home Run by Marie, Bernadette
Shadows on the Train by Melanie Jackson
The Covenant by Naomi Ragen
Condemned by John Nicholas Iannuzzi
Trapped by Rose Francis
Box That Watch Found by Gertrude Chandler Warner
Murderous Minds by Haycock, Dean