Los subterráneos (17 page)

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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

«¿Lo dices sinceramente?» («Dios santo, me asustas», me dijo más tarde, «me haces pensar de repente que he sido dos personas al mismo tiempo, y que te he traicionado de algún modo, con una persona, y que la otra persona… realmente me asustaste…») Pero al mismo tiempo que le pregunto esto, «¿Lo dices sinceramente?», el dolor que siento es tan grande, acaba de despertarse tan fresco de ese tremendo sueño sin sentido («Dios tiene por norma hacer que nuestras vidas sean menos crueles que nuestros sueños», una cita que vi el otro día Dios sólo sabe dónde), sintiendo todo esto y rememorando otros horrendos despertares alcohólicos en casa de Bromberg, y todos los despertares alcohólicos de mi vida, pensando por fin: «Viejo, éste es el verdadero principio del fin, más allá de esto no se puede ir, hasta qué punto tu carne positiva puede tolerar más vaguedad, y hasta cuándo podrá mantenerse positiva, si tu psique insiste en martillar sobre tu carne; viejo, vas a morir; cuando los pájaros se vuelven tristes, ésa es la señal…» Y pienso cosas peores todavía, la visión de mis libros abandonados, mi bienestar (nuevamente el supuesto bienestar) destruido, mi cerebro ya irremediablemente dañado, mis proyectos de trabajar en el ferrocarril, ¡oh, Dios santo!, el ejército entero de las cosas y de absurdas ilusiones y la entera historia y locura que erigimos en lugar del amor único, llevados por nuestra tristeza; pero ahora que Mardou se inclina sobre mi rostro, cansada, solemne, sombría, capaz (mientras juega con los lunares mal afeitados de mi barbilla) de penetrar con la mirada a través de mi carne hasta el fondo de mi horror, y capaz también de sentir cada una de las vibraciones de dolor y de inutilidad que emito, lo cual por otra parte queda atestiguado por el hecho de que ya haya reconocido mi «¿Lo dices sinceramente?», la profundísima y remota llamada del fondo… «Querido, volvamos a casa».

«Tendremos que esperar hasta que se vaya Bromberg, tomar el tren con él supongo…» Por lo tanto me levanto, paso al cuarto de baño (donde ya estuve mientras ellos paseaban por la playa, demorándome en fantasías sexuales, recordando la otra vez, en ocasión de otro fin de semana pasado en casa de Bromberg, más loco aún que éste, y hace mucho tiempo, con la pobre Annie que se había hecho rizar el cabello y no tenía ni rastro de maquillaje en la cara, y Leroy, el pobre Leroy que estaba en el cuarto de al lado preguntándose qué estaría haciendo allí dentro su mujer, el pobre Leroy que más tarde vimos partir desesperadamente en el coche y perderse en la noche, cuando comprendió lo que estábamos haciendo en el cuarto de baño; recordando por lo tanto en mi propia carne el sufrimiento que le debo haber causado a Leroy esa mañana, por dar una breve satisfacción a ese gusano y esa serpiente que se llama sexo), paso al cuarto de baño, me lavo y bajo, tratando de parecer alegre.

Pero todavía me resulta imposible mirar a Mardou directamente a los ojos, percibiendo, en el fondo de mi corazón, «¿Oh, por qué lo habrás hecho?», desesperado, la profecía de lo que habrá de ocurrir.

Como si no fuera suficiente, fue la noche de ese mismo día cuando tuvo lugar la gran fiesta en casa de Jones, o sea la noche que me escapé del taxi de Mardou y la abandoné a los azares de la guerra, la guerra que el hombre Yuri sostiene contra el hombre Leo, uno contra otro. Para empezar, Bromberg empieza a llamar por teléfono, a recolectar regalos de cumpleaños y a prepararse para tomar el autobús y alcanzar el viejo 151 de las 16.47 a San Francisco; Sand nos lleva en el coche (un grupo de lamentable aspecto, realmente) hasta la parada del autobús, donde bebemos una copa de despedida en el bar de enfrente, mientras Mardou, que ahora se avergüenza no sólo de su persona sino también de la mía, se queda en el asiento de atrás del coche (aunque exhausta) pero en la plena luz de la tarde, con la excusa de cerrar los ojos por lo menos un momento; pero en realidad, tratando de imaginarse cómo puede hacer para escapar de la trampa que la aprisiona, de la cual yo podría ayudarla a librarse, sin embargo, si me dieran una oportunidad solamente; en el bar, me asombro entre paréntesis de oír a Bromberg que sigue, como si no pasara nada, con vociferantes e incesantes comentarios sobre pintura y literatura, y hasta (por increíble que parezca) anécdotas homosexuales, sin preocuparse de la presencia de la gente de campo, los adustos granjeros del valle de Santa Clara alineados delante del mostrador; este Bromberg no tiene la menor idea del fantástico efecto que produce entre la gente ordinaria; y Sand se divierte, en realidad también él es bastante llamativo; pero éstos son detalles sin importancia. Salgo a la calle para anunciarle a Mardou que hemos decidido tomar el tren siguiente, porque tenemos que volver a la casa a buscar un paquete olvidado, lo que para ella no es más que otra manifestación del círculo vicioso de inanidad en que giramos todos, y recibe la noticia con expresión solemne; ¡ah, mi amor, mi perdido tesoro! (una palabra pasada de moda); si hubiera sabido entonces lo que sé ahora, en vez de volver al bar, para seguir conversando, en vez de mirarla con aire ofendido, etcétera, en vez de dejarla allí abandonada en el tétrico mar del tiempo, olvidada y no perdonada todavía por el pecado del mar del tiempo, habría entrado en el automóvil, le habría tomado la mano, le habría prometido mi vida y mi protección, «Porque te amo y por ningún otro motivo»; pero en realidad, muy lejos de haber comprendido completa y definitivamente este amor, todavía me encontraba en plena duda, empezaba apenas a emerger de la duda que me atenazaba. Por fin llegó el tren; era el 153 de las 17.31; después de todas nuestras demoras, subimos, e iniciamos el viaje hacia la ciudad, atravesando todo el barrio sur de San Francisco, pasando cerca de mi casa, de frente en nuestros asientos, mientras pasábamos junto a los grandes depósitos de Bayshore y yo alegremente (tratando de mostrarme alegre) les enseñaba un vagón de carga que golpeaba contra otro, y los desechos de lata temblando en la lejanía, qué divertido; pero el resto del tiempo iba tétrico y adusto bajo la mirada fija de mis dos compañeros, para decir por fin, «Realmente me parece que debo de tener una nariz cada vez más rara», cualquier cosa que me pasara por la imaginación, para aliviar la tensión de lo que en realidad me mantenía al borde de las lágrimas; aunque a grandes rasgos los tres estábamos tristes, viajando juntos en ese tren hacia el aturdimiento, el horror, la posible bomba de hidrógeno. Habiéndonos finalmente despedido de Austin en una esquina llena de gente y tráfico, en la calle Market, para perdernos Mardou y yo entre las vastas multitudes tristes y malhumoradas, en una masa confusa, como si de pronto nos hubiéramos perdido en la concreta manifestación física del estado mental en que ambos nos encontrábamos desde hacía dos meses, ni siquiera dándonos la mano pero abriéndonos paso ansiosamente a través de la muchedumbre (como si lo importante hubiera sido salir pronto de esa odiosa confusión) pero en realidad porque yo estaba demasiado «herido» para darle la mano y recordando (ahora más dolorosamente) su insistencia habitual en la conveniencia de no darle la mano en la calle porque la gente podía pensar que era una cualquiera; para terminar, en la triste y espléndida tarde perdida, doblando por la calle Price (¡oh, calle Price del destino!) en dirección a Heavenly Lane, entre los niñitos, entre las jovencitas mexicanas flexibles y bonitas, cada una de las cuales me hacía pensar, con desdén «¡Ah!, como mujeres son casi todas mucho mejores que Mardou, me bastaría acercarme a una de éstas… pero ¡oh, oh!» Ninguno de los dos hablaba mucho, y en los ojos de Mardou se leía tanta pena, en esos mismos ojos en cuyo fondo, en otros tiempos, yo había vislumbrado ese calor de india que al principio me había inducido a decirle, una noche feliz a la luz de las velas: «Tesoro, lo que veo en tus ojos es una vida de cariño, no solamente por lo que hay en ti de india, sino también porque siendo en parte negra eres en cierto modo la mujer primera, esencial, y por lo tanto la más originalmente y la más completamente afectuosa y maternal»; en ellos leo ahora también la pena, que será una adición, un humor perdido, propio de la otra raza, la estadounidense. «El Edén está en África», yo le había dicho una vez; pero ahora, bajo el influjo de mi odio herido desviando de sus ojos la mirada, mientras recorremos la calle Price, cada vez que veo una muchacha mexicana o una negra me digo, «arrastradas, son todas iguales, siempre tratando de engañarnos y de robarnos», rememorando todas las relaciones que en el pasado he tenido con ellas; y Mardou intuye estas ondas de hostilidad que emergen de mi persona, y calla.

Y a quién encontramos en la cama, en el apartamento de Heavenly Lane, sino al mismo Yuri, muy contento: «Qué tal, estuve todo el día trabajando; estaba tan cansado que no me quedó más remedio que volver y echarme a dormir otro rato». Decido decirlo todo, trato de formar con los labios las palabras. Yuri me mira a los ojos, percibe la tensión; también Mardou la percibe, llaman a la puerta y entra John Golz (siempre románticamente interesado en Mardou, de la manera más inocente), percibe también la tensión, dice: «Vine a buscar un libro», con cara de pocos amigos, y recordando cómo lo humillé la otra vez con la cuestión de la selección, se va enseguida, con el libro; y Yuri, levantándose de la cama (mientras Mardou se esconde detrás del biombo para cambiarse el vestido de fiesta por los pantalones de andar por casa): «Leo, alcánzame mis pantalones». «No hace falta que te los alcance, los tienes ahí al lado en la silla, levántate y póntelos, ella no te ve», una curiosa observación; me siento un poco ridículo y miro a Mardou que calla y se recoge en sí misma.

Apenas Mardou se va al cuarto de baño, aprovecho para decirle a Yuri: «Estoy bastante enfadado y celoso por lo que hicisteis anoche tú y Mardou en el asiento trasero del coche; te aseguro, viejo, que es así». «No fue culpa mía, ella empezó». «Escucha, ya se sabe que tú eres un… podrías no dejarle hacer esas cosas, mantenerla a distancia, ya se sabe que eres un Don Juan y que todas se vuelven locas por ti», y estoy diciendo esto justo cuando Mardou regresa, mirándonos con atención, y aunque no oye las palabras que hemos dicho las siente en el aire; Yuri aferra el picaporte de la puerta todavía abierta y dice, «Bueno: de todos modos me voy a casa de Adam, nos veremos más tarde allí».

«¿Qué le dijiste a Yuri…?» Le repito palabra por palabra. «Dios santo, la tensión se ha vuelto insoportable en esta casa…» (humildemente reflexiono que en vez de mostrarme adusto y serio como un Moisés, apoyándome en mis celos y en mi posición, me he reducido a un breve y nervioso cambio de palabras, a una conversación entre «poetas», con Yuri, como siempre, demostrándole la tensión pero no lo positivo de mis sentimientos con mis palabras; humildemente considero mi humildad; estoy triste, quisiera estar con Carmody…)

«Querido, me voy de compras, ¿crees que encontraré un pollo en Columbus…? Me parece haber visto algunos… ¿Qué te parece?, prepararé un buen pollo para la cena». «Pero», me digo, «¿qué ganamos con una buena cena doméstica a base de pollo, cuando te has enamorado de Yuri, hasta el punto de que tiene que irse en el momento mismo en que entras en el cuarto, ante la presión de mis celos y tus posibilidades, como fue profetizado en sueños?» «Quisiera» (en voz alta) «estar un rato con Carmody, me siento triste; tú te quedas, preparas el pollo, puedes empezar a comerlo… sola… vendré más tarde a buscarte». «Pero siempre terminamos así, salimos siempre, no estamos nunca solos». «Ya lo sé, pero esta noche estoy triste, tengo que ver a Carmody, por un motivo especial y recóndito, no me hagas preguntas, siento un deseo tremendo y melancólico de verle, y tengo motivos también, después de todo el otro día le hice un retrato» (había dibujado mis primeros bocetos a lápiz de figuras humanas, que fueron recibidos con exclamaciones de asombro por Carmody y por Adam, y por lo tanto me sentía bastante orgulloso) «y después de todo, mientras dibujaba esos bocetos de Frank, el otro día, descubrí tanta tristeza en las arrugas que tiene bajo los ojos, que sé que…» (para mí: sé que comprenderá lo triste que estoy hoy, sé que él ha sufrido así en cuatro continentes). Reflexionando, Mardou no sabe qué actitud tomar, cuando repentinamente le cuento mi breve conversación con Yuri, la parte que me había olvidado decirle la primera vez (y también he olvidado transcribirla aquí): «Me dijo: “Leo, no creas que quiero hacer nada con Mardou, sabes que no me gustan…”» «¡Ah, así que no le gustan! ¡Valiente roñoso es tu Yuri!» (los mismos dientes de la alegría son ahora los portales por donde pasan los vientos de la ira, y sus ojos centellean) y percibo ese énfasis de morfinómano en los
osos
, esa costumbre de Mardou de marcar el
oso
de las palabras, como hacen tantos morfinómanos que conozco, por algún motivo íntimo de pesadez y somnolencia, que en Mardou yo siempre había atribuido a su sorprendente modernismo, aprendido quién sabe dónde (como una vez le pregunté), «¿Dónde, dónde aprendiste todo lo que sabes y esa manera tan sorprendente de hablar?», pero ahora, el oír ese
oso
tan interesante sólo consigue enfurecerme ya que se encuentra incluido en una frase de intención demasiado transparente acerca de Yuri, con la cual me demuestra que no le desagradaría en absoluto encontrarse nuevamente con él en una reunión o en cualquier otra parte, «que me diga algo por el estilo, que no le gustan, etcétera», ya le dirá ella unas cuantas cosas. «Oh», le digo, «ahora te han venido las
ganas
de acompañarme a la reunión en casa de Adam, porque así puedes arreglar cuentas con Yuri y contestarle como se merece; eres demasiado transparente».

«Santo cielo», me dice mientras pasamos junto a los bancos de esa iglesia que es el parque, el triste parque de todo nuestro verano, «ahora me insultas, llamándome transparente».

«Bueno, sí, ésa es la verdad, ¿crees acaso que no me doy cuenta de todo? Primero no quieres ir a casa de Adam por nada del mundo, y ahora que te cuento… bueno, al diablo; si no es perfectamente transparente como un cristal, no sé qué es». «Santo cielo, ahora me insultas» (riéndose con su resoplido de siempre) y para decir la verdad los dos nos reímos histéricamente, como si no hubiera sucedido absolutamente nada entre nosotros, como si fuéramos en realidad una pareja de esas personas felices y despreocupadas que se ven en los noticieros de cine atareadas por las calles, encaminándose a sus obligaciones y lugares de cita; y nosotros nos encontramos en el mismo triste, misterioso, lluvioso noticiero, pero dentro de nosotros (como ha de ocurrir también dentro de los títeres cinematográficos de la pantalla) el torbellino turbulento tumescente aliterativo, como un martillo que golpea cerebro, carne, coyunturas, cáspita cómo siento haber nacido…

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