Los señores de la instrumentalidad (144 page)

El general reaccionó rápidamente. Respondió alzando la mano izquierda, con la palma hacia fuera.

La cara vieja, ancha, cansada, sabia y tensa no mostró ningún cambio de expresión. El general estaba alerta. Mecánicamente afables, sus ojos buscaron los del teniente, quien tuvo la certeza de que no se escondía nada detrás de esos ojos, salvo mundos de problemas interiores.

El teniente habló de nuevo, esta vez con mayor confianza.

—¿Se trata de una entrevista especial, general? ¿Tiene usted planes para mí? En tal caso, señor, permítame advertirle que me han declarado psicológicamente inestable. La sección de personal rara vez se equivoca, pero quizá me hayan enviado aquí por error.

El general sonrió. La expresión era mecánica. Simple control muscular, no una muestra espontánea de emoción humana.

—Conocerá todos mis planes cuando hayamos hablado, teniente. Haré que otro hombre se siente conmigo y eso le dará una idea del rumbo que cobrará su vida. Usted sabe muy bien que ha pedido ir al espacio profundo, y por mi parte cuenta con ello. La pregunta es si realmente quiere ir, si está dispuesto a afrontarlo. ¿Para eso quería obviar las cortesías?

—Sí, señor —respondió el teniente.

—No era necesario que recurriera a la seña de cortesía para formular esa pregunta. Pudo plantearla aun dentro de las normas militares. No nos pongamos demasiado psicológicos. No es preciso, ¿verdad?

El general volvió a sonreír. Hizo un gesto dirigido al ayudante, que se cuadró de un brinco.

—Hágalo pasar —ordenó Wallenstein.

—Sí, señor —dijo el edecán.

Los dos hombres esperaron con ansiedad. Con paso ágil, vivaz, rápido y feliz, un extraño teniente entró en el cuarto.

Gordon Greene no había visto a nadie que se pareciera a ese teniente. El teniente parecía viejo, casi tan viejo como el general. La cara era alegre y no tenía arrugas. Los músculos de las mejillas y la frente irradiaban felicidad, tranquilidad, una visión confiada de la vida. El teniente ostentaba las tres condecoraciones más altas del ejército. No había condecoraciones más altas, pero aquel hombre era viejo y aún era teniente.

El teniente Greene no entendía la situación. No sabía quién era aquel hombre. Para un joven el grado de teniente bastaba, pero no para un septuagenario o un octogenario. Las personas de esa edad eran coroneles, o se habían retirado, o ya no estaban.

O habían vuelto a la vida civil.

El espacio era cosa de jóvenes.

El general se levantó por respeto a su coetáneo. El teniente Greene abrió los ojos. Esto también era raro. El general no tenía fama de violar la etiqueta.

—Siéntese, señor —dijo el extraño y viejo teniente.

El general se sentó.

—¿Qué quiere de mí? ¿Quiere que repitamos de nuevo la historia de Nancy?

—¿La historia de Nancy? —preguntó distraídamente el general.

—Sí, señor. La misma historia que he contado antes a estos jóvenes. Usted la conoce tanto como yo. No tiene caso fingir. —El extraño teniente se volvió hacía Greene—. Soy Karl Vonderleyen. ¿Ha oído hablar de mí?

—No, señor —respondió el teniente joven.

—Oirá hablar —comentó el teniente viejo.

—No lo digas con amargura, Karl —intervino el general—. Muchos otros han tenido problemas además de ti. Yo fui e hice las mismas cosas que tú, y soy general. Al menos podrías tener la gentileza de envidiarme.

—No lo envidio, general. Usted ha tenido su vida. Yo he tenido la mía. Usted sabe lo que se perdió, o lo que imagina que perdió. Yo sé lo que he tenido, y estoy seguro de tenerlo.

El viejo teniente no prestó más atención al comandante en jefe. Se volvió hacia el joven y dijo:

—Usted irá al espacio y nosotros representaremos una pequeña función de vodevil. El general no consiguió ninguna Nancy. No pidió ninguna Nancy. No pidió auxilio. Fue al arriba-fuera y salió bien librado. Estuvo tres años. Tres años que se parecen más a tres millones de años, supongo. Estuvo en el infierno y volvió. Mírele la cara. Es un triunfador. Es un gran triunfador, gastado, cansado y al parecer dolido. Míreme a mí. Míreme atentamente, teniente. Soy un fracaso. Soy teniente y el Servicio Espacial no me asciende.

El comandante en jefe permaneció en silencio, así que Vonderleyen continuó.

—Oh, me darán la pensión de general, supongo, cuando llegue el momento. Aún no estoy dispuesto a retirarme. Quiero seguir en el Servicio Espacial. No hay mucho que hacer en este mundo. Ya conseguí lo que me correspondía.

—¿Consiguió qué, señor? —se atrevió a preguntar el teniente Greene.

—Yo encontré a Nancy. Él no —dijo—. Así de simple.

El general intervino en la conversación.

—No es tan grave ni es tan simple, teniente Greene. Parece que el teniente Vonderleyen tiene algún problema hoy. Tenemos que contarle esta historia y usted deberá tomar una decisión. No hay ningún modo reglamentario de afrontar esta circunstancia.

El general fijó la mirada en el teniente Greene.

—¿Sabe qué le hemos hecho en el cerebro?

—No, señor.

—¿Ha oído hablar del virus
sokta?

—¿El qué, señor?

—El virus
sokta. Sokta
es una palabra antigua que procede del chosenmal, el idioma de la antigua Corea. Era un país que estaba al oeste de Japón. Significa «quizá» y nosotros le hemos puesto un «quizá» en la cabeza. Es un cristal diminuto, no llega a ser microscópico. Está allí. En la nave hay una máquina, que no es muy grande porque no disponemos de mucho espacio; tiene una resonancia para activar el virus. SÍ usted activa el
sokta
, será como el teniente. Si no lo hace, será como yo. Suponiendo que sobreviva en cualquiera de ambos casos. Quizá no sobreviva ni regrese, en cuyo caso esta charla es un puro trámite.

El joven se armó de valor para preguntar:

—¿Cuál es la consecuencia? ¿Por qué dan tanta importancia a esto?

—No podemos revelarle mucho. Sobre todo porque no vale la pena hablar de ello.

—¿De veras no puede hablar, señor?

El general meneó la cabeza tristemente.

—No, yo me la perdí, él la consiguió, y sin embargo queda más allá del alcance de una conversación.

A estas alturas de la historia, muchos años después, pregunté a mi primo
:


Bien, Gordon, si ellos dijeron que no podían hablar de ello, ¿cómo puedes hacerlo tú?


Borracho, hombre, borracho

dijo mi primo—. ¿Cuánto crees que tardé en llegar hasta aquí? Nunca lo contaré de nuevo, nunca más. Aun así, tú eres mi primo, así que no cuentas. Y le prometí a Nancy que no le contaría a nadie.


¿Quién es Nancy?

le pregunté.


Nancy es el meollo de la cuestión. De eso trata la historia. Eso era lo que aquellos viejos trataban de contarme en la oficina. No sabían. Uno de ellos tenía a Nancy; el otro no.


¿Es Nancy una persona?

Entonces me contó el resto de la historia.

La entrevista fue brusca. Transcurrió limpia, clara, simple, directa. Las alternativas eran obvias. Wallenstein quería que Greene regresara vivo. El mando espacial prefería un fracasado vivo a un héroe muerto. No les sobraban pilotos. Más aún, la moral empeoraría si se pedía a los hombres que salieran en misiones suicidas.

Todo el asunto era psicológico y al salir de la oficina Greene se sentía más confuso que al entrar.

Ambos insistían, cada cual a su modo —el general de buen humor, el teniente viejo de mal humor—, en la seriedad del asunto. El hosco y viejo general hablaba jovialmente. El teniente feliz hablaba con tono compasivo.

Y Greene se preguntó por qué se compadecía del comandante en jefe y no daba importancia a un teniente viejo y fracasado. Sus sentimientos tendrían que haber seguido el curso inverso.

Dos mil millones de kilómetros después, cuatro meses más tarde en el tiempo común, cuatro vidas después en el tiempo que había experimentado, Greene averiguó de qué hablaban.

Era una vieja lección psicológica. Los hombres morían cuando permanecían en completa soledad. Las naves estaban diseñadas para protegerlos contra eso. Había dos hombres en cada nave, donde disponían de muchas cintas, e incluso de algunos animales innecesarios; en este caso habían embarcado un par de hámster. Los habían castrado, desde luego, para evitar el problema de alimentar a la prole, pero no obstante formaban su propia pequeña familia en una miniatura de la felicidad de la vida en la Tierra.

La Tierra quedaba muy atrás.

En ese momento murió el copiloto.

Todas las amenazas de Greene cobraron realidad.

Greene comprendió de pronto de qué habían hablado.

Los hámster eran su única esperanza. Acercó la cara a la jaula y les habló. Les atribuyó estados de ánimo. Trató de convivir con ellos como si fueran personas.

Como si él formara parte de una comunidad en vez de estar allí, con el estentóreo silencio que había más allá de la delgada pared de metal. No había nada que hacer, excepto pasearse como un animal enjaulado entre máquinas que nunca entendería.

Perdió la perspectiva del tiempo. Sabía que estaba loco y sabía que el adiestramiento le permitiría sobrellevar esa locura parcial. Incluso advertía que esa inestabilidad que le había hecho sospechar que no serviría para el Servicio Espacial quizá contribuía a brindarle esperanzas.

Pensaba una y otra vez en Nancy y el virus
sokta.

¿Qué le habían dicho?

Le habían explicado que podía despertar a Nancy, fuera quien fuese. Nancy no era su nombre favorito. Pero, de un modo y otro, el virus siempre funcionaba. Sólo tenía que mover la cabeza hacía cierto punto, apretar el montante resonante de la pared: una presión y su misión fracasaría, él estaría feliz, regresaría vivo.

No lo comprendía. ¿Por qué esa opción?

Parecieron transcurrir tres mil años más antes de que dictara su último mensaje al Servicio Espacial. No sabía qué ocurriría. Era obvio que el viejo teniente, Vonderleyen o como se llamara, aún estaba vivo. También era obvio que el general seguía con vida. El general había superado el problema. El teniente no.

Y ahora el teniente Greene, a dos mil millones de kilómetros, tenía que escoger. Así lo hizo. Decidió fracasar.

Pero, por cuestiones de disciplina, quiso hablar en nombre del hombre que fracasaba y dictó, para los registros de la nave cuando ésta regresara a la Tierra, un mensaje muy simple que concluía con una apelación a la justicia: «... y así, caballeros, he decidido activar el montante. No sé qué significa la referencia a Nancy. No puedo adivinar qué hará el virus
sokta
, excepto que me hará fracasar. Me avergüenzo mucho de ello. Lamento la flaqueza humana que me impulsa a ello. La flaqueza es humana y ustedes, caballeros, la han consentido. En este sentido, no soy yo quien fracasa, sino el Servicio Espacial, puesto que me ha dado el permiso para fracasar. Caballeros, perdonen ustedes la amargura con que me despido en estos instantes.»

Dejó de dictar, parpadeó, echó una última ojeada a los hámster —¿quiénes serían cuando el virus
sokta
empezara a funcionar?— apretó el montante y se inclinó hacia delante.

No ocurrió nada. Apretó de nuevo el montante.

La nave se llenó de un extraño olor que no pudo identificar. No sabía qué era.

De pronto cayó en la cuenta de que era heno recién segado, con un ligero aroma de geranios y quizá de rosas. Era una fragancia habitual en la granja donde había ido a pasar el verano años atrás. Era el olor de su madre en el porche, llamándolo para comer, y de él mismo, tan hombre como para mostrarse indulgente con la mujer que había en su madre, tan niño como para responder con felicidad a una voz familiar.

—SÍ éste es el efecto del virus —se dijo—, puedo resistir la situación y seguir trabajando con eficacia. —Y añadió—: A dos mil millones de kilómetros, y con la única compañía de dos hámster en años de soledad, unas alucinaciones no pueden hacerme ningún daño.

La puerta se abrió.

No se podía abrir.

Pero se abrió.

A estas alturas, Greene sintió un miedo más devastador del que le hubiera producido cualquier peligro anterior.

—Estoy loco, estoy loco —se dijo, mirando la puerta abierta.

Una muchacha entró.

—Hola —saludó—. Me conoces, ¿verdad?

—No, no te conozco. ¿Quién eres?

La muchacha no respondió. Se quedó allí, sonriendo.

Llevaba una falda de sarga azul cortada de tal modo que caía en pliegues anchos y verticales, un cinturón del mismo material, una blusa muy sencilla. No era una muchacha extraña ni una criatura del espacio.

Era alguien que él había conocido a fondo. Quizá la había amado. No lograba identificarla en este momento y lugar.

Ella, de pie, lo miraba. Eso era todo.

De pronto recordó. Desde luego, era Nancy. No sólo era esa Nancy de la que hablaban. Era
su
Nancy, la Nancy que siempre había conocido, aunque no la había encontrado antes.

Logró recobrar la compostura para decirle:

—¿Cómo es posible que te conozca, si no te conozco? Eres Nancy. Te he conocido toda la vida y siempre he querido casarme contigo. Eres la muchacha de quien siempre he estado enamorado y nunca te había visto antes. Es curioso, Nancy. Es muy curioso. No lo comprendo, ¿y tú?

Nancy se le acercó y le apoyó la mano en la frente. Era una mano pequeña y la presencia de la joven le resultaba entrañable, preciosa y grata.

—Tendrás que pensar un poco —dijo Nancy—. Verás, no soy real para nadie, excepto para ti. Y, sin embargo, para ti soy más real que cualquier otra experiencia que puedas vivir. En esto consiste el virus
sokta
, querido. El virus soy yo. Yo soy tú.

Él la miró fijamente.

Pudo haber sido desgraciado pero no se sentía así. Estaba muy contento de tenerla allí.

—¿A qué te refieres? —preguntó—. ¿El virus
sokta
te ha creado? ¿Estoy loco? ¿Esto es sólo una alucinación?

Nancy negó con la cabeza sacudiendo los bonitos rizos.

—No es eso. Simplemente soy todas las muchachas que has deseado. Soy la ilusión que siempre buscaste pero soy tú porque estoy en tu interior. Soy todo lo que tu mente pudo no haber encontrado en la vida. Todo lo que temías desenterrar. Estoy aquí y voy a quedarme. Mientras estemos en esta nave con la resonancia, nos llevaremos bien.

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