Los tres mosqueteros (55 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—Habíais citado a De Warder, el jueves último, en esta misma habitación, ¿no es cierto?

—¡Yo, no! Eso no es cierto —dijo Milady con un tono de voz tan firme y un rostro tan impasible que, si D’Artagnan no hubiera tenido una certeza tan total, habría dudado.

—No mintáis, ángel mío —dijo D’Artagnan sonriendo—, sería inútil.

—¿Cómo? ¡Hablad, pues! ¡Me hacéis morir!

—¡Oh, tranquilizaos, no sois culpable frente a mí, y yo os he perdonado ya!

—¡Y después, después!

—De Warder no puede gloriarse de nada.

—¿Por qué? Vos mismo me habéis dicho que ese anillo…

—Ese anillo, amor mío, soy yo quien lo tengo. El duque De Warder del jueves y D’Artagnan de hoy son la misma persona.

El imprudente esperaba una sorpresa mezclada con pudor, una pequeña tormenta que se resolvería en lágrimas; pero se equivocaba extrañamente, y su error no duró mucho.

Pálida y terrible, Milady se irguió y al rechazar a D’Artagnan con un violento golpe en el pecho, se abalanzó fuera de la cama.

D’Artagnan la retuvo por su bata de fina tela de Indias para implorar su perdón; mas ella con un movimiento potente y resuelto, trató de huir. Entonces la batista se desgarró dejando al desnudo los hombros, y sobre uno de aquellos hermosos hombros redondos y blancos, D’Artagnan, con un sobrecogimiento inexpresable, reconoció la flor de lis, aquella marca indeleble que imprime la mano infamante del verdugo.

—¡Gran Dios! —exclamó D’Artagnan soltando la bata.

Y se quedó mudo, inmóvil y helado sobre la cama.

Pero Milady se sentía denunciada por el horror mismo de D’Artagnan. Sin duda lo había visto todo; el joven sabía ahora su secreto, secreto terrible que todo el mundo ignoraba, salvo él.

Ella se volvió, no ya como una mujer furiosa, sino como una pantera herida.

—¡Ah, miserable! —dijo ella—. Me has traicionado cobardemente, ¡y además conoces mi secreto! ¡Morirás!

Y corrió al cofre de marquetería puesto sobre el tocador, lo abrió con mano febril y temblorosa, sacó de él un pequeño puñal de mango de oro, de hoja aguda y delgada, y volvió de un salto sobre D’Artagnan medio desnudo.

Aunque el joven fuera valiente, como se sabe, quedó asustado por aquella cara alterada, aquellas pupilas horriblemente dilatadas, aquellas mejillas pálidas y aquellos labios sangrantes; retrocedió hasta quedar entre la cama y la pared, como habría hecho ante la proximidad de una serpiente que reptase hacia él, y al encontrar su espada bajo su mano mojada de sudor, la sacó de la funda.

Pero sin inquietarse por la espada, Milady trató de subirse a la cama para golpearlo, y no se detuvo sino cuando sintió la punta aguda sobre su pecho.

Entonces trató de coger aquella espada con las manos; pero D’Artagnan la apartó siempre de sus garras, y presentándola tanto frente a sus ojos como frente a su pecho, se dejó deslizar del lecho, tratando de retirarse por la puerta que conducía a la habitación de Ketty.

Durante este tiempo, Milady se abalanzaba sobre él con horrible furia, rugiendo de un modo formidable.

Como esto se parecía a un duelo, D’Artagnan se iba reponiendo poco a poco.

—¡Bien, hermosa dama, bien! —decía—. Pero, por Dios, calmaos, u os dibujo una segunda flor de lis en el otro hombro.

—¡Infame, infame! —aullaba Milady.

Mas D’Artagnan, buscando siempre la puerta, estaba a la defensiva.

Al ruido que hacían, ella derribando los muebles para ir a por él, él parapetándose detrás de los muebles para protegerse de ella, Ketty abrió la puerta. D’Artagnan, que había maniobrado sin cesar para acercarse a aquella puerta, sólo estaba a tres pasos y de un solo impulso se abalanzó de la habitación de Milady a la de la criada y rápido como el relámpago cerró la puerta, contra la cual se apoyó con todo su peso mientras Ketty pasaba los cerrojos.

Entonces Milady trató de derribar el arbotante que la encerraba en su habitación con fuerzas muy superiores a las de una mujer; luego, cuando se dio cuenta de que era imposible, acribilló la puerta a puñaladas, algunas de las cuales atravesaron el espesor de la madera.

Cada golpe iba acompañado de una imprecación terrible.

—Deprisa, deprisa, Ketty —dijo D’Artagnan a media voz cuando los cerrojos fueron echados—. Sácame del palacio o, si le dejamos tiempo para prepararse, hará que me maten los lacayos.

—Pero no podéis salir así —dijo Ketty—, estáis completamente desnudo.

—Es cierto —dijo D’Artagnan, que sólo entonces se dio cuenta del traje que vestía—, es cierto vísteme como puedas, pero démonos prisa; compréndelo, se trata de vida o muerte.

Ketty no comprendía demasiado; en un visto y no visto le puso un vestido de flores, una amplia cofia y una manteleta; le dio las pantuflas, en las que metió sus pies desnudos, luego lo arrastró por los escalones. Justo a tiempo, Milady había hecho ya sonar la campanilla y despertado a todo al palacio. El portero tiró del cordón a la voz de Ketty en el momento mismo en que Milady, también medio desnuda, gritaba por la ventana:

—¡No abráis!

Capítulo XXXVIII
Cómo, sin molestarse, Athos encontró su equipo

E
l joven huía mientras ella lo seguía amenazando con un gesto impotente. En el momento que lo perdió de vista, Milady cayó desvanecida en su habitación.

D’Artagnan estaba tan alterado que, sin preocuparse de lo que ocurriría con Ketty atravesó medio París a todo correr y no se detuvo hasta la puerta de Athos. El extravío de su mente, el terror que lo espoleaba, los gritos de algunas patrullas que se pusieron en su persecución y los abucheos de algunos transeúntes, que pese a la hora poco avanzada, se dirigían a sus asuntos, no hicieron más que precipitar su carrera.

Cruzó el patio, subió los dos pisos de Athos y llamó a la puerta como para romperla.

Grimaud vino a abrir con los ojos abotargados de sueño. D’Artagnan se precipitó con tanta fuerza en la antecámara, que estuvo a punto de derribarlo al entrar.

Pese al mutismo habitual del pobre muchacho, esta vez la palabra le vino.

—¡Eh, eh, eh! —exclamó—. ¿Qué queréis, corredora? ¿Qué pedís, bribona?

D’Artagnan alzó sus cofias y sacó sus manos de debajo de la manteleta; a la vista de sus mostachos y de su espada desnuda, el pobre diablo se dio cuenta de que tenía que vérselas con un hombre.

Creyó entonces que era algún asesino.

—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Socorro! —gritó.

—¡Cállate desgraciado! —dijo el joven—. Soy D’Artagnan, ¿no me reconoces? ¿Dónde está tu amo?

—¡Vos, señor D’Artagnan! —exclamó Grimaud espantado—. Imposible.

—Grimaud —dijo Athos saliendo de su cuarto en bata—, creo que os permitís hablar.

—¡Ay, señor, es que!…

—Silencio.

Grimaud se contentó con mostrar con el dedo a su amo a D’Artagnan.

Athos reconoció a su camarada, y con lo flemático que era soltó una carcajada que motivaba de sobra la mascarada extraña que ante sus ojos tenía: cofias atravesadas, faldas que caían sobre los zapatos, mangas remangadas y mostachos rígidos por la emoción.

—No os riáis, amigo mío —exclamó D’Artagnan—; por el cielo, no os riáis, porque, por mi alma os lo digo, no hay nada de qué reírse.

Y pronunció estas palabras con un aire tan solemne y con un espanto tan verdadero que Athos le cogió las manos al punto exclamando:

—¿Estaréis herido, amigo mío? ¡Estáis muy pálido!

—No, pero acaba de ocurrirme un suceso terrible. ¿Estáis solo, Athos?

—¡Pardiez! ¿Quién queréis que esté en mi casa a esta hora?

—Bueno, bueno.

Y D’Artagnan se precipitó en la habitación de Athos.

—¡Venga, hablad! —dijo éste cerrando la puerta y echando los cerrojos para no ser molestados—. ¿Ha muerto el rey? ¿Habéis matado al señor cardenal? Estáis completamente cambiado; veamos, veamos, decid, porque realmente me muero de inquietud.

—Athos —dijo D’Artagnan desembarazándose de sus vestidos de mujer y apareciendo en camisón—, preparaos para oír una historia increíble, inaudita.

—Poneos primero esta bata —dijo el mosquetero a su amigo.

D’Artagnan se puso la bata, tomando una manga por otra: ¡tan emocionado estaba todavía!

—¿Y bien? —dijo Athos.

—Y bien —respondió D’Artagnan inclinándose hacia él oído de Athos y bajando la voz—: Milady está marcada con una flor de lis en el hombro.

—¡Ay! —gritó el mosquetero como si hubiera recibido una bala en el corazón.

—Veamos —dijo D’Artagnan—, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?

—¿La otra? —dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D’Artagnan la oyó.

—Sí, aquella de quien un día me hablasteis en Amiens.

Athos lanzó un gemido y dejó caer su cabeza entre las manos.

—Esta —continuó D’Artagnan— es una mujer de veintiséis a veintiocho años.

—Rubia —dijo Athos—, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿De ojos azul claro, con una claridad extraña, con pestañas y cejas negras?

—Sí.

—¿Alta, bien hecha? Le falta un diente junto al canino de la izquierda.

—Sí.

—¿La flor de lis es pequeña, de color rojizo y como borrada por las capas de crema que le aplica?

—Sí.

—Sin embargo ¡vos decís que es inglesa!

—Se llama Milady, pero puede ser francesa. A pesar de esto, lord de Winter no es más que su cuñado.

—Quiero verla, D’Artagnan.

—Tened cuidado, Athos, tened cuidado; habéis querido matarla, es mujer para devolvérosla y no fallar en vos.

—No se atreverá a decir nada porque sería denunciarse a sí misma.

—¡Es capaz de todo! ¿La habéis visto alguna vez furiosa?

—No —dijo Athos.

—¡Una tigresa, una pantera! ¡Ay, mi querido Athos, tengo miedo de haber atraído sobre nosotros dos una venganza terrible!

D’Artagnan contó entonces todo: la cólera insensata de Milady y sus amenazas de muerte.

—Tenéis razón y por mi alma que no daré mi vida por nada —dijo Athos—. Afortunadamente, pasado mañana dejamos París; con toda probabilidad vamos a La Rochelle, y una vez idos…

—Os seguiría hasta el fin del mundo, Athos, si os reconociese; dejad que su odio se ejerza sobre mí sólo.

—¡Ay, querido amigo! ¿Qué me importa que ella me mate? —dijo Athos—. ¿Acaso pensáis que amo la vida?

—Hay algún horrible misterio en todo esto, Athos. Esta mujer es la espía del cardenal, ¡estoy seguro!

—En tal caso, tened cuidado. Si el cardenal no os tiene en alta estima por el asunto de Londres, os tiene en gran odio; pero como, a fin de cuentas, no puede reprocharos ostensiblemente nada y es preciso que su odio se satisfaga, sobre todo cuando es un odio de cardenal, tened cuidado. Si salís, no salgáis solo; si coméis, tomad vuestras precauciones; en fin, desconfiad de todo, incluso de vuestra sombra.

—Por suerte —dijo D’Artagnan—, sólo se trata de llegar a pasado mañana por la noche sin tropiezo, porque una vez en el ejército espero que sólo tengamos que temer a los hombres.

—Mientras tanto —dijo Athos—, renuncio a mis proyectos de reclusión, e iré por todas partes junto a vos; es preciso que volváis a la calle des Fossoyeurs, os acompaño.

—Pero por cerca que esté de aquí —replicó D’Artagnan—, no puedo volver así.

—Es cierto —dijo Athos. Y tiró de la campanilla.

Grimaud entró.

Athos le hizo señas de ir a casa de D’Artagnan y traer de allí vestidos.

Grimaud respondió con otra señal que comprendía perfectamente y partió.

—¡Ah! Con todo esto nada hemos avanzado en cuanto al equipo, querido amigo —dijo Athos—; porque, si no me equivoco, habéis dejado vuestro traje en casa de Milady, que sin duda no tendrá la atención de devolvéroslo. Suerte que tenéis el zafiro.

—El zafiro es vuestro, mi querido Athos. ¿No me habéis dicho que era un anillo de familia?

—Sí, mi padre lo compró por dos mil escudos, según me dijo antaño; formaba parte de los regalos de boda que hizo a mi madre
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; y el magnífico. Mi madre me lo dio, y yo, loco como estaba, en vez de guardar ese anillo como una reliquia santa, se lo di a mi vez a esa miserable.

—Entonces, querido, tomad este anillo que comprendo que debéis tener.

—¿Coger yo ese anillo tras haber pasado por las manos de la infame? ¡Nunca! Ese anillo está mancillado, D’Artagnan.

—Vendedlo entonces.

—¿Vender un diamante que viene de mi madre? Os confieso que lo consideraría una profanación.

—Entonces, empeñadlo, y seguro que os prestan más de un millar de escudos. Con esa suma, tendréis dinero de sobra; luego, con el primer dinero que os venga, lo desempeñáis y lo recobráis lavado de sus antiguas manchas, porque habrá pasado por las manos de los usureros.

Athos sonrió.

—Sois un camarada encantador —dijo—, querido D’Artagnan; con vuestra eterna alegría animáis a los pobres espíritus en la aflicción. ¡Pues bien, sí, empeñemos ese anillo, pero con una condición!

—¿Cuál?

—Que sean quinientos escudos para vos y quinientos escudos para mí.

—¿Pensáis eso, Athos? Yo no necesito la cuarta parte de esa suma, yo, que estoy en los guardias y que vendiendo mi silla la conseguiré. ¿Qué necesito? Un caballo para Planchet, eso es todo. Olvidáis además que también yo tengo un anillo.

—Al que apreciáis más, según me parece, de lo que yo aprecio al mío; he creído darme cuenta al menos.

—Sí, porque en una circunstancia extrema puede sacarnos no sólo de algún gran apuro, sino incluso de algún gran peligro; es no sólo un diamante precioso, sino también un talismán encantado.

—No os comprendo, pero creo en lo que me decís. Volvamos, pues, a mi anillo, o mejor a vuestro anillo; o aceptáis la mitad de la suma que nos den o lo tiro al Sena, y dudo mucho de que, como a Polícatres
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, haya algún pez lo bastante complaciente para devolvérnoslo.

—¡Bueno, acepto! —dijo D’Artagnan.

En aquel momento Grimaud entró acompañado de Planchet; éste, inquieto por su maestro y curioso por saber lo que le había pasado, había aprovechado la circunstancia y traía los vestidos él mismo.

D’Artagnan se vistió, Athos hizo otro tanto; luego, cuando los dos estuvieron dispuestos a salir, este último hizo a Grimaud la señal de hombre que se pone en campaña; éste descolgó al punto su mosquetón y se dispuso a acompañar a su amo.

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