Los señores de la instrumentalidad (87 page)

Rod se había hartado de la gente, pues él era una anomalía, pero en aquel momento de prueba la caprichosa bondad de esas personas lo anegaba como una gran ola. Dejó que lo sentaran en su propia cocina. En medio del parloteo, los sollozos, las risas, el alivio ferviente y falsamente jovial, oía la repetición de un tema recurrente como una fuga: le querían. Había vuelto de la muerte: era Rod McBan.

Sin beber, se embriagó.

—No puedo soportarlo —gritó—. Por todos los cielos, os quiero tanto que os podría aplastar a golpes esos sesos sentimentales...

—Qué dulce discurso —murmuró una vieja granjera.

Un policía de uniforme asintió.

La fiesta había comenzado. Duró tres días enteros, y cuando terminó no quedaba un ojo seco ni una botella llena en la Finca de la Condenación.

De vez en cuando, él se despejaba lo suficiente para disfrutar de su milagroso don. Audiendo, les examinaba la mente mientras ellos charlaban, cantaban, bebían y comían, felices como niños; ninguno de ellos había venido en vano. Se regocijaban de veras. Le querían. Le deseaban lo mejor. Rod dudaba de que ese amor fuera verdadero, pero lo disfrutó mientras duró.

Lavinia se mantuvo apartada el primer día; el segundo y tercer día desapareció. Le sirvieron verdadera cerveza norstriliana, cuya gradación habían elevado a ciento ocho mediante la adición de licores puros. Así olvidó el Jardín de la Muerte, la húmeda y dulzona fragancia, la clara voz extranjera del Señor Dama Roja, el pretencioso cielo azul.

Les escrutó la mente una y otra vez. Una y otra vez vio lo mismo.

—Eres nuestro muchacho. Has triunfado. Estás vivo. Buena suerte, Rod. Buena suene, compañero. No hemos tenido que verte ir tambaleando, riendo y feliz, hacia la casa donde hubieras encontrado la muerte.

Rod se preguntó si había triunfado o sólo había tenido suerte.

La furia del Onsec

Al cabo de una semana, la celebración había terminado. Las tías y primas habían regresado a sus granjas. La Finca de la Condenación estaba tranquila, y Rod pasó la mañana comprobando que los peones no hubieran descuidado demasiado a las ovejas durante la prolongada fiesta. Descubrió que desde hacía dos días no habían movido a Daisy, una joven oveja de trescientas toneladas, y que no la habían engrasado para prevenir la gangrena. Luego descubrió que los tubos de alimentación de Tanner, su carnero de mil toneladas, se habían atascado y el pobre animal tenía un grave edema en las gigantescas patas. Por lo demás, todo andaba bien. Ni siquiera presintió problemas cuando vio el pony rojo de Beasley atado en el patio.

Entró animadamente en la casa y saludó a Beasley con una exclamación informal:

—¡Bebe un trago a mi salud, señor y propietario Beasley! ¡Oh, ya te estás tomando uno! ¡Entonces bebe otro!

—Gracias por la copa, muchacho, pero he venido a verte porque se presentan problemas.

—Bien. Tú eres uno de mis administradores, ¿verdad?

—En efecto —dijo Beasley—, pero estás en un brete, muchacho. Un verdadero brete.

Rod le sonrió sin alterarse. Sabía que ese hombre tenía que hacer un gran esfuerzo para hablar con la voz en vez de linguar con la mente; agradecía que Beasley hubiera acudido personalmente en vez de hablar del asunto con los demás administradores. Era una prueba más de que Rod había pasado su ordalía. Rod declaró con aplomo:

—Pensaba que ya había superado mis problemas.

—¿A qué te refieres, propietario McBan?

—Recuerdas... —Rod no se atrevió a mencionar el Jardín de la Muerte, ni su recuerdo de que Beasley había formado parte del tribunal secreto que lo había considerado digno de vivir.

Beasley comprendió.

—Hay cosas que no deben mencionarse, muchacho, y veo que te han enseñado bien.

Se interrumpió y observó a Rod como un hombre que mira un cadáver desconocido antes de darle la vuelta para identificarlo. Rod se inquietó.

—Siéntate, muchacho, siéntate —dijo Beasley, dando órdenes a Rod en su propia casa.

Rod se sentó en el banco, pues Beasley ocupaba la única silla: el enorme trono tallado del abuelo de Rod, traído de otro mundo. Se sentó. No le gustaba que le dieran órdenes, pero estaba seguro de que Beasley llevaba buenas intenciones. Tal vez estaba nervioso por el gran esfuerzo de hablar con la garganta y la boca.

Beasley lo miró de nuevo con esa expresión extraña, una mezcla de compasión y disgusto.

—Levántate, muchacho, y mira por la casa para ver si hay alguien cerca.

—No hay nadie —dijo Rod—. Mi tía Doris se fue cuando obtuve la libertad, la criada Eleanor pidió prestado un carro y ha ido al mercado, y tengo sólo dos peones. Ambos están infectando de nuevo a Baby, que tenía poca santaclara.

En circunstancias normales, la lucrativa enfermedad de esas ovejas gigantescas y semiparalíticas habría constituido tema de conversación para dos granjeros norstrilianos, al margen de las diferencias de edad y de grado.

Esta vez no.

Beasley tenía en la mente algo serio y desagradable. Parecía tan turbado e inquieto que Rod sintió compasión.

Rod no discutió. Salió obedientemente por la puerta trasera, echó un vistazo al lado de la casa, no vio a nadie; fue hasta el lado norte, tampoco vio a nadie y volvió a entrar por la puerta principal. Beasley no se había movido, salvo para servirse más cerveza amarga. Rod lo miró a los ojos y se sentó sin decir palabra. Si el hombre estaba realmente preocupado por él (y Rod pensaba que lo estaba), y si el hombre era razonablemente sagaz (y Rod pensaba que lo era), valía la pena esperar y escuchar el mensaje. Rod aún disfrutaba de la agradable sensación de contar con el afecto de sus vecinos, una sensación que había aflorado a la superficie de aquellos honestos rostros norstrilianos cuando él regresó a su patio desde el camión del Jardín de la Muerte.

Beasley dijo, como si comentara una comida desconocida o una bebida rara:

—Muchacho, hablar tiene sus ventajas. Si un hombre no atiende con los oídos no puede captar con la mente, ¿verdad?

Rod reflexionó un instante.

—Soy demasiado joven para saberlo con certeza —admitió con sinceridad—, pero nunca he sabido de nadie que captara palabras habladas audiendo con la mente. Parece ser que es una cosa o la otra. ¿Nunca hablas mientras linguas, verdad?, Beasley asintió.

—Pues bien. Quiero decirte algo. No debería hacerlo, pero te lo diré. Si hablo en voz baja nadie lo oirá, ¿verdad?

Rod asintió.

—¿De qué se trata? ¿Hay algún problema con mi título de propiedad?

Beasley bebió un sorbo, pero siguió contemplando a Rod por encima del borde del pichel mientras bebía.

—También tienes un problema con eso, muchacho, pero aunque esta cuestión es grave, puedo hablarlo contigo y con los demás administradores. Lo primero es más personal, en cierto modo. Y más grave.

—Pero, ¿de qué se trata? —exclamó Rod, exasperado por tantos rodeos.

—El onsec anda detrás de ti.

—¿Qué es un onsec? —preguntó Rod—. Nunca he oído hablar de eso.

—No es «eso» sino «él» —señaló sombríamente Beasley—. Onsec es un funcionario del gobierno de la Commonwealth. El sujeto que lleva los libros del vicepresidente. Cuando llegamos a este planeta le llamábamos hon. sec., que significaba honorable secretario o algún otro título prehistórico, pero ahora todos le llaman onsec y lo escriben así. El sabe que no puede anular la decisión respecto a ti en el Jardín de la Muerte.

—Nadie podría hacerlo —exclamó Rod—. Nunca se ha hecho. Todos lo saben.

—Pueden saberlo, pero existe el juicio civil.

—¿Cómo van a someterme a juicio civil, si no he tenido tiempo de cambiar? Tú mismo sabes...

—Nunca, jovencito, nunca digas lo que Beasley sabe o no sabe. Sólo di lo que piensas. —Ni siquiera en privado, estando ellos dos a solas, Beasley se atrevía a violar el fundamental secreto de la audiencia del Jardín de la Muerte.

—Sólo iba a decir, señor y propietario Beasley —insistió Rod acaloradamente—, que un juicio civil por incompetencia general es algo que se aplica a un propietario sólo si los vecinos se han quejado durante mucho tiempo de él. No han tenido tiempo ni derecho para quejarse de mí, ¿verdad?

Beasley mantuvo la mano en el asa de la jarra. El uso del lenguaje hablado lo fatigaba. Una corona de sudor le perlaba la frente.

—Supongamos, muchacho —dijo solemnemente—, que yo supiera, de fuentes fiables, cómo fuiste juzgado en ese camión... ¡Ahí tienes! Lo he dicho, aunque no debía... Y supongamos que yo supiera que el onsec odia a un caballero extranjero que pudo haber estado en ese camión...

—¿El Señor Dama Roja? —susurró Rod, alarmado al ver que Beasley se obligaba a nombrar lo innombrable.

—Aja —asintió Beasley, casi al borde del llanto—. Y supongamos que yo supiera que el onsec te conoce y considera que el dictamen fue erróneo, que eres un fenómeno que perjudicará a toda Norstrilia. ¿Qué haría yo?

—No lo sé —dijo Rod—. Tal vez contármelo.

—Jamás —exclamó Beasley—. Soy un hombre honesto. Dame otro trago.

Rod caminó hasta el armario, sacó otra botella de cerveza amarga, preguntándose cuándo y dónde habría conocido al onsec. Nunca había tenido mucho que ver con el gobierno; su familia —primero su abuelo, mientras vivía, y luego sus tías y primos— se habían encargado de los documentos oficiales, los trámites y demás.

Beasley engulló un buen sorbo de cerveza.

—Buena cerveza. Hablar resulta cansado, aunque sea un buen modo de guardar un secreto, si es verdad que nadie puede sondearnos la mente.

—No lo conozco —murmuró Rod.

—¿A quién? —pregunto Beasley, momentáneamente distraído.

—Al onsec. No conozco a ningún onsec. Nunca he estado en Nueva Canberra. Nunca he conocido a ningún funcionario, ni a ningún forastero, hasta que traté a ese caballero del que hablábamos. ¿Cómo puede conocerme el onsec yo no lo conozco?

—Pero sí que lo conociste, jovencito. Entonces no era onsec.

—¡Por las ovejas! ¡Dime quién es!

—Nunca uses el nombre del Señor a menos que estés hablando al Señor —refunfuñó Beasley.

—Lo lamento, y pido disculpas. ¿Quién era?

—Houghton Syme ciento cuarenta y nueve —dijo Beasley.

—No tenemos ningún vecino con ese nombre.

—No —admitió Beasley roncamente, como si hubiera puesto un límite a sus revelaciones.

Rod lo miró intrigado.

A lo lejos, mucho más allá del Cerro Almohada, su oveja gigante baló. Tal vez eso significaba que Hopper la estaba cambiando de posición en la plataforma, para que la oveja pudiera llegar a la hierba fresca.

Beasley acercó su cara a la de Rod. Susurró. El susurro de un hombre normal se convertía en un jadeo cuando hacía medio año que no usaba la voz.

Las palabras sonaban obscenas, como si Beasley fuera a contarle una historia procaz o a hacerle una pregunta muy íntima y personal.

—Tu vida, muchacho —jadeó—. Sé que has tenido una vida difícil. Odio preguntártelo, pero debo hacerlo. ¿Qué sabes de tu propia vida?

—Oh, eso —dijo Rod con soltura—. No me molesta que me pregunten acerca de eso, aunque sea un poco inconveniente. Tuve cuatro infancias, de cero a dieciséis en cada ocasión. Mi familia tenía la esperanza de que al crecer yo llegara a linguar y audir como todos los demás, pero seguí igual. Desde luego, yo no era un verdadero bebé las tres veces que empecé de nuevo, sólo una especie de idiota educado del tamaño de un muchacho de dieciséis.

—Así es, muchacho.
¿Pero recuerdas esas otras vidas?

—Fragmentos, sólo fragmentos. No eran coherentes... —Se detuvo y jadeó—: ¡Houghton Syme! ¡Houghton Syme!

Oh Tan Simple. Claro que lo conozco. Un chico especial. Lo conocí en mi primer preparatorio, en mi primera infancia. Éramos bastante amigos, pero aun así nos odiábamos. Yo era un fenómeno y él también. Yo no linguaba ni audía, y él no podía tomar
stroon.
Eso significaba que yo nunca tendría que pasar por el Jardín de la Muerte. Sólo me esperaba la Sala de las Risas y un buen ataúd de propietario. Y él... era peor. Tendría una vida típica de la Vieja Tierra: ciento sesenta años y basta. Ahora debe de ser un hombre viejo. ¡Pobre diablo! ¿Cómo ha llegado a ser onsec? ¿Qué poder tiene un onsec?

—Ahora vas comprendiendo, muchacho. Él dice que es tu amigo y odia hacer esto, pero tiene que cerciorarse de que mueras. Por el bien de Norstrilia. Afirma que es su deber. Llegó a ser onsec porque siempre estaba hablando de su deber y la gente le tenía lástima porque iba a morir muy pronto. Duraría lo que un individuo de la Vieja Tierra cuando alrededor se producía todo el
stroon
del universo, pues no podía tomarlo...

—Entonces, ¿no lo han curado?

—No. Ahora es un anciano y está resentido. Y ha jurado verte morir.

—¿Puede hacerlo? Siendo onsec, quiero decir.

—Es posible. Odia al caballero extranjero del que hablábamos porque el forastero le dijo que era un idiota provinciano. Te odia a ti porque tú vivirás y él no. ¿Cómo lo llamabas en la escuela?

—Oh Tan Simple. Una broma infantil a costa del nombre.

—Pues no es tan simple. Es frío, artero, cruel y desdichado. Si no pensáramos que le falta poco para morir, diez o cien años, nosotros mismos votaríamos para mandarlo a la Sala de las Risas. Por mezquindad e incompetencia. Pero es onsec y te tiene entre ceja y ceja. Bien, lo he dicho. No debería haberlo hecho, pero cuando vi a ese sujeto taimado hablando de ti y tratando de declarar incompetente al tribunal mientras tú, muchacho, disfrutabas de una buena francachela con tu familia y vecinos por haber aprobado al fin, cuando vi a ese sujeto pálido y cruel actuando de tal modo que ni siquiera podías enfrentarte a él en una pelea justa, me dije: es posible que Rod McBan no sea hombre oficialmente, pero el pobre chico ha pagado un buen precio por serlo. Por eso te lo he contado. Quizás haya corrido un riesgo, y vulnerado mi honor. —Beasley suspiró. Su cara honesta y roja se veía realmente confusa—. Quizás haya vulnerado mi honor, y eso resulta doloroso en Norstrilia, donde un hombre puede vivir todo el tiempo que quiera. Pero me alegro de haberlo hecho. Además, me duele la garganta de tanto hablar. Dame otra botella de cerveza, muchacho, antes de que vaya a buscar mi caballo.

Rod trajo la cerveza en silencio y la sirvió con un gesto amable.

Beasley, cansado de hablar, se tomó la cerveza. Tal vez, pensó Rod, está audiendo atentamente para ver si en las inmediaciones encuentra mentes humanas que puedan haber captado una filtración telepática de la conversación.

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