Los subterráneos (14 page)

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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

La vez que nos pusimos a temblar mientras hacíamos el amor y ella me dijo «De repente me sentí perdida», y se perdió en efecto conmigo, aunque sin terminar, ella, pero frenética en mi frenesí (la obnubilación de los sentidos de Reich); y cómo le gustó; todas nuestras lecciones en la cama, le explico cómo soy, me explica cómo es ella, trabajamos, gemimos, cantamos
bop
; nos quitamos toda la ropa y nos arrojamos uno sobre el otro (y siempre su paseíto al lavabo, para colocarse el diafragma, mientras la espero conteniéndome y diciendo estupideces y ella se ríe y hace correr el agua) luego se me acerca atravesando el Jardín del Edén y yo extiendo los brazos y la hago acostar a mi lado en la cama blanda, atraigo hacia mí su cuerpecito y lo siento caliente, y más caliente todavía su parte caliente, beso sus pechos marrones, los dos, beso sus hombros amorosos; y mientras ella hace «ps ps ps» constantemente con los labios, ruiditos de besos aunque en realidad no existe ningún contacto entre sus labios y mi cara salvo cuando, por casualidad, mientras estoy haciendo alguna otra cosa, mi cara pasa junto a la suya y sus besitos «ps ps» hacen por fin contacto y son tan tristes y tan suaves como cuando no lo hacen; es su pequeña letanía de la noche; y cuando se siente mal y estamos preocupados, entonces me atrae hacia sí, sobre su brazo, sobre el mío; se pone al servicio de la loca bestia irreflexiva; me paso largas noches, muchas horas haciendo de todo, finalmente la poseo, rezo para que le venga, la oigo respirar cada vez más ansiosamente, espero sin esperanza, ya va a ocurrir, de pronto un ruido en el vestíbulo (o el ruido de los borrachos en el apartamento de al lado) la distrae y no consigue terminar y se ríe; pero cuando le viene entonces la oigo llorar, gemir, el tembloroso orgasmo eléctrico femenino la convierte en una niñita que llora, que gime en la noche, dura por lo menos veinte segundos, y cuando ya ha terminado se queja, «¡Oh, por qué no podrá durar un poco más!», y «¡Oh, cuándo te vendrá a ti al mismo tiempo que a mí!» «Pronto, me parece», le digo, «te estás acercando cada vez más», sudando contra ella en la triste cálida San Francisco con sus malditas viejas chabolas que mugen frente al puerto cuando llega la marea, vum, vuum, y las estrellas que titilan sobre el agua frente a la punta de la escollera donde uno se imagina que los pistoleros arrojan sus cadáveres dentro de bloques de cemento, o ratas, o La Sombra; mi pequeña Mardou que yo amo, que no ha leído nunca mis obras inéditas, solamente la primera novela, que tiene bastante coraje pero escrita en una prosa bastante mediocre para decir la verdad, y ahora que la poseo, extenuado por el sexo, sueño con el día en que leerá las grandes obras que yo habré escrito y me admirará, recordando la vez que Adam dijo tan inesperadamente en la cocina de su casa: «Mardou, ¿qué piensas realmente de Leo y de mí como escritores, nuestra posición en el mundo, en el tiempo?», y se lo preguntaba sabiendo que sus ideas están en muchos sentidos más o menos de acuerdo con las de los subterráneos, que le inspiran admiración y temor, y cuya opinión aprecia con asombro; pero Mardou en realidad no contestó sino que eludió la pregunta, pero este viejo que vive en mí proyecta grandes libros famosos para dejarla atónita; tantos buenos momentos, tantas cosas maravillosas que vivimos juntos, y otras también que ahora en el calor de mi frenesí olvido, pero decirlas todas, todas, los ángeles las conocen todas y las registran en sus libros…

Aunque si pienso en los malos momentos… tengo una lista de malos momentos que compensa la de los buenos (las pocas veces que fui bueno con ella y como debía ser), lo bastante como para arruinarlo todo; cuando apenas iniciado nuestro amor llegué tres horas tarde, que son muchas horas de retraso para dos amantes recientes, y por lo tanto protestó, se asustó, se puso a dar vueltas alrededor de la iglesia con las manos en los bolsillos, haciéndose mala sangre, buscándome en la niebla del amanecer, y yo bajé corriendo (al ver su notita que decía «Bajé para ver si te encuentro»), (en la inmensa San Francisco, ese norte y sur, este y oeste de desolación sin alma y sin amor que ella había divisado desde lo alto de la cerca, todos esos hombres incontables con sombreros, que suben a los autobuses y no les importa nada la muchacha desnuda sobre la cerca, ¿por qué?), y cuando la vi, yo también corriendo, ansioso por encontrarla, le abrí los brazos a cinco manzanas de distancia…

El momento peor, casi el peor de todos, cuando una llamarada roja me atravesó el cerebro: yo estaba sentado con ella y con Larry O’Hara en el cuarto de éste, habíamos estado bebiendo borgoña francés y haciendo un poco de música, se hablaba ya no sé de qué cosa, yo tenía una mano sobre la rodilla de Larry y gritaba: «Pero ¡escuchadme, escuchadme un momento!» con tantas ganas de explicarles mi punto de vista que mi voz dejaba traslucir una inmensa y loca súplica, y Larry totalmente absorto en lo que Mardou está diciendo al mismo tiempo, y alimentando con palabras sueltas su diálogo, y en el vacío que sigue a la llamarada me levanto repentinamente de un salto y trato vanamente de abrir la puerta, uf, está cerrada con la cadena interior, hago correr la cadena, abro de un tirón la puerta y me zambullo en el pasillo, bajo las escaleras con toda la velocidad que me permiten mis zapatos con suela de goma, veloces suelas de ratero, pat patapat, piso tras piso van girando en torno de mí mientras yo giro en torno del hueco de la escalera, dejándolos a los dos con la boca abierta allí arriba; luego llamo por teléfono, media hora después me encuentro con Mardou en la calle, a tres manzanas de la casa; no hay esperanza.

Y también la vez que decidimos que yo debía darle algún dinero para comprar algo de comer, dije que iría a casa a buscarlo y se lo traería y me quedaría un rato; pero en esa época estaba tan lejos todavía del amor, y me fastidió, no solamente su conmovedora petición de dinero sino también la duda, la vieja duda de siempre, por lo tanto entro con violencia en su cuarto, está Alice su amiga, lo que me sirve de excusa (porque Alice es más silenciosa que una pared, desagradable y rara, y nadie le gusta) para dejar los dos billetes sobre los platos de Mardou en la fregadera de la cocina, le doy un beso rápido en el lóbulo de la oreja, le digo «Vuelvo mañana», y me voy, siempre corriendo, sin siquiera preguntarle si está de acuerdo, como una prostituta que me hubiera pedido los dos dólares después de haber hecho el amor, y yo me hubiera ofendido.

Qué claramente nos damos cuenta de cuándo nos estamos volviendo locos; la mente se sume en el silencio, físicamente no ocurre nada, la orina se acumula en la vejiga, las costillas se contraen.

Un mal momento, la vez que me preguntó: «¿Qué piensa realmente de mí Adam? No me lo has dicho nunca, sé que no está muy contento de vernos juntos pero…» y yo le dije más o menos lo que me había dicho Adam, cosas de las cuales no debería en absoluto haberle hablado para no turbar su tranquilidad de espíritu, «Dijo que era solamente una cuestión social suya personal, que no quería tener historias de amor contigo porque eres una negra», y otra vez sentí su pequeño choque telepático que me llegaba a través de la habitación; la hirió profundamente. Me pregunto qué motivo habré tenido para decírselo.

La vez que vino su vecino, tan cordial, el joven escritor John Golz (se pasa ocho horas al día, con toda aplicación, escribiendo cuentos para revistas, admira a Hemingway, a menudo da de comer a Mardou; es un simpático muchacho de Indiana y no tiene malas intenciones y por cierto no es un viperino, tortuoso, interesante subterráneo, sino un tipo jovial y de cara franca, juega con los chicos en el patio, imagínense) vino a visitar a Mardou, yo estaba solo (no sé ya por qué motivo, Mardou estaba en el bar como habíamos establecido de común acuerdo, la noche que salió con un muchacho negro que no le gustaba mucho, pero sólo por divertirse, y le dijo a Adam que había aceptado porque quería tratar de hacer el amor otra vez con un muchacho negro, para probar, lo que me dio muchos celos, pero Adam dijo: «Si me dijeran, si le dijeran que estuviste con una muchacha blanca para ver si podías todavía hacer el amor con una blanca, te aseguro que se sentiría halagada, Leo»); esa noche, yo estaba en su cuarto esperando, leyendo, cuando llegó el joven John Golz a pedir cigarrillos prestados y al ver que yo estaba solo quiso conversar un rato de literatura: «Bueno, yo diría que la cosa más importante es la capacidad de selección»; yo exploté y le dije: «Ah, no me vengas con todas esas frasecitas de escuela secundaria que ya he oído mil veces, mucho antes de que tú hubieras nacido, casi; por el amor de Dios, realmente, vamos, hazme el favor de decir algo interesante y nuevo sobre el tema», desconcertándolo, de mal humor, por motivos sobre todo de irritación, y porque parecía tan indefenso y por lo tanto uno sabía que podía gritarle sin peligro de que contestara, lo que por supuesto era cierto; le puse en ridículo, aunque era su amigo, y estuve bastante mal; no, el mundo no es un lugar adecuado para este tipo de actividades, ¿y qué haremos?, ¿y dónde?, ¿cuándo?, ua ua ua, el bebé llora en el estrépito de mi medianoche.

Ni tampoco puede haber sido agradable y alentador, para sus temores y sus ansiedades, el hecho de que empezara, apenas iniciada nuestra relación, a «besarla entre las piernas», que empezara y de repente me interrumpiera, de modo que más tarde, en un momento de alcohol liberal me dijo: «Te interrumpiste de repente como si yo fuera…», aunque el motivo por el cual me interrumpí no era en sí tan significativo como el motivo que me impulsó a hacerlo, para despertar en ella un mayor interés sexual, que una vez bien atado como con un nudo, me permitiría mayor libertad. La cálida boca de amor de la mujer, su sexo, que es el lugar mejor para el hombre que ama, no… este borracho egomaniático e inmaduro… este… sabiendo como sé por mi experiencia pasada y mi sentido interior que debemos caer de rodillas ante la mujer y pedirle permiso, pedir el perdón de la mujer para todos nuestros pecados, protegerla, sostenerla, hacerlo todo por ella, morir por ella pero por el amor de Dios amarla y amarla hasta el final y en todos los modos posibles; sí, psicoanálisis, dicen (temiendo secretamente las pocas veces que había establecido contacto con la áspera superficie, como de rastrojo, del pubis, que era negroide y por lo tanto un poco más áspera, aunque no lo bastante como para ser distinto del pubis de las demás mujeres, y debo decir que el interior, por su parte, era el mejor, el más rico, el más fecundo, húmedo, cálido y lleno de suaves y escondidas montañas resbaladizas, y por otra parte la fuerza y la agilidad de los músculos internos es tan poderosa que sin darse cuenta a menudo cierra el pasaje como si fuera una compuerta y me hace un daño increíble, aunque de esto fue consciente solamente la otra noche, y ya era demasiado tarde…) Y así llegamos a la última duda, no disipada, fisiológica, que esta contracción y este vigor de su sexo, que seguramente habrá sido la causa, ahora que lo pienso, de la vez que Adam, en su primer encuentro con ella, experimentase ese dolor tan penetrante, intolerable, tan repentino que le hizo gritar, hasta el punto de que tuvo que ir a ver al médico y hacerse vendar y todo (y también después, cuando vino Carmody y se hizo un aparato casero con una vieja regadera grande y un poco de estopa y sustancia vegetativa, para colocar el pico de su persona en el pico de la regadera, así se lo curaba); ahora que reflexiono me pregunto realmente si nuestra potranca no habrá querido partirnos en dos, me pregunto si Adam no creerá que fue por culpa de él, y no lo sabe; lo cierto es que esa vez la negrita se contrajo poderosamente (¡la lesbiana!) (¡siempre lo supe!), le reventó, le dejó en mal estado, y a mí no me lo pudo hacer pero no porque no lo intentase, hasta dejarme hecho la basura, la cáscara vacía que soy ahora… ¡psicoanalista, soy un caso serio!

Ya es demasiado. Empezando, como dije, con el incidente del carrito —la noche que bebimos vino tinto en el bar de Dante porque teníamos ganas de emborracharnos, tan malhumorados estábamos—; Yuri había venido con nosotros, también estaba Ross Wallenstein, y, tal vez para llamar la atención de Mardou, Yuri se portó como una criatura toda la noche; todo el tiempo golpeaba a Wallenstein en la nuca con las puntas de los dedos, como si estuviera haciéndose el tonto en un bar, pero Wallenstein (que siempre recibe las palizas de los tipos de mal vivir justamente por eso) se volvió y le dirigió una rígida mirada de calavera, con esos ojos enormes suyos detrás de los cristales de las gafas, y sus mejillas azules de Cristo sin afeitar; le miró rígidamente como si le hubiera podido derribar con la mirada sola allí mismo, sin pronunciar una palabra durante un buen rato, y diciéndole finalmente, «Oye, deja de fastidiar»; luego se dio vuelta para seguir su conversación con los amigos. Yuri vuelve a golpearle en la nuca, con las puntas de los dedos, y Ross le mira nuevamente, con esa especie de pacífica defensa india a lo Mahatma Gandhi, despiadada, terrible, subterránea (que era lo que yo me había imaginado la primera vez que se dirigió a mí para decirme: «¿Eres pederasta?, hablas como un pederasta», una observación tan absurda por lo inflamable, viniendo de él, ya que después de todo yo peso casi noventa kilos y él apenas setenta o sesenta y cinco, válgame Dios, lo que me hizo pensar en secreto: «No, no es posible pelearse con este hombre porque se limitará a gritar y a chillar y a llamar a la policía y a dejarse golpear todas las veces que quieras, y luego se aparecerá en sueños, todavía no se ha descubierto la manera de poner fuera de combate a un subterráneo o, para ser más exacto, la manera de ponerlos fuera de combate a todos ellos, son las personas más invencibles de este mundo y de la nueva cultura»); finalmente Wallenstein se va al lavabo a mear y Yuri me dice, mientras Mardou está en el mostrador haciéndose servir tres copas más para nosotros: «Vamos al excusado y le rompemos el alma», y yo me levanto para seguir a Yuri pero no con la intención de romperle el alma a Ross sino más bien para impedir que suceda algo desagradable allí dentro, ya que a su manera, mucho más real que la mía, Yuri ha sido una persona de malos antecedentes, y ha estado preso en Soledad por haberse defendido en una gran pelea a muerte que hubo en el reformatorio; pero cuando estamos a punto de llegar a la puerta del fondo Mardou nos corta el paso y nos dice «Dios mío, si yo no lo hubiera impedido (riendo con esa risita suya de incomodidad y su resoplido habitual) habríais sido capaces de entrar»; habiendo sido en otro tiempos amante de Ross, aunque ahora la letrina sin fondo que es la posición de Ross en la escala de sus sentimientos, habrá de ser, supongo, comparable a la mía, ¡oh!, al diablo con estos aleteos espinosos…

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