Los tres mosqueteros (2 page)

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Authors: Alexandre Dumas

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Con esto, el señor D’Artagnan padre ciñó a su hijo su propia espada, lo besó tiernamente en ambas mejillas y le dio su bendición.

Al salir de la habitación paterna, el joven encontró a su madre, que lo esperaba con la famosa receta cuyo empleo los consejos que acabamos de referir debían hacer bastante frecuente. Los adioses fueron por este lado más largos y tiernos de lo que habían sido por el otro, no porque el señor D’Artagnan no amara a su hijo, que era su único vástago, sino porque el señor D’Artagnan era hombre, y hubiera considerado indigno de un hombre dejarse llevar por la emoción, mientras que la señora D’Artagnan era mujer y, además, madre. Lloró en abundancia y, digámoslo en alabanza del señor D’Artagnan hijo, por más esfuerzo que él hizo por aguantar sereno como debía estarlo un futuro mosquetero, la naturaleza pudo más, y derramó muchas lágrimas de las que a duras penas consiguió ocultar la mitad.

El mismo día el joven se puso en camino, provisto de los tres presentes paternos y que estaban compuestos, como hemos dicho, por trece escudos, el caballo y la carta para el señor de Tréville; como es lógico, los consejos le habían sido dados por añadidura.

Con semejante vademécum, D’Artagnan se encontró, moral y físicamente, copia exacta del héroe de Cervantes, con quien tan felizmente le hemos comparado cuando nuestros deberes de historiador nos han obligado a trazar su retrato. Don Quijote tomaba los molinos de viento por gigantes y los carneros por ejércitos: D’Artagnan tomó cada sonrisa por un insulto y cada mirada por una provocación. De ello resultó que tuvo siempre el puño apretado desde Tarbes
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hasta Meung y que, un día con otro, llevó la mano a la empuñadura de su espada diez veces diarias; sin embargo, el puño no descendió sobre ninguna mandíbula, ni la espada salió de su vaina. Y no es que la vista de la malhadada jaca amarilla no hiciera florecer sonrisas en los rostros de los que pasaban; pero como encima de la jaca tintineaba una espada de tamaño respetable y encima de esa espada brillaba un ojo más feroz que noble, los que pasaban reprimían su hilaridad, o, si la hilaridad dominaba a la prudencia, trataban por lo menos de reírse por un solo lado, como las máscaras antiguas. D’Artagnan permaneció, pues, majestuoso e intacto en su susceptibilidad hasta esa desafortunada villa de Meung.

Pero aquí, cuando descendía de su caballo a la puerta del
Franc Meunier
sin que nadie, hostelero, mozo o palafrenero, hubiera venido a coger el estribo de montar, D’Artagnan divisó en una ventana entreabierta de la planta baja a un gentilhombre de buena estatura y altivo gesto aunque de rostro ligeramente ceñudo, hablando con dos personas que parecían escucharle con deferencia. D’Artagnan, según su costumbre, creyó muy naturalmente ser objeto de la conversación y escuchó. Esta vez D’Artagnan sólo se había equivocado a medias: no se trataba de él, sino de su caballo. El gentilhombre parecía enumerar a sus oyentes todas sus cualidades y como, según he dicho, los oyentes parecían tener gran deferencia hacia el narrador, se echaban a reír a cada instante. Como media sonrisa bastaba para despertar la irascibilidad del joven, fácilmente se comprenderá el efecto que en él produjo tan ruidosa hilaridad.

Sin embargo, D’Artagnan quiso primero hacerse idea de la fisonomía del impertinente que se burlaba de él. Clavó su mirada altiva sobre el extraño y reconoció un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años
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, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado; iba vestido con un jubón y calzas violetas con agujetas de igual color, sin más adorno que las cuchilladas habituales por las que pasaba la camisa. Aquellas calzas y aquel jubón, aunque nuevos, parecían arrugados como vestidos de viaje largo tiempo encerrados en un baúl. D’Artagnan hizo todas estas observaciones con la rapidez del observador más minucioso, y, sin duda, por un sentimiento instintivo que le decía que aquel desconocido debía tener gran influencia sobre su vida futura.

Y como en el momento en que D’Artagnan fijaba su mirada en el gentilhombre de jubón violeta, el gentilhombre hacía respecto a la jaca bearnesa una de sus más sabias y más profundas demostraciones, sus dos oyentes estallaron en carcajadas, y él mismo dejó, contra su costumbre, vagar visiblemente, si es que se puede hablar así, una pálida sonrisa sobre su rostro. Aquella vez no había duda, D’Artagnan era realmente insultado. Por eso, lleno de tal convicción, hundió su boina hasta los ojos y, tratando de copiar algunos aires de corte que había sorprendido en Gascuña entre los señores de viaje, se adelantó, con una mano en la guarnición de su espada y la otra apoyada en la cadera. Desgraciadamente, a medida que avanzaba, la cólera le enceguecía más y más, y en vez del discurso digno y altivo que había preparado para formular su provocación, sólo halló en la punta de su lengua una personalidad grosera que acompañó con un gesto furioso.

—¡Eh, señor! —exclamó—. ¡Señor, que os ocultáis tras ese postigo! Sí, vos, decidme un poco de qué os reís, y nos reiremos juntos.

El gentilhombre volvió lentamente los ojos de la montura al caballero, como si hubiera necesitado cierto tiempo para comprender que era a él a quien se dirigían tan extraños reproches; luego, cuando no pudo albergar ya ninguna duda, su ceño se frunció ligeramente y tras una larga pausa, con un acento de ironía y de insolencia imposible de describir, respondió a D’Artagnan:

—Yo no os hablo, señor.

—¡Pero yo sí os hablo! —exclamó el joven exasperado por aquella mezcla de insolencia y de buenas maneras, de conveniencias y de desdenes.

El desconocido lo miró un instante todavía con su leve sonrisa y, apartándose de la ventana, salió lentamente de la hostería para venir a plantarse a dos pasos de D’Artagnan frente al caballo. Su actitud tranquila y su fisonomía burlona habían redoblado la hilaridad de aquellos con quienes hablaba y que se habían quedado en la ventana.

D’Artagnan, al verle llegar, sacó su espada un pie fuera de la vaina.

—Decididamente este caballo es, o mejor, fue en su juventud botón de oro —dijo el desconocido continuando las investigaciones comenzadas y dirigiéndose a sus oyentes de la ventana, sin aparentar en modo alguno notar la exasperación de D’Artagnan, que sin embargo estaba de pie entre él y ellos—; es un color muy conocido en botánica, pero hasta el presente muy raro entre los caballos.

—¡Así se ríe del caballo quien no osaría reírse del amo! —exclamó el émulo de Tréville, furioso.

—Señor —prosiguió el desconocido—, no río muy a menudo, como vos mismo podéis ver por el aspecto de mi rostro; pero procuro conservar el privilegio de reír cuando me place.

—¡Y yo —exclamó D’Artagnan— no quiero que nadie ría cuando no me place!

—¿De verdad, señor? —continuó el desconocido más tranquilo que nunca—. Pues bien, es muy justo —y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que D’Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado.

Pero D’Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó su espada por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:

—¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no os hiera por la espalda!

—¡Herirme a mí! —dijo el otro girando sobre sus talones y mirando al joven con tanto asombro como desprecio—. ¡Vamos, vamos, querido, estáis loco!

Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:

—Es enojoso —prosiguió—. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!

Acababa de terminar cuando D’Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D’Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D’Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:

—¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!

—¡No antes de haberte matado, cobarde! —gritaba D’Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.

—¡Una gasconada más! —murmuró el gentilhombre—. ¡A fe mía que estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene bastante.

Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas; D’Artagnan no era hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin, D’Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.

En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.

En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ventana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva contrariedad.

—Y bien, ¿qué tal va ese rabioso? —dijo volviéndose al ruido de la puerta que se abrió y dirigiéndose al hostelero que venía a informarse sobre su salud.

—¿Vuestra excelencia está sano y salvo? —preguntó el hostelero.

—Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os pregunta qué ha pasado con nuestro joven.

—Ya está mejor —dijo el hostelero—: se ha desvanecido totalmente.

—¿De verdad? —dijo el gentilhombre.

—Pero antes de desvanecerse ha reunido todas sus fuerzas para llamaros y desafiaros al llamaros.

—¡Ese buen mozo es el diablo en persona! —exclamó el desconocido.

—¡Oh, no, excelencia, no es el diablo! —prosiguió el hostelero con una mueca de desprecio—. Durante su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desmayarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en París, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis más tarde.

—Entonces —dijo fríamente el desconocido—, es algún príncipe de sangre disfrazado.

—Os digo esto, mi señor —prosiguió el hostelero—, para que toméis precauciones.

—¿Y ha nombrado a alguien en medio de su cólera?

—Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa de este insulto a su protegido».

—¿El señor de Tréville? —dijo el desconocido prestando atención—. ¿Golpeaba sobre su bolso pronunciando el nombre del señor de Tréville?… Veamos, querido hostelero: mientras vuestro joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso. ¿Qué había?

—Una carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros.

—¿De verdad?

—Como tengo el honor de decíroslo, excelencia.

El hostelero, que no estaba dotado de gran perspicacia, no observó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía del desconocido. Este se apartó del reborde de la ventana sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como hombre inquieto.

—¡Diablos! —murmuró entre dientes—. ¿Me habrá enviado Tréville a ese gascón? ¡Es muy joven! Pero una estocada es siempre una estocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay por qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil obstáculo para contrariar un gran designio.

Y el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos minutos.

—Veamos, huésped —dijo—, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo —añadió con una expresión fríamente amenazadora—, sin embargo, me molesta. ¿Dónde está?

—En la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer piso.

—¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el jubón?

—Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os molesta…

—Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no podrían aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi lacayo.

—¿Cómo? ¿El señor nos deja ya?

—Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha obedecido?

—Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada principal, completamente aparejado para partir.

—Está bien, haced entonces lo que os he pedido.

—¡Vaya! —se dijo el hostelero—. ¿Tendrá miedo del muchacho?

Pero una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó humildemente y salió.

—No es preciso advertir a Milady
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sobre este bribón —continuó el extraño—. No debe tardar en pasar; viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que monte a caballo y que vaya a su encuentro… ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta dirigida a Tréville!…

Y el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la cocina.

Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a D’Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle comprender que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a un gran señor —porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran señor—, le convenció para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino. D’Artagnan, medio aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por el hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos normandos.

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