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Authors: Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellos (15 page)

Cuando giró la imagen para contemplar con mayor cuidado el rostro del muerto, le recorrió una especie de rayo, de tal forma que pensó que en aquel momento se le quedaría parado el corazón. ¡Conocía aquel rostro mejor que el suyo propio! ¡El cadáver era realmente el del Emperador!

Arrojó lejos de si la foto al tiempo que emitía un lamento inarticulado, y se hundió de nuevo en los cojines de su asiento.

—Te sientes ahora como si alguien te hubiera golpeado con un martillo en la frente —le alcanzó la voz del rebelde como desde lo más remoto—. Por si te alivia: no eres el único al que le sucede esto. Esta fotografía es hoy, probablemente, una de las imágenes más conocidas de todos los tiempos, y es nuestra mejor ayuda a la hora de liberar a los hombres del abrazo asfixiante que supone su fijación con el Emperador como deidad.

Tertujak apenas le oía. Detrás de su frente había una sensación como de agua que está en ebullición. Su espíritu trabajaba a una loca velocidad, atravesaba a toda prisa todas las imágenes de su memoria, intentaba verlas de nuevo y volver a ordenarlas. Todo, todo tenía que ser ordenado de nuevo. De lo que había servido siempre, ya nada servía.

¿Qué es lo que decía sin parar este extranjero? No le entendía. Solamente miraba aquella imagen e intentaba comprender la verdad en toda su extensión: el Emperador estaba muerto.

—¿… unos ruidos allá afuera?

—¿Qué?

Tertujak escapó del remolino de sus pensamientos y sentimientos como si saliera de una pesadilla. Ahora lo oía él también. Desde fuera les llegaban tremendos ruidos, voces y gritos y el golpeteo de metal contra metal. Eran sonidos de peligro.

En un instante el mercader se puso en pie y se acercó a la puerta, abrió la portilla y sacó la cabeza. Vio antorchas, sombras, gentes que corrían y los oscuros contornos de animales de montura que atravesaban el campamento a toda velocidad. Ruidos de lucha. Cerró de nuevo la puerta y tocó con sus dedos carnosos la fina cadenilla que llevaba al cuello.

Todo se rompe, pensó.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó el extranjero.

—Ladrones —se escuchó decir a sí mismo el mercader con una calma innatural—. Están atacando el campamento.

—¿Ladrones?

—Ladrones de alfombras de cabellos.

Así que había tenido razón con sus malos presentimientos. Naturalmente. Aquí, poco antes del único paso sobre la interminable cordillera de Zarrack, era el lugar ideal para una emboscada.

—¿Quieres decir que quieren robar las alfombras?

Tertujak asintió.

—Pero, ¿qué sentido tiene eso? ¿Qué pueden hacer unos ladrones del desierto con las alfombras de cabellos?

—Se las venden a otros mercaderes de alfombras —aclaró Tertujak con rapidez, mientras su razón buscaba febril una salida de aquella catástrofe—. Desde tiempo inmemorial hay una cifra fijada de alfombras que un mercader de cabellos ha de traer cuando regresa a la ciudad portuaria de una ruta. Si no puede cumplir con esa cifra, el código de honor de los mercaderes exige que se quite la vida él mismo.

—¿Y los ladrones venden las alfombras capturadas a otros mercaderes que tienen problemas con sus cifras pero que quieren seguir viviendo? —supuso el rebelde, cuyos ojos brillaban ahora completamente despiertos.

—Exacto.

Un pensamiento se aferró de pronto a la nuca del mercader de alfombras de cabellos, una voz antiquísima, polvorienta, que decía: tú has prestado oídos al hereje y él te ha seducido. Tú le has creído, le has creído de verdad, ¡he aquí tu castigo por ello!

Tertujak tomó la foto del Emperador muerto y se la dio al cautivo.

—¿No tienes armas? —le preguntó, y se removió inquieto en sus cadenas.

—Tengo soldados.

—No parece que eso sea de mucha utilidad.

Sí, pensó Tertujak. Y esto sería el final.

Los sonidos de lucha se fueron acercando, aullidos salvajes y el sonido de acero contra acero. Se escuchó un grito estremecedor y algo golpeó contra el carro, algo que sonaba como un cuerpo humano. Los restos destrozados de la fina cadena del mercader escaparon de sus dedos paralizados por el terror, cayeron al suelo y se hundieron entre las pieles.

Durante un largo y terrible instante todo estuvo en silencio. Luego la puerta fue arrancada y a la luz de unas antorchas humeantes contemplaron unos rostros ennegrecidos y ensangrentados.

—Saludos, mercader Tertujak —tronó sardónicamente el hombre que iba delante, un gigante barbado que portaba en la frente una cicatriz nudosa—. Y perdonad que os debamos molestar a tan tardías horas…

Se introdujo en el interior del carro, seguido por tres de sus camaradas. La mueca sardónica desapareció de su rostro como si le costara demasiado esfuerzo. Pasó apenas la mirada por el cautivo, luego señaló al mercader.

—¡Registradle! —ordenó.

Los hombres se lanzaron sobre el mercader, le rasgaron sus ropas y las removieron y las arrancaron, hasta que casi todo le colgaba al cuerpo en harapos. Sin embargo, no encontraron nada de lo que buscaban.

—Nada.

El jefe se acercó al mercader y le miró con fijeza.

—¿Dónde está la llave del carro de las alfombras de cabellos?

Tertujak tragó saliva.

—No la tengo.

—No me cuentes cuentos, saco de grasa.

—La tiene uno de mis hombres.

El barbado se rió incrédulo.

—¿Uno de tus hombres?

—Sí. Un soldado en el que confío completamente. Le he instruido para que huyera en caso de que fuéramos atacados.

—¡Maldita sea!

El jefe le golpeó sin contención en el rostro de modo que la cabeza se le fue hacia un lado. El golpe le partió a Tertujak el labio inferior, pero el mercader no emitió sonido alguno.

Los otros hombres estaban intranquilos.

—¿Qué hacemos ahora?

—Nos llevamos el carro entero —propuso un hombre rollizo, cuyo brazo derecho estaba cubierto de una sangre que no parecía ser la suya—. Ya lo abriremos de algún modo…

—¡Tonterías! —le increpó el barbado—. ¿Por qué crees que el carro está blindado? No se puede. Necesitamos la llave.

Los ladrones se miraron los unos a los otros.

—Cuando amanezca podemos buscar por los alrededores —dijo otro—. Al fin y al cabo, un hombre sin montura no puede haber ido muy lejos.

—¿Cómo sabes que no tenía montura? —preguntó el hombre rollizo.

—Lo hubiéramos notado…

—¡Estad tranquilos! —ordenó el jefe con un brutal movimiento de las manos y volvió su atención de nuevo al mercader de cabellos, al que le brotaba sangre del labio inferior—. Yo no creo que un mercader deje lejos de su alcance la llave de su carro de las alfombras. —Miró inquisitivamente a Tertujak—. Abre la boca.

El mercader no reaccionó.

—¡He dicho que abras la boca! —le increpó el gigante barbudo.

—¿Por qué? —preguntó Tertujak.

—Porque creo que nos la quieres dar con queso.

Agarró la barbilla del mercader con un movimiento brutal y repentino y le obligó a abrir la boca.

—Veo un par de heridas recientes en tu garganta —anunció, y miró al mercader con compasión—. No me creo lo de tu soldado. ¿Sabes lo que creo? ¡Creo que te has tragado la llave!

Los ojos del mercader se abrieron desmesuradamente. No estaba en condiciones de decir nada más y su mirada era una afirmación silenciosa.

—¿Y? —gruñó el ladrón—. ¿No tengo razón?

A Tertujak le dio una arcada, jadeó.

—Sí —consiguió decir.

Todo rastro de piedad humana desapareció repentinamente de los ojos del barbado, al tiempo que echaba la mano atrás y sacaba del cinturón un cuchillo grande y afilado.

—No deberías haberlo hecho —dijo en voz baja—. De verdad que no deberías haberlo hecho.

9. Los dedos del flautista

La estrecha calleja dormía todavía. Una niebla ligera y madrugadora colgaba entre retorcidos frontones, se mezclaba con el frío humo de las chimeneas en las que se había extinguido el fuego durante la noche. Cuando los primeros rayos del sol acariciaron los caballetes de los tejados de aquellas casas pequeñas y retorcidas, todo apareció bañado en la inadecuada y ensoñadora luz de una tierna bruma. En algunos rincones oscuros yacían, como pequeños montículos de tierra, mendigos que dormían sobre el mismo suelo, cubiertos hasta la cabeza con mantas harapientas. Unos cuantos roedores de pequeño tamaño se arrastraban aturdidos por las basuras, lo suficientemente hartos como para, con benevolencia, dejar a un lado a los durmientes. Algunos de ellos, olfateando, se atrevieron a ir hasta el pequeño reguero que murmuraba perezoso en el centro de la calleja.

Los roedores se echaron nerviosos a un lado y salieron disparados de vuelta a sus agujeros, como si les tiraran de una cuerda, en el preciso momento en que una figura embozada se acercó a paso apresurado, jadeando, tropezando, deslizándose de sombra a sombra hasta que, finalmente, se dirigió a toda prisa hacia la casa del maestro de flauta Opur. Entonces se escucharon dos sordos golpes de aldaba.

Arriba, en la casa, el viejo se despertó al instante de su sueño intranquilo, clavó la vista en el techo y se preguntó si el ruido que acababa de sonar había sido sueño o realidad. Entonces sonó la puerta de nuevo. Así que era real. Echó la colcha hacia un lado y se metió sus pantuflas, tomó su bata y se la puso antes de arrastrarse hacia la ventana para abrirla. Miró hacia la calle, que yacía vacía y solitaria y apestaba a aceite rancio como cada mañana.

De las sombras al pie de la casa salió un joven con paso tímido, miró hacia Opur al tiempo que se echaba hacia atrás el pañuelo con el que se había cubierto la cabeza. El maestro Opur vio rizos amarillos que enmarcaban un rostro que él no había esperado volver a ver en su vida.

—¿Tú?

—Ayudadme, maestro —susurró el delgado joven—. He huido.

La súbita alegría que había embargado el corazón del anciano dio paso a una dolorosa desilusión. Durante un fragmento de un instante había creído que todo volvería a ser como antes.

—Espera —dijo—. Ya bajo.

¿Qué había hecho el joven? Opur agitó triste las sienes mientras bajaba a toda prisa las escaleras. Se había lanzado de cabeza a la desgracia, eso había hecho. No terminaría bien. Opur lo sabía, pero algo en su interior estaba dispuesto a creer lo contrario. Descorrió el pesado cerrojo de la puerta. Allí estaba el joven, temblando, le miraba asustado con sus grandes ojos azules que antaño le habían contemplado extasiados y llenos de confianza. Su rostro estaba marcado por el miedo y las privaciones.

—Entra —dijo el viejo maestro de flauta, y seguía sin saber si debía alegrarse o atemorizarse. Pero cuando el joven entró en el estrecho y oscuro zaguán y se agachó a causa de lo bajo del techo, le tomó en sus brazos sin pensarlo.

—Maestro Opur, tenéis que esconderme —susurró el joven tiritando—. Están detrás de mí. Me persiguen.

—Te ayudaré, Piwano —murmuró Opur, y paladeó el sonido de aquel nombre que no había vuelto a usar desde que el gremio enviara a servir en la flota imperial precisamente a aquel joven, su mejor alumno, el músico de triflauta más dotado que nunca había existido.

—Quiero tocar flauta otra vez, maestro. ¿Me enseñaréis? —El maxilar inferior del joven temblaba. Estaba al límite de sus fuerzas.

Opur le palmeó en la espalda con delicadeza y, al menos así pensaba, tranquilizadoramente.

—Por supuesto, hijo. Pero primero tienes que dormir. Ven.

Tomó el gran cuadro que cubría la puerta a la escalera del sótano y lo puso a un lado. Piwano le siguió al sótano, cuyo suelo consistía en barro aplastado y cuyas paredes eran de ladrillo visto. Una de las repisas viejas y polvorientas se podía girar en un ángulo oculto y daba paso a una segunda habitación secreta en la que había un camastro, una lámpara de aceite y algunos víveres. El anciano maestro de flauta no escondía a un fugitivo por primera vez.

El joven tardó apenas un instante en quedarse dormido. Dormía con la boca abierta y su respiración se cortaba de vez en cuando y luego seguía, tosiendo. Una de sus manos se enervó temblorosa en un gesto invisible de resistencia que sólo se relajó después de una larga tensión.

Opur movió la cabeza por fin, suspirando. Con cuidado tomó la lámpara de aceite y la colocó en un lugar seguro. Luego dejó solo al dormido, cerró la puerta secreta y subió. Durante un instante sopesó dormir él mismo un poco, pero al final decidió que no.

En vez de eso se preparó su desayuno con las primeras luces del día y lo consumió en silencio, realizó unas cuantas labores domésticas y subió luego a su aula, para estudiar las antiguas partituras.

Su primera alumna llegó poco antes del mediodía.

—Siento lo del dinero para las clases —comenzó a parlotear apenas hubo abierto la puerta—. Ya sé que hoy es la fecha fijada y he pensado en ello, ya durante la semana pasada, y todo el tiempo. O sea, lo que quiero decir con esto es que no lo he olvidado…

—Sí, sí —Opur asintió de mala gana.

—Es solamente que tengo que esperar a mi hermano. Él tiene que llegar a la ciudad en cualquier momento, de hecho tendría que haber llegado hace ya mucho. Viaja con el mercader Tertujak, habéis de saber, y siempre me da el dinero que necesito cuando vuelve de un viaje. Y ya se espera al mercader Tertujak, podéis preguntar a quien queráis…

—No pasa nada —la interrumpió el maestro con impaciencia, y le señaló que subiera la escalera hacia el aula—. Ya pagarás la próxima vez. Vamos a empezar.

Opur percibió su propia intranquilidad. Tenía que recuperar su equilibrio, tan bien como pudiera. Se sentaron uno tras otro en dos cojines que estaban enfrente y, después de que la mujer hubiera sacado su triflauta y sus partituras de ejercicios, Opur le ordenó cerrar los ojos y escuchar su propia respiración.

El maestro de flauta hizo lo mismo. Percibió cómo la inquietud desaparecía. El recogimiento interior era importante. Sin recogimiento interior era imposible tocar un instrumento tan difícil como la triflauta.

Como era su costumbre, Opur tomó su flauta y tocó una pequeña pieza. Luego permitió que su discípula abriera los ojos.

—¿Cuándo podré yo tocar algo así, maestro? —preguntó ella en voz baja.

—Esta era la
pau-lo-no
—aclaró Opur sereno—, la pieza clásica más sencilla. Será la primera obra clásica que tocarás algún día. Pero como todas las obras tradicionales para flauta, es polifónica, lo que quiere decir que primero tienes que dominar la monofonía. Escuchemos cómo van tus ejercicios.

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