Los tres mosqueteros (77 page)

Read Los tres mosqueteros Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Milady vio la turbación, sentía por intuición la llama de las pasiones opuestas que ardían con la sangre en las venas del joven fanático; y como un general hábil que, viendo al enemigo dispuesto a retroceder, marcha sobre él lanzando el grito de victoria, ella se levantó, bella como una sacerdotisa antigua, inspirada como una virgen cristiana, y con el brazo extendido, el cuello al descubierto, los cabellos esparcidos, reteniendo con una mano su vestido púdicamente recogido sobre su pecho, la mirada iluminada por ese fuego que ya había llevado el desorden a los sentidos del joven puritano, caminó hacia él, exclamando con un aire vehemente de su voz tan dulce, a la que, en aquella ocasión, prestaba un acento terrible:

Entrega a Baal su víctima,

arroja a los leones el mártir:

¡Dios hará que te arrepientas!…

A él clamo desde el abismo.

Felton se detuvo ante este extraño apóstrofe, como petrificado.

—¿Quién sois vos, quién sois vos? —exclamó él juntando las manos—. ¿Sois una enviada de Dios, sois un ministro de los infiernos, sois ángel o demonio, os llamáis Eloah o Astarté?

—¿No me has reconocido, Felton? Yo no soy ni un ángel ni un demonio, soy una hija de la tierra, soy una hermana de tu creencia, eso es todo.

—¡Sí, si! —dijo Felton—. Aún dudaba, pero ahora creo.

—¡Crees y, sin embargo, eres el cómplice de ese hijo de Belial que se llama lord de Winter! ¡Crees y, sin embargo, me dejas en manos de mis enemigos, del enemigo de Inglaterra, del enemigo de Dios! ¡Crees y, sin embargo, me entregas a quien llena y mancilla el mundo con sus herejías y sus desenfrenos, a ese infame Sardanápalo
[190]
a quien los ciegos llaman duque de Buckingham y a quien los creyentes llaman el anticristo!

—¿Yo entregaros a Buckingham? ¿Yo? ¿Qué decís?

—Tienen ojos —exclamó Milady— y no verán; tienen oídos y no oirán.
[191]

—Sí, sí —dijo Felton pasándose las manos por la frente cubierta de sudor como para arrancar de ella su última duda—; sí, reconozco la voz que me habla en mis sueños: sí, reconozco los rasgos del ángel que se me aparece cada noche, gritando a mi alma que no puede dormir: «¡Golpea, salva a Inglaterra, sálvate a ti mismo, porque morirás sin haber calmado a Dios!». ¡Hablad, hablad! —exclamó Felton—. Ahora puedo comprenderos.

Un destello de alegría terrible, pero rápido como el pensamiento, brotó de los ojos de Milady.

Por fugitiva que hubiera sido aquella luz homicida, Felton la vio y se estremeció como si aquella luz hubiera iluminado los abismos del corazón de aquella mujer.

Felton se acordó de pronto de las advertencias de lord de Winter, de las seducciones de Milady, de sus primeras tentativas desde su llegada; retrocedió un paso y bajó la cabeza, pero sin cesar de mirarla; como si, fascinado por aquella extraña criatura, sus ojos no pudieran desprenderse de sus ojos.

Milady no era mujer capaz de equivocarse en cuanto al sentido de aquella duda. Bajo sus aparentes emociones su sangre fría no la abandonaba. Antes de que Felton le hubiera respondido y de que ella se viera obligada a proseguir aquella conversación tan difícil de sostener en el mismo acento de exaltación, dejó caer sus manos y, como si la debilidad de la mujer se superpusiese al entusiasmo del instante:

—Mas no —dijo—, no me toca a mí ser la Judith que libró a Betulia de este Holofernes. La espada del Eterno es demasiado pesada para mi brazo. Dejadme, pues, rehuir el deshonor de la muerte, dejadme refugiarme en el martirio. No os pido ni la libertad, como haría un culpable, ni la venganza, como haría una pagana. Dejadme morir, eso es todo. Os suplico, os imploro de rodillas: dejadme morir, y mi último suspiro será una bendición para mi salvador.

Ante esta voz dulce y suplicante, ante esta mirada tímida y abatida, Felton se acercó. Poco a poco la encantadora se había revestido de aquellos adornos mágicos que se ponía y quitaba a voluntad, es decir, la belleza, la dulzura, las lágrimas y, sobre todo, el irresistible atractivo de la voluptuosidad mística, la más devoradora de las voluptuosidades.

—¡Ay! —dijo Felton—. No puedo más que una cosa, compadeceros si me probáis que sois una víctima. Mas lord de Winter tiene crueles quejas contra vos. Vos sois cristiana, sois mi hermana en religión; me siento arrastrado hacia vos, yo que no he amado más que a mi bienhechor, yo, que no he encontrado en la vida más que traidores e impíos. Pero vos, señora, tan bella en realidad, tan pura en apariencia, para que lord de Winter os persiga, habréis cometido iniquidades.

—Tienen ojos —repitió Milady con un acento indecible de dolor— y no verán; tienen oídos y no oirán.

—Entonces —exclamó el joven oficial— hablad, hablad, pues.

—¡Confiaros mi vergüenza! —exclamó Milady con el rubor del pudor en el rostro—. Porque a menudo el crimen de uno es la vergüenza del otro. ¡Confiaros mi vergüenza a vos, un hombre; yo, una mujer! ¡Oh! —continuó ella llevando púdicamente su mano sobre sus hermosos ojos—. ¡Oh, jamás, jamás podré!

—¡A mí, a un hermano! —exclamó Felton.

Milady lo miró largo tiempo con una expresión que el joven oficial tomó por duda, y que, sin embargo, no era más que una observación y, sobre todo, voluntad de fascinar.

Felton, suplicante a su vez, juntó las manos.

—Pues bien —dijo Milady—, me fío de mi hermano, me atrevo.

En ese momento se oyó el paso de lord de Winter; pero esta vez el terrible cuñado de Milady no se contentó, como había hecho la víspera, con pasar delante de la puerta y alejarse: se detuvo, cambió dos palabras con el centinela, luego la puerta se abrió y apareció él.

Mientras se habían cambiado esas dos palabras, Felton había retrocedido vivamente, y cuando lord de Winter entró, él estaba a algunos pasos de la prisionera.

El barón entró lentamente y dirigió su mirada escrutadora de la prisionera al joven oficial.

—Hace mucho tiempo, John —dijo—, que estáis aquí. ¿Os ha contado esa mujer sus crímenes? Entonces comprendo la duración de la entrevista.

Felton temblaba, y Milady sintió que estaba perdida si no acudía en ayuda del puritano desconcertado.

—¡Ah! ¡Teméis que vuestra prisionera se os escape! —dijo ella—. Pues bien, preguntad a vuestro digno carcelero qué gracia solicitaba de él hace un instante.

—¿Pedíais una gracia? —dijo el barón suspicaz.

—Sí, milord —replicó el joven confuso.

—Y veamos, ¿qué gracia? —preguntó lord de Winter.

—Un cuchillo que ella me devolverá por el postigo un minuto después de haberlo recibido —respondió Felton.

—¿Hay aquí alguien escondido a quien esta graciosa persona quiera degollar? —prosiguió lord de Winter con su voz burlona y despreciativa.

—Estoy yo —respondió Milady.

—Os he dado a elegir entre América y Tyburn —replicó lord de Winter—; escoged Tyburn, Milady: la cuerda es todavía más segura que el cuchillo creedme.

Felton palideció y dio un paso adelante pensando que, en el momento en que él había entrado, Milady tenía una cuerda.

—Tenéis razón —dijo ésta—, y ya había pensado en ello —luego añadió con una voz sorda—: lo volveré a pensar.

Felton sintió correr un estremecimiento hasta en la médula de sus huesos; probablemente lord de Winter percibió este movimiento.

—Desconfía, John —dijo—. John, amigo mío, me he apoyado en ti, ten cuidado. ¡Te he prevenido! Además, ten valor, hijo mío, dentro de tres días nos veremos libres de esta criatura, y donde la envíen no perjudicará a nadie.

—¡Ya lo oís! —exclamó Milady con escándalo de tal forma que el barón creyó que ella se dirigía al cielo y que Felton comprendió que era para él.

Felton bajó la cabeza y meditó.

El barón tomó al oficial por el brazo volviendo la cabeza sobre su hombro, a fin de no perder de vista a Milady hasta haber salido.

—Vamos, vamos —dijo la prisionera cuando la puerta se hubo cerrado—, no estoy tan adelantada como creía. Winter ha cambiado su estupidez ordinaria por una prudencia desconocida. ¡Lo que es el deseo de venganza, y cuánto forma al hombre ese deseo! En cuanto a Felton, duda. ¡Ay, no es un hombre como ese maldito D’Artagnan! Un puritano no adora más que a las vírgenes, y las adora juntando las manos. Un mosquetero ama a las mujeres, y las ama juntado los brazos.

Sin embargo, Milady esperó con impaciencia, porque sospechaba que la jornada no pasaría sin volver a ver a Felton. Por fin una hora después de la escena que acabamos de contar, oyó que se hablaba en voz baja junto a la puerta, luego al punto la puerta se abrió y reconoció a Felton.

El joven avanzó rápidamente por el cuarto, dejando la puerta abierta tras él y haciendo señal a Milady de callarse; tenía el rostro alterado.

—¿Qué me queréis? —dijo ella.

—Escuchad —respondió Felton en voz baja—, acabo de alejar al centinela para poder permanecer aquí sin que se sepa que he venido, para hablaros sin que se pueda oír lo que os digo. El barón acaba de contarme una historia espantosa.

Milady adoptó una sonrisa de víctima resignada y sacudió la cabeza.

—O vos sois un demonio —continuó Felton—, o el barón, mi bienhechor, mi padre, es un monstruo. Os conozco desde hace cuatro días, le amo a él desde hace diez años; puedo, pues, dudar entre los dos; no os asustéis de lo que os digo, necesito estar convencido. Esta noche, después de las doce, vendré a veros, vos me convenceréis.

—No, Felton, no, hermano mío —dijo ella—, el sacrificio es demasiado grande, y siento cuánto os cuesta. No, estoy perdida, no os perdáis conmigo. Mi muerte será mucho más elocuente que mi vida, y el silencio del cadáver os convencerá mucho mejor que las palabras de la prisionera.

—Callaos, señora —exclamó Felton—, y no me habléis así; he venido para que me prometáis bajo palabra de honor, para que me juréis por lo más sagrado para vos que no atentaréis contra vuestra vida.

—No quiero prometer —dijo Milady— porque nadie más que yo respeta el juramento y, si prometiera, tendría que cumplirlo.

—¡Pues bien! —dijo Felton—. Comprometeos sólo hasta el momento en que me volváis a ver. Si cuando me hayáis vuelto a ver persistís aún, ¡pues bien!, entonces seréis libre, y yo mismo os daré el arma que me habéis pedido.

—¡De acuerdo! —dijo Milady—. Esperaré por vos.

—Juradlo.

—Lo juro por nuestro Dios. ¿Estáis contento?

—Bien —dijo Felton—; hasta esta noche.

Y se precipitó fuera del cuarto, volvió a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del soldado en la mano, como si hubiera montado la guardia en su lugar.

Una vez vuelto el soldado, Felton le devolvió el arma.

Entonces, a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un fervor delirante e irse por el corredor con un transporte de alegría.

En cuanto a ella, volvió a su puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus labios, y repitió blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber aprendido nunca a conocerlo.

—¡Mi Dios! —dijo ella—. ¡Fanático insensato! ¡Mi Dios soy yo, yo, y él quien me ayudará a vengarme!

Capítulo LVI
Quinta jornada de cautividad

M
ilady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus fuerzas.

No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady era bastante hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por encima de todos los obstáculos del espíritu.

Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza de austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre inaccesible a las seducciones corrientes. Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro. Finalmente, se había mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces, mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su estudio.

Sin embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de sí misma; no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe, un grano de granada le basta para reconstruir un mundo perdido.

Milady, bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus baterías para el día siguiente. Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y que no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos, el barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la deportación usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y un reflejo de aristocracia adora con sus luces encantadas. Ser una mujer condenada a una pena miserable e infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstáculo para volverse alguna vez poderosa. Como todas las gentes de mérito real, Milady conocía el medio que convenía a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la abyección disminuía dos tercios de su grandeza. Milady no era reina sino entre las reinas; su dominación necesitaba el placer del orgullo satisfecho. Mandar a seres inferiores era para ella más una humillación que un placer.

Desde luego, habría vuelto de su exilio, eso no lo dudaba ni un instante; pero ¿cuánto tiempo podría durar ese exilio? Para una naturaleza activa y ambiciosa como la de Milady, los días que uno no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la palabra con que deben denominarse los días que uno emplea en descender! Perder un año, dos años, tres años; es decir, una eternidad, volver cuando D’Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina, junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía soportar. Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las proporciones de su espíritu.

Other books

Hard Magic by Laura Anne Gilman
Track of the Cat by Nevada Barr
The Last Cowboy Standing by Barbara Dunlop
Theory of Remainders by Carpenter, Scott Dominic
The Outsider by Howard Fast
Rocky Road by Josi S. Kilpack
Day of the Dead by Lisa Brackman