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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela

Los tontos mueren (4 page)

Todos los somníferos ambulantes se habían dedicado a perseguirle. Eran la crema del país, aquellas chicas. Te daban afecto, te estrechaban la mano, iban a una cena y a un espectáculo, jugaban un poco de tu dinero, jamás te engañaban o te desplumaban. Te hacían creer que se preocupaban sinceramente por ti y jodían como los ángeles. Sorbiéndote el seso. Todo por un solitario billete de cien dólares. Eran un buen negocio. Ay, Dios mío, un negocio excelente. Pero él nunca podía dejarse engañar ni siquiera por el pequeño momento comprado. Le lavaron de arriba abajo antes de dejarle: un hombre enfermo, muy enfermo, en una cama de hospital. En fin, siempre eran mucho mejores que los somníferos normales, no te producían ningún tipo de pesadilla. Pero tampoco te hacían dormir. En realidad, Jordan llevaba ya tres semanas sin dormir.

Se apoyó cansinamente contra el cabezal de la cama. No recordaba cuándo había dejado la silla. Debería apagar las luces e intentar dormir. Pero volvería el terror. No un miedo mental sino un pánico físico que su cuerpo no era capaz de combatir aunque su mente aguantase y se preguntase qué pasaba. No había elección posible. Tenía que bajar otra vez al casino. Metió el cheque de cincuenta mil en la maleta. Se jugaría sólo los billetes y las fichas.

Jordan lo recogió todo de la cama y se llenó los bolsillos. Salió de la habitación y siguió adelante hacia el casino. Ahora ocupaban las mesas los verdaderos jugadores. A aquellas horas primeras de la madrugada, ya habían hecho sus tratos mercantiles, habían terminado sus cenas en las habitaciones especiales, habían llevado a sus esposas a los espectáculos y las habían luego metido en la cama o las habían dejado con fichas de dólar en la ruleta. Fuera de circulación. O se habían retirado agotadas, o habían asistido a una inevitable función cívica. Todos libres ya para combatir con el destino. Con el dinero en la mano, se alineaban en primera fila en las mesas de dados. Los jefes de sector esperaban con marcadores en blanco a que acabasen las fichas para que firmasen por otro billete o dos o tres de los grandes. Durante las próximas horas, muchos hombres firmarían y perderían fortunas. Sin saber nunca por qué. Jordan apartó la vista hacia el extremo final del casino.

Un recinto cerrado por una elegante baranda gris regio albergaba la larga mesa oval de bacarrá, separándola de la zona central del salón. Un guardia armado de los servicios de seguridad estaba apostado a la entrada porque en aquella mesa se jugaba básicamente con dinero en efectivo y no con fichas. A los dos extremos de la mesa de fieltro verde había dos sillas muy altas. Allí se sentaban los dos supervisores, vigilando a los croupiers y observando los pagos; su concentración de halcones quedaba sólo levemente disfrazada por el traje de etiqueta que llevaban todos los empleados del casino que estaban dentro del recinto del bacarrá. Los supervisores vigilaban todos los movimientos de los tres croupiers y del jefe de sector que dirigía. Jordan empezó a caminar hacia ellos hasta que pudo ver las figuras definidas de los croupiers con sus trajes de etiqueta.

Cuatro santos de corbata negra cantaban hosannas a los ganadores y cantos fúnebres a los perdedores. Hombres apuestos, de movimientos rápidos, de continente atractivo, daban lustre al juego que dirigían. Pero antes de que Jordan pudiese cruzar la entrada gris regio, Cully y Merlyn se plantaron ante él.

—Sólo les faltan quince minutos —dijo suavemente Cully—. No juegues.

La sección de bacarrá se cerraba a las tres.

Y entonces uno de los santos de corbata negra llamó a Jordan.

—Vamos a dar el último «zapato», señor Jordan. El «zapato» de la banca —le dijo riendo.

Jordan contempló las cartas amontonadas y esparcidas por la mesa, con sus dorsos azules, y contempló luego cómo las juntaban antes de barajar, mostrando sus pálidas y blancas caras internas.

—¿Qué os parece si jugáis los dos conmigo? —dijo Jordan—. Yo pondré el dinero y apostaremos al límite los tres.

Lo cual significaba que con el límite de dos mil dólares, Jordan apostaría seis mil en cada mano.

—¿Estás loco? —dijo Cully—. Puedes perderlo todo.

—Vosotros sentaos ahí —dijo Jordan—. Os daré el diez por ciento de lo que ganéis.

—No —dijo Cully, y se separó de él, yendo a apoyarse en la baranda del bacarrá.

—Merlyn, ¿ocuparás una silla por mí? —preguntó Jordan.

Merlyn el Niño le sonrió, y luego dijo quedamente:

—Sí, ocuparé esa silla.

—Te llevarás el diez por ciento —dijo Jordan.

—Sí, de acuerdo —dijo Merlyn.

Los dos cruzaron la baranda y se sentaron. Diane tenía el «zapato» recién iniciado, y Jordan se sentó en la silla junto a ella para poder coger el siguiente. Diane inclinó la cabeza hacia él.

—No juegues más, Jordy —le dijo.

Jordan no apostó en la mano de Diane y ella fue repartiendo las cartas azules que sacaba del «zapato».

Diane perdió, perdió sus veinte dólares del casino y perdió la banca y pasó el «zapato» a Jordan.

Jordan se dedicó a vaciar todos los bolsillos exteriores de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Fichas, negras y verdes, billetes de cien dólares. Colocó un fajo de billetes frente a la silla seis de Merlyn. Luego cogió el «zapato» y colocó veinte fichas negras en la banca.

—Tú también —le dijo a Merlyn.

Merlyn contó veinte billetes de cien dólares del fajo que tenía ante sí y los colocó en el compartimento de la banca.

El croupier alzó una mano para detener a Jordan. Miró a su alrededor al resto de la mesa para comprobar si todos habían hecho ya su apuesta. Su palma cayó sobre una mano tentadora, y canturreó dirigiéndose a Jordan:

—Una carta para el jugador.

Jordan repartió las cartas. Una para el croupier, otra para él. Luego otra para el croupier y otra para él. El croupier echó un vistazo a la mesa y luego echó sus dos cartas hacia el hombre que apostaba la cantidad más alta a jugador. El hombre miró cautamente sus cartas y luego sonrió y las echó sobre la mesa boca arriba. Tenía un nueve natural invencible. Jordan echó las cartas boca arriba sin siquiera mirarlas. Tenía dos figuras. Cero. Liquidado. Pasó el «zapato» a Merlyn. Merlyn pasó el «zapato» al jugador siguiente. Por un instante, Jordan intentó parar el «zapato», pero algo en la expresión de Merlyn le detuvo. Ninguno de los dos dijo nada.

La caja marrón dorado fue dando la vuelta lentamente a la mesa. Sin novedad digna de nota. Ganó banca. Luego jugador. No hubo ganancias consecutivas de ninguno de ellos. Jordan apostó a la banca siempre, presionando, y llevaba perdidos ya los diez mil dólares de su propio fajo; Merlyn aún se negaba a apostar. Por fin Jordan se hizo otra vez con el «zapato».

Hizo su apuesta, el límite de dos mil dólares. Estiró la mano hasta el dinero de Merlyn y separó unos cuantos billetes colocándolos en la ranura de la banca. Advirtió de pronto que Diane ya no estaba a su lado. Y tuvo la sensación de que había llegado el momento. Sintió una tremenda oleada de energía, la sensación de que podía hacer que salieran del «zapato» las cartas que desease.

Tranquilamente y sin emoción, Jordan consiguió veinticuatro pases directos. En el octavo pase la baranda que rodeaba la mesa de bacarrá estaba atestada y todos los jugadores de la mesa apostaban banca, uniéndose a su suerte. Al décimo pase, el croupier de la ranura del dinero se agachó y sacó las fichas especiales de quinientos dólares. Eran de un hermoso blanco crema con bandas doradas.

Cully estaba apoyado en la baranda observando, con Diane a su lado. Jordan les saludó con un gesto. Por primera vez estaba emocionado. Desde el otro extremo de la mesa, un jugador sudamericano gritó «maestro» cuando Jordan logró su treceavo pase. Y luego, al seguir insistiendo Jordan, se hizo un extraño silencio en la mesa.

Daba cartas del «zapato» sin esfuerzo, sus manos parecían fluir. Ni una sola vez tropezó una carta ni se le escapó al salir de su lugar oculto en la caja de madera. Ni nunca mostró accidentalmente el rostro blanco y pálido de una de ellas. Cogía sus propias cartas con el mismo movimiento rítmico cada vez, sin mirar, dejando que el croupier jefe voceara los números y los resultados. Cuando el croupier decía «una carta para el jugador», Jordan la daba tranquilamente sin el menor énfasis en que fuese buena o mala. Cuando el croupier decía «una carta para la banca», Jordan la daba asimismo suave y rápidamente, sin emoción. Por fin, en el veinticincoavo pase, ganó jugador, mano que jugaba el croupier porque todos los demás apostaban a banca.

Jordan le pasó el zapato a Merlyn, que lo rechazó y se lo pasó al jugador siguiente. También Merlyn tenía pilas de fichas doradas de quinientos dólares frente a sí. Como habían ganado con la banca, tenían que pagar la comisión del cinco por ciento a la caja. El croupier contabilizó las comisiones en sus números de silla. Un total de cinco mil dólares. Lo cual significaba que Jordan había ganado unos cien mil dólares en aquella racha de suerte. Y todos los demás jugadores de la mesa habían salido de apuros.

Los dos supervisores estaban hablando por teléfono desde sus sillas con el director del casino y el propietario del hotel, comunicándoles las malas noticias. Una noche desafortunada en la mesa de bacarrá era uno de los pocos peligros graves para el porcentaje de beneficios del casino. No es que significase gran cosa a la larga, pero siempre había que estar atento a los desastres naturales. El propio Gronevelt bajó de su apartamento y entró tranquilamente en el recinto del bacarrá, quedándose en el rincón con el jefe de sector, observando. Jordan le vio con el rabillo del ojo y supo quién era, Merlyn se lo había señalado un día.

El «zapato» recorrió la mesa y siguió siendo un tímido «zapato» de banquero. Jordan ganó un poco de dinero. Luego volvió a tener en su poder el «zapato».

Esta vez sin esfuerzo, tranquilamente, las manos como en un ballet, logró el sueño de todo jugador de bacarrá. Acabó el zapato con «pases». No quedaron más cartas. Jordan tenía ante sí pilas y pilas de fichas blanco y oro.

Jordan lanzó cuatro de las fichas blanco y oro al croupier jefe.

—Para ustedes, caballeros —dijo.

El jefe de sector de bacarrá dijo:

—Señor Jordan, ¿por qué no sigue usted ahí sentado y deja que convirtamos todo esto en un cheque?

Jordan se metió en la chaqueta el inmenso montón de billetes de cien dólares, luego las fichas negras de cien dólares, dejando sobre la mesa inmensos montones de fichas doradas y blancas de quinientos dólares.

—Cuéntelos usted mismo —dijo al jefe de sector.

Se levantó para estirar las piernas y luego dijo tranquilamente:

—¿Puede usted jugar otro «zapato»?

El jefe de sector vaciló y se volvió al director del casino, que estaba con Gronevelt.

El director del casino movió la cabeza en un gesto negativo. Había catalogado a Jordan como un jugador degenerado. Jordan se quedaría sin duda en Las Vegas hasta que perdiese. Pero aquella noche era su noche de suerte. ¿Por qué empeñarse en acosarle en su noche de suerte? Mañana, las cartas saldrían de otro modo. No podía tener siempre suerte, y luego su fin sería rápido. El director del casino había visto todo aquello antes. La casa disponía de infinitas noches, todas ellas con la comisión, el porcentaje.

—Se cierra la mesa —dijo el director del casino.

Jordan bajó la cabeza. Se volvió para mirar a Merlyn y dijo:

—Tú llevas el diez por ciento de las ganancias de tu silla. Pero, ante su sorpresa, vio una expresión casi de lástima en los ojos de Merlyn y le oyó decir:

—No.

Los croupiers encargados del dinero contaban las fichas doradas de Jordan y las apilaban para que los supervisores, el jefe de sector y el director del casino pudiesen también controlar las cuentas. Por fin terminaron. El jefe de sector alzó la vista y dijo con respeto:

—Ha ganado usted doscientos noventa mil dólares, señor Jordan. ¿Lo quiere todo en un cheque?

Jordan asintió. Los bolsillos interiores de su chaqueta aún estaban atestados de más fichas, de dinero en billetes. No quería cambiar todo aquello.

Los otros jugadores habían dejado la mesa y el sector al decir el director del casino que no habría otro «zapato». El jefe de sector aún murmuraba. Cully había cruzado la baranda y estaba junto a Jordan, igual que Merlyn, los tres con el aire de miembros de alguna banda callejera con sus chaquetas deportivas Las Vegas Ganador.

Jordan se sentía ahora realmente cansado, demasiado cansado para el esfuerzo físico que exigían los dados y la ruleta. Y el veintiuno era un juego demasiado lento con su límite de quinientos dólares.

—Tú no juegas más —dijo Cully—. Dios mío, nunca vi nada igual. Ahora ya sólo puedes ir hacia abajo. No volverás a tener tanta suerte.

Jordan asintió con un gesto.

El guardia de seguridad llevó a la caja las bandejas de fichas de Jordan y los recibos firmados del jefe de sector. Diane se unió al grupo y le dio un beso a Jordan. Todos ellos estaban excitadísimos. Jordan se sentía feliz en aquel momento. Era sin duda un héroe. Y sin matar ni herir a nadie. Tan fácilmente. Sólo por apostar una inmensa cantidad de dinero al azar de las cartas. Y ganar.

Tuvieron que esperar a que llegara el cheque de la caja. Merlyn le dijo burlonamente:

—Bueno, eres rico. Ya puedes hacer lo que quieras.

—Tiene que irse de Las Vegas —dijo Cully.

Diane apretaba la mano de Jordan. Pero Jordan miraba fijamente a Gronevelt, que seguía allí con el director del casino y los dos supervisores, que se habían bajado de sus sillas. Los cuatro cuchicheaban. De pronto, Jordan dijo:

—Xanadú Número Uno, ¿es capaz de jugarse un zapato?

Gronevelt se apartó de los otros y su rostro apareció bruscamente bajo la plena claridad de la luz. Jordan pudo ver que era más viejo de lo que él había creído. Quizás rondase los setenta. Aunque estaba colorado y sano. Tenía el pelo gris acero, tupido y limpiamente peinado. Su cara tenía un bronceado rojizo. Era corpulento, pero la edad aún no había desmadejado su cuerpo. Jordan se dio cuenta de que no le había sorprendido gran cosa que se dirigiese a él por su nombre de código telefónico.

Gronevelt le sonrió. No estaba enfadado. Pero algo en él reaccionaba ante el desafío, devolviéndole su juventud, la época en que había sido un jugador degenerado. Ahora había hecho de su mundo algo seguro, tenía su vida bajo control. Disponía de muchos placeres, tenía muchos deberes, le acechaban algunos peligros, pero muy pocas veces tenía a su alcance una emoción pura. Resultaría placentero saborear una de nuevo, y además quería ver hasta dónde era capaz de llegar Jordan, qué podía ponerle nervioso.

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