Los señores de la instrumentalidad (3 page)

La obra de Cordwainer Smith siempre conservará sus enigmas. Pero ello forma parte de su atractivo. Al leer los relatos, quedamos atrapados en experiencias tan reales como la vida misma, e igualmente misteriosas.

JOHN J. PIERCE

Berkeley Heights, Nueva Jersey

Enero de 1975

No, no, Rogov, no!

La dorada figura tembló y aleteó en la dorada escalinata como un pájaro enloquecido, un pájaro dotado de inteligencia y alma pero desquiciado por éxtasis y terrores que superaban el entendimiento humano. Esos éxtasis cobraban momentánea realidad en la consumación de un corte superlativo. Mil mundos observaban.

Si hubiera regido el viejo calendario, habría sido el año 13582 d. C. Tras la derrota, la decepción, la destrucción y la ruina, la humanidad había saltado a las estrellas.

Gracias al conocimiento de artes no humanas, al encuentro con danzas no humanas, la humanidad había realizado un gran esfuerzo estético y también había saltado al escenario de todos los mundos.

La escalinata dorada giraba ante los ojos. Algunos de ellos tenían retinas; otros, conos cristalinos, pero todos se clavaban en la figura dorada que interpretaba Gloria y afirmación del hombre en el Festival Intermundial de Danzas de lo que hubiera sido el 13582 d. C.

Una vez más, la humanidad ganaba la competición. El hipnotismo de la música y la danza trascendía el límite de los sistemas, resultaba imperioso y sorprendente para ojos humanos y no humanos. La danza representaba el triunfo de la conmoción: la conmoción de la belleza dinámica. La figura dorada trazó intrincados y fluctuantes dibujos en la escalinata dorada. El cuerpo era dorado y humano. Era un cuerpo de mujer, pero era algo más que una mujer. En la escalinata dorada, bajo la luz dorada, la mujer temblaba y aleteaba como un pájaro enloquecido.

I

El Ministerio de Seguridad Estatal se escandalizó al descubrir que un agente nazi, más heroico que prudente, casi había llegado hasta N. Rogov.

Para las fuerzas armadas soviéticas, Rogov era más valioso que dos ejércitos del aire o tres divisiones motorizadas. Su cerebro era un arma, un arma para el poder soviético.

Como su cerebro era un arma, Rogov era un prisionero.

No le importaba.

Rogov era un ruso de pura cepa, de cara ancha, cabello rubio, ojos azules, sonrisa antojadiza y arrugas burlonas junto a los ojos.

—Claro que soy un prisionero —decía Rogov—. Soy un prisionero del Estado de los pueblos soviéticos. Pero los obreros y campesinos se muestran bondadosos conmigo. Soy miembro de la Academia de Ciencias de la Unión, general de la Fuerza Aérea Roja, profesor de la Universidad de Kharkov, subdirector del Fondo de Producción de Aviones de Combate. Recibo un sueldo por cada una de estas actividades.

A veces entornaba los ojos ante sus colegas científicos y les preguntaba con seriedad:

—¿Acaso debería trabajar para los capitalistas?

Los intimidados colegas tartamudeaban confusos, afirmando su común lealtad a Stalin, Beria, Zhukov, Molotov o Bulganin, según correspondiera.

Rogov tenía una apariencia muy rusa: calmo, irónico, divertido. Los dejaba tartamudear.

Luego se echaba a reír.

Transformando la solemnidad en una situación distendida, soltaba una risa burbujeante, efervescente, bien humorada.

—Claro que no podría trabajar para los capitalistas. Mi pequeña Anastasia no me lo permitiría.

Los colegas sonreían incómodos y lamentaban que Rogov hablara con tanto desenfado, con tanto humor, con tanta libertad.

Incluso Rogov podía terminar muerto.

Rogov no lo creía así.

Ellos sí.

Rogov no temía a nada.

La mayoría de sus colegas tenía miedo: de sus otros colegas, del sistema soviético, del mundo, de la vida y de la muerte.

Tal vez hubo un tiempo en que Rogov había sido un mero mortal lleno de temores, como los demás.

Pero se había convertido en el amante, el colega, el esposo de Anastasia Fyodorovna Cherpas.

La camarada Cherpas había sido su rival, su antagonista, su competidora en la lucha por la prominencia científica en las audaces fronteras eslavas de la ciencia rusa. La ciencia rusa nunca conseguiría superar la inhumana perfección del método alemán, la rígida disciplina intelectual y moral del trabajo en equipo alemán, pero los rusos podían progresar más que los alemanes dando rienda suelta a su osada imaginación, y lo estaban consiguiendo. Rogov había sido pionero de la aeronáutica en 1939. Cherpas había terminado el trabajo al lograr los mejores cohetes radiodirigidos.

En 1942 Rogov había creado un nuevo sistema de cartografía fotográfica. La camarada Cherpas lo había aplicado a las películas de color. Rogov, rubio, de ojos azules y sonriente, había criticado la ingenuidad y los errores de la camarada Cherpas en las reuniones secretas de científicos rusos, durante las negras noches del invierno de 1943. La camarada Cherpas, con su pelo color mantequilla cayéndole como una cascada sobre los hombros, la cara lavada reluciente de fanatismo, inteligencia y dedicación, desafió a Rogov, ridiculizando su teoría comunista, hiriéndole en su orgullo, atacando los puntos débiles de sus hipótesis intelectuales.

En 1944 un debate entre Rogov y Cherpas era un espectáculo digno de verse. En 1945 se casaron.

Su noviazgo fue un secreto, su boda una sorpresa, su camaradería un milagro en los rangos superiores de la ciencia rusa.

Los periódicos para los emigrados informaron que el gran científico Peter Kapitza había dicho una vez: «Rogov y Cherpas forman un gran equipo. Son comunistas, buenos comunistas. ¡Son más que eso! Son
rusos,
tan rusos como para derrotar al mundo. Miradlos. ¡Ellos constituyen el futuro, nuestro futuro ruso!» Quizá la cita fuera una exageración, pero al menos revelaba el enorme respeto que los científicos soviéticos sentían por Rogov y Cherpas.

Poco después de la boda les ocurrieron cosas extrañas.

Rogov era feliz. Cherpas estaba radiante.

Pero ambos tenían una expresión alucinada, como si hubieran visto cosas que no se podían expresar con palabras, como si se hubieran tropezado con secretos tan importantes que ni siquiera los mejores agentes de la Policía Estatal Soviética debían conocerlos.

En 1947 Rogov mantuvo una entrevista con Stalin. Cuando Rogov salió del despacho de Stalin en el Kremlin, el gran líder en persona lo acompañó hasta la puerta, reflexionando y murmurando:
Da, da, da.

Ni siquiera el personal de Stalin sabía por qué el gran líder decía «sí, sí, sí», pero todos veían las órdenes que salían con el sello SÓLO PARA SEGURIDAD, o PARA SER LEÍDO Y DEVUELTO, o SÓLO PARA PERSONAL AUTORIZADO. PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN BAJO CUALQUIER CIRCUNSTANCIA.

En el auténtico y secreto presupuesto soviético de ese año se añadió, por orden directa y personal de un reservado Stalin, el ítem «Proyecto Telescopio». Stalin no toleró preguntas ni permitió comentarios.

Una aldea que había tenido nombre se convirtió en un pueblecillo sin nombre. Un bosque abierto a los obreros y campesinos se convirtió en territorio militar.

En la oficina central de Correos de Kharkov se añadió un nuevo apartado para la
aldea de Ya.Ch.

Rogov y Cherpas, camaradas y amantes, ambos científicos y ambos rusos, desaparecieron de la vida cotidiana de sus colegas. Ya no se les veía en congresos científicos. Aparecían en rarísimas ocasiones.

Las pocas veces en que se les veía, habitualmente en viajes de ida y vuelta a Moscú, cuando se confeccionaba el presupuesto de la Unión, sonreían felices. Pero no hacían bromas.

El mundo exterior ignoraba que Stalin, al darles un proyecto propio, al cederles un paraíso exclusivo, se había asegurado de que una serpiente los acompañara en ese edén. En esta ocasión la serpiente no era una persona, sino dos:

Gausgofer y Gauck.

II

Stalin murió.

Beria también murió, de mala gana.

El mundo siguió su curso.

En la olvidada aldea de Ya.Ch. todo entraba y nada salía.

Se rumoreó que Bulganin en persona visitaba a Rogov y Cherpas. Se comentó que Bulganin había dicho, cuando se dirigía al aeropuerto de Kharkov de regreso a Moscú: «Es importantísimo. Si lo consiguen no habrá guerra fría. No habrá guerra de ningún tipo. Liquidaremos al capitalismo antes de que nuestros enemigos puedan empezar la pelea. Si lo consiguen. Si lo consiguen.» Se dijo que Bulganin había sacudido la cabeza con perplejidad y que no había añadido más, pero que había firmado con sus iniciales el presupuesto no modificado del Proyecto Telescopio cuando un mensajero de confianza le trajo un nuevo sobre de Rogov.

Anastasia Cherpas tuvo un hijo que se parecía al padre. Luego una niña. Luego otro niño. Los hijos no interferían en el trabajo de Cherpas. Tenían una gran
dacha
y expertas criadas se encargaban de las tareas domésticas.

Los cuatro cenaban juntos cada noche.

Rogov, ruso, afable, valiente, divertido.

Cherpas, mayor, más madura, más bella que nunca pero tan mordaz, tan alegre, tan sagaz como siempre.

Pero los otros dos, los dos que los acompañaron cada día durante tantos años, los dos compañeros que el todopoderoso Stalin les había impuesto...

Gausgofer era una mujer pálida, de cara delgada, con voz de relincho. Era científica y policía, y muy competente en ambos trabajos. En 1917 había denunciado el paradero de su madre al Comité del Terror de los bolcheviques. En 1924 había dirigido la ejecución de su padre. Él había sido un alemán ruso de la vieja nobleza báltica y había intentado adaptarse al nuevo sistema pero no lo había conseguido. En 1930 el amante de Gausgofer había confiado demasiado en ella. Era un comunista rumano que desempeñaba un alto cargo en el Partido, pero le había susurrado algo al oído en la intimidad de la alcoba, se lo había susurrado con lágrimas en los ojos; Gausgofer lo escuchó cariñosamente, en silencio, y a la mañana siguiente repitió lo que su amante le había contado a la policía.

Eso llamó la atención de Stalin.

Stalin fue al grano. Le habló sin rodeos.

—Camarada, usted tiene sentido común. Veo que entiende lo que significa el comunismo. Sabe qué es la lealtad. Usted progresará y servirá al Partido y a la clase obrera. Pero ¿no quiere nada más? —escupió.

Ella se quedó atónita y boquiabierta.

El viejo había adoptado una expresión de burlona benevolencia. Le apoyó el índice en el pecho.

—Estudie ciencias, camarada. Estudie ciencias. Comunismo más ciencia equivale a victoria. Es usted demasiado inteligente para limitarse al trabajo policial.

Gausgofer se enorgullecía en contra de su voluntad del diabólico programa de su homónimo alemán, el malvado geógrafo que había transformado la geografía misma en un arma terrible en la lucha de los nazis contra los soviéticos.

Nada habría complacido más a Gausgofer que entrometerse en el matrimonio de Cherpas y Rogov.

Gausgofer se enamoró de Rogov en cuanto lo vio.

Gausgofer odió a Cherpas en cuanto la vio: el odio puede ser tan espontáneo y milagroso como el amor. Pero Stalin lo había previsto.

Con la pálida y fanática Gausgofer había enviado a un hombre llamado B. Gauck.

Gauck era macizo, impasible, inexpresivo. Tenía la misma estatura de Rogov, pero Rogov era musculoso y en cambio Gauck era fofo. La tez de Rogov era clara y mostraba la rosada salud del ejercicio, mientras que la tez de Gauck parecía mantequilla rancia, grasienta, gris verdosa, enfermiza aun en los mejores días.

Los ojos negros y pequeños de Gauck brillaban. Tenía una mirada fría y afilada como la muerte. Gauck no tenía amigos, ni enemigos, ni convicciones, ni entusiasmos. Incluso Gausgofer le temía.

Gauck no bebía nunca, no salía, nunca recibía ni enviaba cartas, nunca decía nada espontáneamente. Nunca se mostraba rudo ni amable, nunca era cordial, nunca retraído: no podía retraerse más porque toda su vida era puro retraimiento.

Poco después de la llegada de Gausgofer y Gauck, Rogov había preguntado a su esposa, en la intimidad de la alcoba:

—Anastasia, ¿crees que ese hombre está en sus cabales? Cherpas entrelazó los dedos de sus bellas y expresivas manos. La que había sido el genio de mil congresos científicos no encontraba las palabras adecuadas. Miró al esposo con expresión turbada:

—No lo sé, camarada..., no lo sé... Rogov esbozó su jovial sonrisa eslava.

—Pues creo que Gausgofer tampoco lo sabe.

Cherpas lanzó una carcajada y cogió el cepillo del pelo.

—Desde luego. Apuesto a que ni siquiera sabe a quién obedece Gauck.

Esa conversación se perdía en el pasado. Gauck y Gausgofer, los ojos claros y los ojos negros, permanecieron. Cada noche cenaban juntos los cuatro. Cada mañana los cuatro se reunían en el laboratorio. El gran ánimo, la serena cordura y el agudo humor de Rogov mantenían el trabajo en marcha.

El chispeante ingenio de Cherpas lo respaldaba cuando la rutina abrumaba el magnífico intelecto de Rogov. Gausgofer espiaba, observaba y sonreía con aquella mueca muerta; a veces, casi por sorpresa, Gausgofer planteaba sugerencias realmente constructivas. Nunca llegó a entender el marco de referencia del trabajo, pero sabía lo bastante sobre los detalles mecánicos y técnicos como para resultar útil en ocasiones.

Gauck entraba, se sentaba, callaba, no hacía nada. Ni siquiera fumaba. Jamás movía los pies. Jamás se dormía. Sólo miraba.

El laboratorio creció al mismo ritmo que la inmensa estructura de la máquina de espionaje.

III

Lo que Rogov proponía, y Cherpas respaldaba, era imaginable en teoría. Consistía en el intento de elaborar una teoría integrada para todos los fenómenos eléctricos y de radiación que acompañan a la conciencia, para reproducir las funciones eléctricas de la mente sin usar material orgánico.

La gama de productos potenciales era inmensa.

El primer producto que había pedido Stalin era un receptor capaz de registrar los pensamientos de una mente humana y de plasmarlos en una cinta perforada, una Helischreiber alemana adaptada a un lenguaje fonético. Si se podían invertir los circuitos y la máquina se utilizaba como transmisor y no como receptor, podría enviar fuerzas demoledoras que paralizarían o detendrían definitivamente el proceso de pensamiento.

La máquina de Rogov, perfeccionada, serviría para confundir el pensamiento humano a gran distancia, para escoger blancos humanos a los cuales aturdir, y para mantener un sistema electrónico de interferencia que afectaría de forma directa a la mente humana sin necesidad de tubos ni receptores.

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