Los tres mosqueteros (52 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—¡A fe que con mucho gusto! —dijo D’Artagnan—. Hace tiempo que no hemos hecho una comida decente; y como por mi cuenta esta noche tengo que hacer una expedición algo arriesgada, no me molestará, lo confieso, que se me suba la cabeza con algunas botellas de viejo borgoña.

—¡Vaya por el viejo borgoña! Tampoco yo lo detesto —dijo Aramis, a quien la vista del oro había quitado como con la mano sus ideas de retiro.

Y tras poner tres o cuatro pistolas en su bolso para responder a las necesidades del momento, guardó las otras en el cofre de ébano incrustado de nácar donde ya estaba el famoso pañuelo que le había servido de talismán.

Los dos amigos se dirigieron primero a casa de Athos que, fiel al juramento que había hecho de no salir, se encargó de hacerse traer la cena a casa; como entendía a las mil maravillas los detalles gastronómicos, D’Artagnan y Aramis no pusieron ninguna dificultad en dejarle ese importante cuidado.

Se dirigían a casa de Porthos cuando en la esquina de la calle du Bac se encontraron con Mosquetón, que con aire lastimero echaba por delante de él a un mulo y a un caballo.

D’Artagnan lanzó un grito de sorpresa, que no estaba exento de mezcla de alegría.

—¡Ah, mi caballo amarillo! —exclamó—. Aramis, ¡mirad ese caballo!

—¡Oh, horroroso rocín! —dijo Aramis.

—Pues bien, querido —prosiguió D’Artagnan—, es el caballo sobre el que vine a París.

—¿Cómo? ¿El señor conoce este caballo? —dijo Mosquetón.

—Es de un color original —dijo Aramis—; es el único que he visto en mi vida con ese pelo.

—Eso creo también —prosiguió D’Artagnan—; yo lo vendí por eso en tres escudos, y debió ser por el pelo, porque el esqueleto no vale desde luego dieciocho libras. Pero ¿cómo se encuentra entre tus manos este caballo, Mosquetón?

—¡Ah —dijo el criado— no me habléis de ello, señor, es una mala pasada del marido de nuestra duquesa!

—¿Cómo ha sido eso, Mosquetón?

—Sí, somos vistos con buenos ojos por una mujer de calidad, la duquesa de…, pero perdón, mi amo me ha recomendado ser discreto. Nos había forzado a aceptar un pequeño recuerdo, un magnífico caballo berberisco y un mulo andaluz, que eran maravillosos de ver; el marido se ha enterado del asunto, ha confiscado al pasar las dos magníficas bestias que nos enviaban, ¡y las ha sustituido por estos horribles animales!

—Que tú devuelves —dijo D’Artagnan.

—Exacto —contestó Mosquetón—; comprenderéis que no podemos aceptar semejantes monturas a cambio de las que nos han prometido.

—No, pardiez, aunque me hubiera gustado ver a Porthos sobre mi Botón de Oro; eso me habría dado una idea de lo que era yo mismo cuando llegué a París. Pero no te entretenemos, Mosquetón, vete a hacer el recado de tu amo, vete. ¿Está él en casa?

—Sí, señor —dijo Mosquetón—, pero muy desapacible, id.

Y continuó su camino hacia el paseo des Grands-Augustins, mientras los dos amigos iba a llamar a la puerta del infortunado Porthos. Éste les había visto atravesar el patio y se había abstenido de abrir. Llamaron, pues, inútilmente.

Mientras tanto, Mosquetón continuaba su camino y al atravesar el Pont-Neuf, siempre arreando delante de él sus dos matalones, llegó a la calle aux Ours. Llegado allí, ató, según las órdenes de su amo, caballo y mulo a la aldaba de la puerta del procurador; luego, sin inquietarse por su suerte futura, volvió en busca de Porthos y le anunció que su recado estaba hecho.

Al cabo de cierto tiempo, las dos desgraciadas bestias, que no habían comido desde la mañana, hicieron tal ruido alzando y dejando caer la aldaba de la puerta que el procurador ordenó a su recadero ir a informarse en el vecindario a quién pertenecían el caballo y el mulo.

La señora Coquenard reconoció su regalo, y no comprendió al principio nada de aquella devolución; pero pronto la visita de Porthos la iluminó. La furia que brillaba en los ojos del mosquetero, pese a la coacción que se imponía espantó a la sensible amante. En efecto, Mosquetón no había ocultado a su amo que había encontrado a D’Artagnan y a Aramis, y que D’Artagnan había reconocido en el caballo amarillo la jaca bearnesa sobre la que había venido a París y que había vendido por tres escudos.

Porthos salió tras haber dado cita a la procuradora en el claustro Saint-Maglorie. La procuradora, al ver que Porthos se iba, lo invitó a cenar, invitación que el mosquetero rehusó con aire lleno de majestad.

La señora Coquenard se dirigió toda temblorosa al claustro Saint-Maglorie, porque adivinaba los reproches que allí le esperaban; pero estaba fascinada por las grandes maneras de Porthos.

Todas las imprecaciones y reproches que un hombre herido en su amor propio puede dejar caer sobre la cabeza de una mujer, Porthos las dejó caer sobre la cabeza inclinada de la procuradora.

—¡Ay! —dijo—. Lo he hecho lo mejor que he podido. Uno de nuestros clientes es mercader de caballos, debía dinero al bufete, y se mostraba recalcitrante. He cogido este mulo y este caballo por lo que nos debía; me había prometido dos monturas regias.

—¡Pues bien, señora —dijo Porthos—, si os debía más de cinco escudos vuestro chalán es un ladrón!

—No está prohibido buscar lo barato, señor Porthos —dijo la procuradora tratando de excusarse.

—No, señora, pero quienes buscan lo barato deben permitir a los otros buscarse amigos más generosos.

Y Porthos, girando sobre sus talones, dio un paso para retirarse.

—¡Señor Porthos, señor Porthos! —exclamó la procuradora—. Me he equivocado, lo reconozco, y no habría debido regatear tratándose de equipar a un caballero como vos.

Porthos, sin responder, dio un segundo paso de retirada.

La procuradora creyó verlo en una nube centelleante todo rodeado de duquesas y marquesas que le lanzaban bolsas de oro a los pies.

—¡Deteneos, en nombre del cielo! Señor Porthos —exclamó—, deteneos y hablemos.

—Hablar con vos me trae mala suerte —dijo Porthos.

—Pero decidme, ¿qué pedís?

—Nada, porque esto equivale a lo mismo que si os pidiese algo.

La procuradora se colgó del brazo de Porthos, y en el impulso de su dolor, exclamó:

—Señor Porthos, yo ignoro todo esto, ¿sé acaso lo que es un caballo? ¿Sé lo que son los arneses?

—Teníais que haber confiado en mí, que sí lo sé, señora; pero habéis querido economizar y, en consecuencia, prestar a usura.

—Es un error, señor Porthos, y lo repararé bajo palabra de honor.

—¿Y cómo? —preguntó el mosquetero.

—Escuchad. Esta noche el señor Coquenard va a casa del señor duque de Chaulnes, que lo ha llamado. Es para una consulta que durará dos horas por los menos; venid, estaremos solos y haremos nuestras cuentas.

—¡En buena hora! Eso es lo que se dice hablar, querida mía.

—¿Me perdonáis?

—Veremos —dijo majestuosamente Porthos.

Y ambos se separaron diciéndose: Hasta esta noche.

«¡Diablos! —pensó Porthos al alejarse—. Me parece que me estoy acercando por fin al baúl de maese Coquenard».

Capítulo XXXV
De noche todos los gatos son pardos

A
quella noche, tan impacientemente esperada por Porthos y D’Artagnan, llegó por fin.

D’Artagnan, como de costumbre, se presentó hacia las nueve en casa de Milady. La encontró de un humor encantador; jamás lo había recibido tan bien. Nuestro gascón vio a la primera ojeada que su billete había sido entregado, y ese billete producía su efecto.

Ketty entró para traer sorbetes. Su amante le puso una cara encantadora, le sonrió con una sonrisa más graciosa, mas, ¡ay!, la pobre chica estaba tan triste que no se dio cuenta siquiera de la benevolencia de Milady.

D’Artagnan miraba juntas a aquellas dos mujeres y se veía forzado a confesar que la naturaleza se había equivocado al formarlas; a la gran dama le había dado un alma venal y vil, a la doncella le había dado un corazón de duquesa.

A las diez Milady comenzó a parecer inquieta. D’Artagnan comprendió lo que aquello quería decir; miraba el péndulo, se levantaba, se volvía a sentar, sonreía a D’Artagnan con un aire que quería decir: Sois muy amable sin duda, pero seríais encantador si os fueseis.

D’Artagnan se levantó y cogió su sombrero; Milady le dio su mano a besar; el joven sintió que se la estrechaba y comprendió que era por un sentimiento no de coquetería, sino de gratitud por su marcha.

—Lo ama endiabladamente —murmuró. Luego salió.

Aquella vez Ketty no lo esperaba, ni en la antecámara, ni en el corredor, ni en la puerta principal. Fue preciso que D’Artagnan encontrase él solo la escalera y el cuarto.

Ketty estaba sentada con la cabeza oculta entre sus manos y lloraba.

Oyó entrar a D’Artagnan pero no levantó la cabeza; el joven fue junto a ella y le cogió las manos; entonces ella estalló en sollozos.

Como D’Artagnan había presumido, Milady, al recibir la carta, le había dicho todo a su criada en el delirio de su alegría; luego, como recompensa por la forma de haber hecho el encargo esta vez, le había dado una bolsa. Ketty, al volver a su cuarto, había tirado la bolsa en un rincón donde había quedado completamente abierta, vomitando tres o cuatro piezas de oro sobre el tapiz.

A la voz de D’Artagnan la pobre muchacha alzó la cabeza. D’Artagnan mismo quedó asustado por el trastorno de su rostro. Juntó las manos con aire suplicante, pero sin atreverse a decir una palabra.

Por poco sensible que fuera el corazón de D’Artagnan, se sintió enternecido por aquel dolor mudo; pero le importaban demasiado sus proyectos, y sobre todo aquél, para cambiar algo en el programa que se había trazado de antemano. No dejó, pues, a Ketty ninguna esperanza de ablandarlo, sólo que presentó su acción como simple venganza.

Por lo demás esta venganza se hacía tanto más fácil cuanto que Milady, sin duda para ocultar su rubor a su amante, había recomendado a Ketty apagar todas las luces del piso, e incluso de su habitación. Antes del alba el señor de Wardes debería salir, siempre en la oscuridad.

Al cabo de un instante se oyó a Milady que entraba en su habitación. D’Artagnan se abalanzó al punto a su armario. Apenas se había acurrucado en él cuando se dejó oír la campanilla.

Milady parecía ebria de alegría, se hacía repetir por Ketty los menores detalles de la pretendida entrevista de la doncella con de Warder, cómo había recibido él su carta, cómo había respondido, cuál era la expresión de su rostro, si parecía muy enamorado; y a todas estas preguntas la pobre Ketty, obligada a poner buena cara, respondía con una voz ahogada cuyo acento doloroso su ama ni siquiera notaba, ¡así de egoísta es la felicidad!

Por fin, como la hora de su entrevista con el conde se acercaba, Milady hizo apagar todo en su cuarto, y ordenó a Ketty volver a su habitación e introducir a de Wardes tan pronto como se presentara.

La espera de Ketty no fue larga. Apenas D’Artagnan hubo visto por el agujero de la cerradura de su armario que todo el piso estaba en la oscuridad cuando se lanzó de su escondite en el momento mismo en que Ketty cerraba la puerta de comunicación.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Milady.

—Soy yo —dijo D’Artagnan a media voz—, yo, el conde de Wardes.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! —murmuró Ketty—. No ha podido esperar siquiera la hora que él mismo había fijado.

—¡Y bien! —dijo Milady con una voz temblorosa—. ¿Por qué no entra? Conde, conde —añadió—, ¡sabéis de sobra que os espero!

A esta llamada, D’Artagnan alejó suavemente a Ketty y se precipitó en la habitación de Milady.

Si la rabia y el dolor deben torturar su alma, ésa es la del amante que recibe bajo un nombre que no es el suyo protestas de amor que se dirigen a su afortunado rival.

D’Artagnan estaba en una situación dolorosa que no había previsto, los celos le mordían el corazón, y sufría casi tanto como la pobre Ketty, que en aquel mismo momento lloraba en la habitación vecina.

—Sí, conde —decía Milady con su voz más dulce, apretando tiernamente su mano entre las suyas—; sí, soy feliz por el amor que vuestras miradas y vuestras palabras me han declarado cada vez que nos hemos encontrado. También yo os amo. ¡Oh, mañana, mañana, quiero alguna prenda de vos que demuestre que pensáis en mí, y, como podríais olvidarme, tomad!

Y ella pasó un anillo de su dedo al de D’Artagnan.

D’Artagnan se acordó de haber visto aquel anillo en la mano de Milady: era un magnífico zafiro rodeado de brillantes.

El primer movimiento de D’Artagnan fue devolvérselo, pero Milady añadió:

—No, no, guardad este anillo por amor a mí. Además, aceptándolo —añadió con voz conmovida— me hacéis un servicio mayor de lo que podríais imaginar.

«Esta mujer está llena de misterios» —murmuró para sus adentros D’Artagnan.

En aquel momento se sintió dispuesto a revelarlo todo. Abrió la boca para decir a Milady quién era, y con qué objetivo de venganza había venido, pero ella añadió:

—¡Pobre ángel, a quien ese monstruo de gascón ha estado a punto de matar!

El monstruo era él.

—¡Oh! —continuó Milady—. ¿Os hacen sufrir mucho todavía vuestras heridas?

—Sí, mucho —dijo D’Artagnan, que no sabía muy bien qué responder.

—Tranquilizaos —murmuró Milady, yo os vengaré, y cruelmente.

«¡Maldita sea! —se dijo D’Artagnan—. El momento de las confidencias todavía no ha llegado».

Necesitó D’Artagnan algún tiempo todavía para reponerse de este breve diálogo; pero todas las ideas de venganza que había traído se habían desvanecido por completo. Aquella mujer ejercía sobre él un increíble poder, la odiaba y la adoraba a la vez; jamás había creído que estos dos sentimientos tan contrarios pudieran habitar en el mismo corazón y al reunirse formar un amor extraño y en cierta forma diabólico.

Sin embargo, acababa de sonar la una; hubo que separarse; D’Artagnan, en el momento de dejar a Milady, no sintió más que un vivo pesar por alejarse, y en el adiós apasionado que ambos se dirigieron recíprocamente, convinieron una nueva entrevista para la semana siguiente. La pobre Ketty esperaba poder dirigir algunas palabras a D’Artagnan cuando pasara por su habitación, pero Milady lo guió ella misma en la oscuridad y sólo lo dejó en la escalinata.

Al día siguiente por la mañana, D’Artagnan corrió a casa de Athos. Estaba empeñado en una aventura tan singular que quería pedirle consejo. Le contó todo. Athos frunció varias veces el ceño.

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