Los tejedores de cabellos (19 page)

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Authors: Andreas Eschbach

—¿Sobre el destino final de las alfombras de cabellos, entonces, no sabemos nada? —concluyó Jubad al final del informe.

—No.

—¿En el interior de la estación espacial?

—No es suficientemente grande para ello —le repuso el hombre—. Sólo hay que calcular el volumen total de las alfombras realizadas y compararlo con el volumen de la estación espacial. Es muchas veces mayor.

—Quizá no se hayan conservado las alfombras de cabellos —propuso la mujer rubia—. Quizás las destruyan.

—Puede ser —dijo Jubad casualmente. Se veía que le ocupaban pensamientos totalmente distintos—. La imagen aterradora que me acosa es que en algún lugar del universo exista todavía un palacio del Emperador por descubrir, en el que, entretanto, se amontonen las alfombras de cabellos en verdaderas montañas. Y si existe un palacio por descubrir, quien sabe que habrá en él. ¿Quizás ejércitos que yacen hibernados desde hace milenios?

La pelirroja asintió.

—¿Quizás un clon del Emperador que también sea inmortal?

—Exacto —la secundó Jubad con seriedad—. No sabemos cómo consiguió el Emperador no envejecer y vivir y vivir durante todo ese incalculable espacio de tiempo. Hay tanto que no sabemos y, en lo que se refiere a algunos secretos sin aclarar, deberíamos tener un interés mayor que el meramente académico, pues pueden ocultar peligros.

Emparak tuvo que reconocer de mala gana que el tal Jubad poseía un entendimiento asombrosamente despierto. Parecía como si algo de la grandeza del Emperador se hubiera transmitido a quien lo había derrotado. Y tenía razón: sobre la inmortalidad del Emperador ni siquiera el archivo sabía nada.

Jubad hojeó por encima los documentos mientras los otros le miraban mudos y pacientes. Se detuvo en uno de los papeles, lo leyó y se lo alcanzó al hombre.

—¿Qué es esto?

—No se encontró la estrella Gheerh —aclaró—. La flota expedicionaria fue encargada en principio de comprobar la exactitud de las cartas estelares encontradas. Algunas de las estrellas catalogadas no llevaban número sino nombre, y entre ellas, la estrella Gheerh fue imposible de encontrar.

—¿Qué quiere decir imposible de encontrar?

El otro se encogió de hombros.

—Simplemente no estaba allí. El sol junto con todos sus planetas. Simplemente los habían borrado del universo.

—¿Puede esto tener algo que ver con esa supuesta guerra de hace ochenta mil años?

—Lo que resulta curioso es la toponimia. Gheerh, Gheera. Quizás Gheerh era el mundo principal del reino llamado Gheera, y por eso fue destruido durante esa guerra.

Jubad miró a la mujer pelirroja. En sus ojos ardía un silencioso espanto.

—¿Era capaz la flota del Imperio de destruir un sistema solar por completo?

Sí, pensó Emparak. Lo hizo a menudo.

—Sí —dijo la pelirroja.

Jubad se hundió de nuevo en sus reflexiones. Miró fijamente a los papeles, como si pudiera arrancarlos sus secretos.

—¿Una de las dos estrellas del sistema doble alrededor del que gira la estación espacial es un agujero negro? —preguntó de pronto. —Sí. —¿Desde hace cuánto tiempo?

Las mujeres y el hombre estaban sorprendidos y sin saber qué decir.

—Ni idea.

—Se trata de una constelación verdaderamente peligrosa, ¿no es cierto? El lugar más arriesgado para instalar una estación espacial, fuertes radiaciones sin pausa, el peligro constante de ser atrapados por el horizonte de sucesos… —Jubad examinó a los otros de uno en uno—. ¿Qué dicen los antiguos mapas estelares?

—Oh. —La mujer rubia se inclinó sobre su memoria de datos portátil y pulsó algunas teclas—. No dicen nada de un agujero negro. Aquí sólo está apuntada la enana roja. Ni siquiera una estrella doble.

—¡Eso significa algo! —Jubad se levantó—. Voy a interceder ante el Consejo para que una flota de guerra sea enviada a Gheera con la misión de atacar la estación espacial y tomarla. Tenemos que sacar a la luz el secreto de las alfombras de cabellos y soy de la opinión de que la estación espacial es la clave decisiva. —Hizo un significativo ademán—. Les doy las gracias.

Con ello se dirigió de nuevo hacia su coche, que se lo llevó de allí.

Con un suspiro de alivio el hombre se dejó caer hacia atrás y se desperezó.

—¿Y? —dijo en voz alta—. Ha salido bien, ¿no?

La pelirroja miró insatisfecha delante de sí, a la superficie de la mesa.

—Lo de la estrella doble ha sido penoso. Se nos tendría que haber ocurrido a nosotros mismos.

—Ah, Rhuna, ¡la eterna perfeccionista! —habló marcadamente la mujer rubia—. ¿Nunca estás contenta? Se va a actuar por fin, más no queríamos conseguir.

—Lo peor hubiera sido si él hubiera dicho: una cosa improductiva, haremos que vuelva la expedición Gheera —les señaló el hombre.

—Y quizás no haya estado tan mal que él mismo haya caído en la cuenta —opinó la rubia—. Seguro que eso le ha convencido mejor que si se lo hubiéramos dado todo masticado.

—Eso es verdad también. —La pelirroja sonrió y comenzó a ordenar sus documentos—. Así que, bien, muchachos, podemos estar contentos. Recojamos las cosas y pensemos a dónde vamos a ir a celebrarlo.

La mujer rubia le hizo una señal a Emparak.

—Puedes recoger de nuevo el proyector. Muchas gracias.

¿Por qué le daba las gracias? ¿Y por qué le miraba tan extrañamente inquisitiva?

Emparak no dijo nada. Tomó la cubierta y se arrastró hacia la mesa para colocarla de nuevo. Los tres jóvenes se fueron, cargados con sus bolsas y carpetas y sin dignarse a dirigirle ni una palabra más.

—Ya verás, averiguaremos qué es lo que pasa con las alfombras de cabellos…

Ésta fue la última frase que Emparak pudo oír, una frase que quedó todavía en el aire durante un momento, como si buscara un eco en las profundidades sin fondo del archivo.

Emparak les vio irse. Su rostro estaba impasible. Pero con el ojo de su espíritu veía el archivador que guardaba todas las respuestas y que podría haber respondido todas las preguntas.

Buscad si queréis, pensó él mientras la puerta de acero se cerraba de nuevo. Rompeos la cabeza con ello. Creéis que habéis descubierto un gran secreto. No tenéis ni idea. Ni siquiera habéis arañado la historia del Imperio.

11. Jubad

Su mano izquierda sujetaba la derecha encima del pecho, un gesto que le había vuelto su emblema y que era imitado a menudo tanto por epígonos como por envidiosos. Su mirada se paseaba por jardines inundados de sol y arriates rebosantes de flores, sobre brillantes lagos y paseos paradisíacos, pero no veía nada, sólo la lobreguez borrosa y gris de una era desaparecida. Su coche seguía un camino que serpenteaba juguetón entre imponentes construcciones de todas las épocas y que le conduciría al centro del antiguo palacio imperial. Pero ante los ojos de Jubad sólo se elevaba la columnata oscura y maciza que acababa de abandonar.

El archivo del Emperador… Siempre había evitado penetrar en el antiquísimo edificio que albergaba los documentos y los artefactos de toda la época imperial. Quizás tuviera que haberlo evitado también hoy. Pero por algún motivo le había parecido inevitable tomar parte en la reunión que había tenido lugar allí, incluso aunque ya ni siquiera recordara ese motivo.

Al final había emprendido una verdadera huida. Había dicho que sí a todo y había escapado, como si tuviera que huir del espíritu del gobernante muerto. De pronto Jubad tuvo que tomar aliento, pesada y dolorosamente, y con el rabillo del ojo percibió una preocupada mirada de su chofer. Quiso decir algo para tranquilizarlo pero no supo el qué. Tampoco sabía ya casi de qué habían hablado durante la conversación, hasta tal punto tenía que luchar contra las olas del recuerdo que amenazaban con anegarlo. El recuerdo de un pasado que había decidido su vida.

Berenko Kebar Jubad. Hacía tiempo que su propio nombre le parecía el de otro hombre, tan a menudo lo había oído en alocuciones y leído en libros de historia. Jubad, el libertador. Jubad, el vencedor del tirano. Jubad, el hombre que había matado al Emperador.

Él mismo llevaba la vida de un gobernante desde el final del Imperio. Estaba en el Consejo de los Rebeldes, hablaba delante del parlamento. Donde quiera que fuera y dijera lo que dijera, siempre contemplaba miradas temerosas y afecto respetuoso. Dado que se le escuchaba, en buena medida era suyo también el crédito de que a la región de Tempesh-Kutraan se le hubiera concedido la independencia, y también la pacificación de la provincia de Baquion era, al menos en cierta medida, su obra. Pero de estos logros no se acordarían las generaciones futuras. Lo que se recordaría por todos los tiempos sería al hombre que había dirigido el golpe mortal contra el déspota.

Siguiendo un súbito impulso hizo que el chofer detuviera el coche.

—Voy a ir andando un rato —dijo, y añadió, al darse cuenta de la mirada preocupada del hombre—. No soy tan viejo como parezco. Todos debieran saberlo.

Tenía cincuenta y cuatro años, pero a menudo le calculaban setenta. Y casi se sentía así cuando se bajó del coche. Se quedó de pie y esperó a que el coche desapareciera de la vista.

Luego respiró profundamente y miró a su alrededor. Estaba solo. Solo en un pequeño jardín repleto de arbustos de un verde azulado, con delicadas plumas y capullos de color rojo oscuro. En algún lugar, un pájaro cantaba una triste canción, una serie siempre igual de tonos. Parecía como si estuviera ensayando diligentemente.

Jubad cerró los ojos, escuchó el canto del pájaro, que le recordaba más a una música de flauta que a los pájaros de su tierra, y saboreó el calor del sol sobre su rostro. Maravilloso, pensó, simplemente estar aquí, donde sea, y no ser importante. No ser observado por nadie. Simplemente vivir.

Para su sorpresa, cuando abrió de nuevo los ojos había un muchacho delante de él y le miraba fijamente. No le había oído acercarse.

—Tú eres Jubad, ¿no es verdad? —dijo el niño.

Jubad asintió.

—Sí.

—¿Estabas pensando en un problema complicado? —quiso saber el chaval—. Por eso no te he molestado.

—Eso ha sido muy amable de tu parte —opinó Jubad, sonriendo—. Pero no estaba pensando en nada especial. Solamente estaba oyendo los pájaros.

El muchacho abrió mucho los ojos.

—¿En serio?

—En serio —le aseguró Jubad.

Contempló al niño, que movía las caderas intranquilo y a todas luces quería decir algo. Por fin, le salió de dentro:

—¡Quiero preguntarte algo importante!

—¿Sí? —dijo Jubad con desgana—. Pregunta entonces.

—¿Es verdad que tú mataste al malvado Emperador?

—Sí, es verdad. Pero hace mucho de eso.

—¿Y estaba muerto de verdad? ¿Te fijaste bien?

—Me fijé muy bien —le aseguró Jubad, tan serio como le era posible. Tuvo que hacer esfuerzos para controlar su risa—. El Emperador estaba muerto de verdad.

El muchacho pareció de pronto muy preocupado.

—Mi padre dice siempre que todo eso no es verdad. Dice que el Emperador vive todavía y que sólo ha dejado su cuerpo para seguir viviendo en las estrellas y los planetas. Él tiene muchas fotos del emperador en su habitación y dice que eres un embustero. ¿Es verdad eso? ¿Eres un embustero?

Un dolor bien conocido atravesó a Jubad. El pasado. Jamás le dejaría en paz.

—Mira —aclaró con cuidado—, cuando tu padre era un niño, como tú ahora, entonces gobernaba todavía el Emperador, y tu padre tenía que ir, como todos los niños, a una escuela sacerdotal. Allí los sacerdotes le hicieron daño y le llenaron con un miedo enorme a hacer algo alguna vez que no le gustara al Emperador. Y ese miedo no le ha abandonado durante toda su vida. Todavía hoy tiene miedo, por eso dice esas cosas. ¿Lo entiendes?

Era pedir demasiado a un niño que igual tenía cuatro o cinco años y que ya se veía obligado a romperse la cabeza con tales cosas porque quería a su padre.

La pequeña cabeza se esforzó terriblemente durante un instante, mientras el niño intentaba llegar a una conclusión. Pero de pronto todo el esfuerzo desapareció como si lo borraran y su rostro se volvió radiante.

—¡Yo no creo que seas un embustero!

—Gracias —dijo Jubad con sequedad.

—Además —continuó alegre el chaval—, seguramente el Emperador te hubiera castigado severamente si siguiera vivo.

Con ello se alejó saltando, aliviado y lleno de energía.

Jubad lo miró, de algún modo sorprendido con aquel modo infantil de ver las cosas.

—Sí —murmuró por fin—. Ése es un pensamiento muy lógico.

Cuando Jubad entró en su casa, vio un hombre a la mesa, tranquilo, como si esperara allí desde hacía algún tiempo. Junto a su mano, que descansaba sobre la mesa, había una pequeña maleta oscura.

Jubad se detuvo un momento, luego cerró la puerta pensativo.

—¿Otra vez ha llegado el momento?

—Sí —dijo el hombre.

Jubad asintió, luego se puso a cerrar todos los postigos de las ventanas. Afuera había comenzado ya el crepúsculo y algunas de las siete lunas colgaban en el cielo oscuro como bordadas en terciopelo negro.

Desde una de sus ventanas tenía Jubad una hermosa vista de la gran cúpula que conformaba el centro del palacio. La cúpula albergaba los lujosos aposentos privados del antiguo Emperador que hoy estaban cerrados y que sólo podían ser visitados por científicos con una autorización especial. Sin embargo, años atrás había habido voces que, increíblemente, querían que él, Jubad, habitara allí, lo que él, por supuesto, había rechazado de inmediato.

—¿Te ha visto venir alguien?

—Creo que no.

—¿No estás seguro de ello?

El hombre en la mesa rió débilmente.

—Sí. Pero ya no es posible hacer desaparecer el rumor de que padeces algún tipo de enfermedad grave.

Jubad cerró el último postigo, dio la luz y se sentó también a la mesa.

—Estamos hablando de uno de los mayores secretos de estado —dijo serio—. Ni siquiera el Consejo debe enterarse de ello.

—Sí. —El hombre abrió la pequeña maleta, tomó una jeringuilla y comenzó a llenarla de un líquido azul claro—. Pero, ¿cuánto tiempo vas a aguantarlo tú todavía?

—Tanto como sea posible.

Se negaba a volverse supersticioso. Era una casualidad, nada más. Debía de haberse infectado con el virus en su juventud, probablemente incluso en su primer viaje por orden del Consejo rebelde, un viaje que le había llevado hasta Jehemba. Y luego, la enfermedad se había incubado en su interior, durante largos años, sin los mínimos síntomas.

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