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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (15 page)

—Sin contar con que se viste como nadie —dijo Porthos—. Estaba yo en el Louvre el día en que esparció sus perlas, y, ¡pardiez!, yo cogí dos que vendí por diez pistolas la pieza. Y tú, Aramis, ¿le conoces?

—Tan bien como vosotros, señores, porque yo era uno de aquellos a los que se detuvo en el jardín de Amiens
[75]
, donde me había introducido el señor de Putange
[76]
, el caballerizo de la reina. En aquella época yo estaba en el seminario, y la aventura me pareció cruel para el rey.

—Lo cual no me impediría —dijo D’Artagnan—, si supiera dónde está el duque de Buckingham, cogerle por la mano y conducirle junto a la reina, aunque no fuera más que para hacer rabiar al señor cardenal; porque nuestro verdadero, nuestro único, nuestro eterno enemigo, señores, es el cardenal, y si pudiéramos encontrar un medio de jugarle alguna pasada cruel, confieso que comprometería de buen grado mi cabeza.

—Y el mercero, D’Artagnan —prosiguió Athos—, ¿os ha dicho que la reina pensaba que se había hecho venir a Buckingham con un falso aviso?

—Eso teme ella.

—Esperad —dijo Aramis.

—¿Qué? —preguntó Porthos.

—Seguid, seguid, trato de acordarme de las circunstancias.

—Y ahora estoy convencido —dijo D’Artagnan—, de que el rapto de esa mujer de la reina está relacionado con los acontecimientos de que hablamos, y quizá con la presencia de Buckingham en París.

—El gascón está lleno de ideas —dijo Porthos con admiración.

—Me gusta mucho oírle hablar —dijo Athos—, su
patois
me divierte.

—Señores —prosiguió Aramis—, escuchad esto.

—Escuchemos a Aramis —dijeron los tres amigos.

—Ayer me encontraba yo en casa de un sabio doctor en teología al que consulto a veces por mis estudios…

Athos sonrió.

—Vive en un barrio desierto —continuó Aramis—, sus gustos, su profesión lo exigen. Y en el momento en que yo salía de su casa…

—¿Y bien? —preguntaron sus oyentes—. ¿En el momento en que salíais de su casa?

Aramis pareció hacer un esfuerzo sobre sí mismo, como un hombre que, en plena corriente de mentira, se ve detener por un obstáculo imprevisto; pero los ojos de sus tres compañeros estaban fijos en él, sus orejas esperaban abiertas, no había medio de retroceder.

—Ese doctor tiene una nieta —continuó Aramis.

—¡Ah! ¡Tiene una nieta! —interrumpió Porthos.

—Dama muy respetable —dijo Aramis.

Los tres amigos se pusieron a reír.

—¡Ah, si os reís o si dudáis —prosiguió Aramis—, no sabréis nada!

—Somos creyentes como mahometanos y mudos como catafalcos —dijo Athos.

—Entonces continúo —prosiguió Aramis—. Esa nieta viene a veces a ver a su tío; y ayer ella, por casualidad, se encontraba allí al mismo tiempo que yo, y tuve que ofrecerme para conducirla a su carroza.

—¡Ah! ¿Tiene una carroza la nieta del doctor? —interrumpió Porthos, uno de cuyos defectos era una gran incontinencia de lengua—. Buen conocimiento, amigo mío.

—Porthos —prosiguió Aramis—, ya os he hecho notar más de una vez que sois muy indiscreto, y que eso os perjudica con las mujeres.

—Señores, señores —exclamó D’Artagnan, que entreveía el fondo de la aventura—, la cosa es seria; tratemos, pues, de no bromear si podemos. Seguid, Aramis, seguid.

—De pronto, un hombre alto, moreno, con ademanes de gentilhombre…, vaya, de la clase del vuestro, D’Artagnan.

—El mismo quizá —dijo éste.

—Es posible… —continuó Aramis— se acercó a mí, acompañado por cinco o seis hombres que le seguían diez pasos atrás, y con el tono más cortés me dijo: «Señor duque, y vos madame», continuó dirigiéndose a la dama a la que yo llevaba del brazo…

—¿A la nieta del doctor?

—¡Silencio, Porthos! —dijo Athos—. Sois insoportable.

—«Haced el favor de subir en esa carroza, y eso sin tratar de poner la menor resistencia, sin hacer el menor ruido».

—Os había tomado por Buckingham! —exclamó D’Artagnan.

—Eso creo —respondió Aramis.

—Pero ¿y la dama? —preguntó Porthos.

—¡La había tomado por la reina! —dijo D’Artagnan.

—Exactamente —respondió Aramis.

—¡El gascón es el diablo! —exclamó Athos—. Nada se le escapa.

—El hecho es —dijo Porthos— que Aramis es de la estatura y tiene algo de porte del hermoso duque; pero, sin embargo, me parece que el traje de mosquetero…

—Yo tenía una capa enorme —dijo Aramis.

—En el mes de julio, ¡diablos! —dijo Porthos—. ¿Es que el doctor teme que seas reconocido?

—Me cabe en la cabeza incluso —dijo Athos— que el espía se haya dejado engañar por el porte; pero el rostro…

—Yo llevaba un gran sombrero —dijo Aramis.

—¡Dios mío, cuántas precauciones para estudiar teología!

—Señores, señores —dijo D’Artagnan—, no perdamos nuestro tiempo bromeando; dividámonos y busquemos a la mujer del mercero, es la llave de la intriga.

—¡Una mujer de condición tan inferior! ¿Lo creéis, D’Artagnan? ——preguntó Porthos estirando los labios con desprecio.

—Es la ahijada de La Porte, el ayuda de cámara de confianza de la reina. ¿No os lo he dicho, señores? Y además, quizá sea un cálculo de Su Majestad haber ido, en esta ocasión, a buscar sus apoyos tan bajo. Las altas cabezas se ven de lejos, y el cardenal tiene buena vista.

—¡Y bien! —dijo Porthos—. Arreglad primero precio con el mercero, y buen precio.

—Es inútil —dijo D’Artagnan— porque creo que, si no nos paga, quedaremos suficientemente pagados por otro lado.

En aquel momento, un ruido precipitado resonó en la escalera, la puerta se abrió con estrépito y el malhadado mercero se abalanzó en la habitación donde se celebraba el consejo.

—¡Ah, señores! —exclamó—. ¡Salvadme, en nombre del cielo, salvadme! Hay cuatro hombres que vienen para detenerme! ¡Salvadme, salvadme!

Porthos y Aramis se levantaron.

—Un momento —exclamó D’Artagnan haciéndoles señas de que devolviesen a la vaina sus espadas medio sacadas—; un momento, no es valor lo que aquí se necesita, es prudencia.

—Sin embargo —exclamó Porthos—, no dejaremos…

—Vos dejaréis hacer a D’Artagnan —dijo Athos—; es, lo repito, la cabeza fuerte de todos nosotros, y por lo que a mí se refiere, declaro que yo le obedezco. Haz lo que quieras, D’Artagnan.

En aquel momento, los cuatro guardias aparecieron a la puerta de la antecámara, y al ver a cuatro mosqueteros en pie y con la espada en el costado, dudaron seguir adelante.

—Entrad, señores, entrad —gritó D’Artagnan—, aquí estáis en mi casa, y todos nosotros somos fieles servidores del rey y del señor cardenal.

—¿Entonces, señores, no os opondréis a que ejecutemos las órdenes que hemos recibido? —preguntó aquel que parecía el jefe de la cuadrilla.

—Al contrario, señores, y os echaríamos una mano si fuera necesario.

—Pero ¿qué dice? —masculló Porthos.

—Eres un necio —dijo Athos—. ¡Silencio!

—Pero me habéis prometido… —dijo en voz baja el pobre mercero.

—No podemos salvaros más que estando libres —respondió rápidamente y en voz baja D’Artagnan—, y si hiciéramos ademán de defenderos, se nos detendría con vos.

—Me parece, sin embargo…

—Adelante, señores, adelante —dijo en voz alta D’Artagnan—, no tengo ningún motivo para defender al señor. Le he visto hoy por primera vez, y ¡en qué ocasión! El mismo os la dirá: para venir a reclamarme el precio de mi alquiler. ¿Es cierto, señor Bonacieux? ¡Responded!

—Es la verdad pura —exclamó el mercero—, pero el señor no os dice…

—Silencio sobre mí, silencio sobre mis amigos, silencio sobre la reina sobre todo, o perderéis a todo el mundo sin salvaros. ¡Vamos, vamos, señores, llevaos a este hombre!

Y D’Artagnan empujó al mercero todo aturdido a las manos de los guardias, diciéndole:

—Sois un tunante querido. ¡Venir a pedirme dinero a mí, a un mosquetero! ¡A prisión, señores, una vez más, llevadle a prisión, y guardadle bajo llave el mayor tiempo posible, eso me dará tiempo para pagar!

Los esbirros se confundieron en agradecimientos y se llevaron su presa.

En el momento en que bajaban, D’Artagnan palmoteó sobre el hombro del jefe:

—¿Y no beberé yo a vuestra salud y vos a la mía? —dijo llenando dos vasos de vino de Béaugency que tenía gracias a la liberalidad del señor Bonacieux.

—Será para mí un gran honor —dijo el jefe de los esbirros—, y acepto con gratitud.

—Entonces, a la vuestra, señor… ¿cómo os llamáis?

—Boisrenard.

—¡Señor Boisrenard!

—¡A la vuestra, mi gentilhombre! ¿A vuestra vez, cómo os llamáis, si os place?

—D’Artagnan.

—¡A la vuestra, señor D’Artagnan!

—¡Y por encima de todas éstas —exclamó D’Artagnan como arrebatado por su entusiasmo—, a la del rey y del cardenal!

Quizá el jefe de los esbirros hubiera dudado de la sinceridad de D’Artagnan si el vino hubiera sido malo, pero al ser bueno el vino, se quedó convencido.

—Pero ¿qué diablo de villanía habéis hecho? —dijo Porthos cuando el aguacil en jefe se hubo reunido con sus compañeros y los cuatro amigos se encontraron solos—. ¡Vaya! ¡Cuatro mosqueteros dejan arrestar en medio de ellos a un desgraciado que pide ayuda! ¡Un gentilhombre brindar con un corchete!

—Porthos —dijo Aramis—, ya Athos lo ha prevenido que eras un necio, y yo soy de su opinión. D’Artagnan, eres un gran hombre, y para cuando estés en el puesto del señor de Tréville, pido tu protección para conseguir tener una abadía.

—¡Maldita sea! No lo entiendo —dijo Porthos—. ¿Aprobáis lo que D’Artagnan acaba de hacer?

—Claro que sí —dijo Athos—; y no solamente apruebo lo que acaba de hacer, sino que incluso le felicito por ello.

—Y ahora, señores —dijo D’Artagnan sin tomarse el trabajo de explicar su conducta a Porthos—, todos para uno y uno para todos, esa es nuestra divisa, ¿no es así?

—Pero… —dijo Porthos.

—¡Extiende la mano y jura! —gritaron a la vez Athos y Aramis.

Vencido por el ejemplo, rezongando por lo bajo, Porthos extendió la mano y los cuatro amigos repitieron a un solo grito la fórmula dictada por D’Artagnan:

«Todos para uno, uno para todos».

—Está bien, que cada cual se retire ahora a su casa —dijo D’Artagnan como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ordenar—, y atención, porque a partir de este momento, henos aquí enfrentados al cardenal.

Capítulo X
Una ratonera en el siglo XVII

L
a invención de la ratonera no data de nuestros días; cuando las sociedades, al formarse, inventaron un tipo de policía cualquiera, esta policía, a su vez, inventó las ratoneras.

Como quizá nuestros lectores no estén familiarizado aún con el argot de la calle de Jérusalem
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, y como desde que escribimos —y hace ya unos quince años de esto— es ésta la primera vez que empleamos esa palabra aplicada a esa cosa, expliquémosles lo que es una ratonera.

Cuando, en una casa cualquiera, se ha detenido a un individuo sospechoso de un crimen cualquiera, se mantiene en secreto el arresto; se ponen cuatro o cinco hombres emboscados en la primera pieza, se abre la puerta a cuantos llaman, se la cierra tras ellos y se los detiene; de esta forma, al cabo de dos o tres días, se tiene a casi todos los habituales del establecimiento.

He ahí lo que es una ratonera.

Se hizo, pues, una ratonera de la vivienda de maese Bonacieux, y todo aquel que apareció fue detenido e interrogado por las gentes del señor cardenal. Excusamos decir que, como un camino particular conducía al primer piso que habitaba D’Artagnan, los que venían a su casa eran exceptuados entre todas las visitas.

Además allí sólo venían los tres mosqueteros; se habían puesto a buscar cada uno por su lado, y nada habían encontrado ni descubierto. Athos había llegado incluso a preguntar al señor de Tréville, cosa que, dado el mutismo habitual del digno mosquetero, había asombrado a su capitán. Pero el señor de Tréville no sabía nada, salvo que la última vez que había visto al cardenal, al rey y a la reina, el cardenal tenía el gesto preocupado, el rey estaba inquieto y los ojos de la reina indicaban que había pasado la noche en vela o llorando. Pero esta última circunstancia le había sorprendido poco: la reina, desde su matrimonio, velaba y lloraba mucho.

El señor de Tréville recomendó en cualquier caso a Athos el servicio del rey y sobre todo de la reina, rogándole hacer la misma recomendación a sus compañeros.

En cuanto a D’Artagnan, no se movía de su casa. Había convertido su habitación en observatorio. Desde las ventanas veía llegar a los que venían a hacerse prender; luego, como había quitado las baldosas del suelo como había horadado el ensamblaje y sólo un simple techo le separaba de la habitación inferior, en la que se hacían los interrogatorios, oía todo cuanto pasaba entre los inquisidores y los acusados.

—¿La señora Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su marido o para alguna otra persona?

—¿El señor Bonacieux os ha entregado alguna cosa para su mujer o para alguna otra persona?

—¿Alguno de los dos os ha hecho alguna confidencia de viva voz?

—Si supieran algo, no preguntarían así —se dijo a sí mismo D’Artagnan—. Ahora bien ¿qué tratan de saber? Si el duque de Buckingham se halla en París y si ha tenido o debe tener alguna entrevista con la reina.

D’Artagnan se detuvo ante esta idea que, después de todo lo que había oído, no carecía de verosimilitud.

Mientras tanto la ratonera estaba en servicio permanentemente, y la vigilancia de D’Artagnan también.

La noche del día siguiente al arresto del pobre Bonacieux cuando Athos acababa de dejar a D’Artagnan para ir a casa del señor de Tréville cuando acababan de sonar las nueve, y cuando Planchet, que no había hecho todavía la cama, comenzaba su tarea, se oyó llamar a la puerta de la calle; al punto esa puerta se abrió y se volvió a cerrar: alguien acababa de caer en la ratonera.

D’Artagnan se abalanzó hacia el sitio desenlosado, se acostó boca abajo y escuchó.

No tardaron en oírse gritos, luego gemidos que se trataban de ahogar. En cuanto al interrogatorio, no se trataba de eso.

—¡Diablos! —se dijo D’Artagnan—. Me parece que es una mujer: la registran, ella resiste, la violentan, ¡miserables!

Y D’Artagnan, pese a su prudencia, se contenía para no mezclarse en la escena que ocurría debajo de él.

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