Los tres mosqueteros (81 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—¡Felton! —exclamó—. ¡Estoy salvada!

—Sí —dijo Felton—; pero ¡silencio, silencio! Necesito tiempo para serrar vuestros barrotes. Tened cuidado solamente de que no os vean por el postigo.

—¡Oh, es una prueba de que el Señor está con nosotros, Felton! —prosiguió Milady—. Han cerrado el postigo con una plancha.

—Está bien, ¡Dios los ha vuelto insensatos! —dijo Felton.

—Pero ¿qué tengo que hacer? —preguntó Milady.

—Nada, nada; volved a cerrar la ventana solamente. Acostaos, o al menos meteos en vuestra cama completamente vestida; cuando haya terminado, golpearé en los cristales. Mas ¿podréis seguirme?

—¡Oh, sí!

—¿Y vuestra herida?

—Me hace sufrir, pero no me impide caminar.

—Estad, pues, preparada a la primera señal.

Milady volvió a cerrar la ventana, apagó la lámpara y fue, como le había recomendado Felton, a hacerse un ovillo en su cama. En medio de las quejas de la tormenta, ella oía el chirrido de la lima contra los barrotes, y a la claridad de cada relámpago vislumbraba la sombra de Felton tras los cristales.

Pasó una hora sin respirar, jadeante, con el sudor sobre la frente y el corazón oprimido por una angustia espantosa a cada movimiento que oía en el corredor.

Hay horas que duran un año.

Al cabo de una hora, Felton golpeó de nuevo.

Milady saltó fuera de su cama y fue a abrir. Dos barrotes de menos formaban una abertura para que un hombre pasase.

—¿Estáis preparada? —preguntó Felton:

—Sí. ¿Tengo que llevar alguna cosa?

—Oro si tenéis.

—Sí, por suerte me han dejado el que tenía.

—Tanto mejor, porque he gastado todo lo mío en fletar un barco.

—Tomad —dijo Milady poniendo en las manos de Felton una bolsa llena de oro.

Felton cogió la bolsa y la arrojó al pie del muro.

—Ahora —dijo—, ¿queréis venir?

—Aquí estoy.

Milady se subió a un sillón y pasó la parte superior de su cuerpo por la ventana: vio al joven oficial suspendido sobre el abismo por una escala de cuerda.

Por primera vez, un movimiento de terror le recordó que era mujer.

El vacío la espantaba.

—Me lo temía —dijo Felton.

—No es nada, no es nada —dijo Milady—, bajaré con los ojos cerrados.

—¿Tenéis confianza en mí? —dijo Felton.

—¿Y lo preguntáis?

—Juntad vuestras dos manos; cruzadlas, está bien.

Felton le ató las dos muñecas con un pañuelo; luego, por encima del pañuelo, con una cuerda.

—¿Qué hacéis? —preguntó Milady con sorpresa.

—Pasad vuestros brazos alrededor de mi cuello y no temáis nada.

—Pero os haré perder el equilibrio y nos estrellaremos los dos.

—Tranquilizaos, soy marino.

No había un segundo que perder; Milady pasó sus dos brazos en torno al cuello de Felton y se dejó deslizar fuera de la ventana.

Felton comenzó a descender los escalones lentamente y uno a uno.

Pese al peso de los dos cuerpos, el soplo del huracán los balanceaba en el aire.

De pronto Felton se detuvo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Milady.

—Silencio —dijo Felton—, oigo pasos.

—¡Estamos descubiertos!

Se hizo un silencio de algunos instantes.

—No —dijo Felton—, no es nada.

—Pero ¿qué es ese ruido?

—El de la patrulla que va a pasar por el camino de ronda.

—¿Dónde está ese camino de ronda?

—Justo debajo de nosotros.

—Nos van a descubrir.

—No, si no hay relámpagos.

—Tropezarán con el final de la escala.

—Por suerte le faltan seis pies para llegar al suelo.

—¡Ahí están, Dios mío!

—¡Silencio!

Los dos permanecieron colgados, inmóviles y sin aliento a veinte pies del suelo; durante este tiempo los soldados pasaban por debajo riendo y hablando.

Fue para los fugitivos un momento terrible.

La patrulla pasó; se oyó el ruido de los pasos que se alejaban y el murmullo de las voces que iba debilitándose.

—Ahora —dijo Felton—, estamos salvados.

Milady lanzó un suspiro y se desvaneció.

Felton continuó descendiendo. Llegado al final de la escala, y cuando sintió que faltaba apoyo para sus pies, se pegó como una lapa con las manos; llegado por fin al último escalón se dejó colgar en la fuerza de las muñecas y tocó el suelo. Se agachó, recogió la bolsa de oro y lo cogió entre sus dientes.

Luego levantó a Milady en sus brazos y se alejó con presteza por el lado opuesto al que había tomado la patrulla. Pronto dejó el camino de ronda, descendió por entre las rocas y llegado a la orilla del mar, dejó oír un toque de silbato.

Una señal parecida le respondió y cinco minutos después vio aparecer una barca ocupada por cuatro hombres.

La barca se aproximó tan cerca como pudo a la orilla, pero no había suficiente fondo para que pudiera tocar tierra; Felton se metió en el agua hasta la cintura, porque no quería confiar a nadie su precioso peso.

Afortunadamente la tempestad comenzaba a calmarse, y, sin embargo, el mar estaba todavía violento; la barquilla saltaba sobre las olas como una cáscara de nuez.

—¡A la balandra! —dijo Felton—. Remad con rapidez.

Los cuatro hombres se pusieron a los remos; pero la mar estaba demasiado gruesa para que los remos hicieran mucha labor.

Sin embargo, se iban alejando del castillo; era lo principal. La noche era profundamente tenebrosa y resultaba ya casi imposible distinguir la orilla desde la barca; con mayor razón no se habría podido distinguir la barca desde la orilla.

Un punto negro se balanceaba en el mar.

Era la balandra.

Mientras la barca avanzaba por su parte con toda la fuerza de sus cuatro remadores, Felton desataba la cuerda, luego el pañuelo que ataba las manos de Milady.

Luego, cuando sus manos estuvieron desatadas, cogió agua del mar y se la arrojó al rostro.

Milady lanzó un suspiro y abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —dijo.

—A salvo —respondió el joven oficial.

—¡Oh, a salvo, a salvo! —exclamó ella—. Sí ahí está el cielo, aquí el mar. Este aire que respiro es el de la libertad. ¡Ah…, gracias, Felton, gracias!

El joven la apretó contra su corazón.

—Pero ¿qué tengo en las manos? —preguntó Milady—. Parece como si me hubieran quebrado las muñecas en un torno.

En efecto, Milady alzó los brazos; tenía las muñecas magulladas.

—¡Ay! —dijo Felton mirando aquellas hermosas manos y moviendo suavemente la cabeza.

—¡Oh, no es nada, no es nada! —exclamó Milady—. ¡Ahora me acuerdo!

Milady buscó con los ojos a su alrededor.

—Está ahí —dijo Felton, empujando con el pie la bolsa de oro.

Se acercaban a la balandra. El marinero de guardia dio una voz a la barca, la barca respondió.

—¿Qué barco es ése? —preguntó Milady.

—El que he fletado para vos.

—¿Dónde va a conducirme?

—Donde vos queráis, con tal que a mí me dejéis en Portsmouth.

—¿Qué vais a hacer en Portsmouth? —preguntó Milady.

—Cumplir las órdenes de lord de Winter —dijo Felton con una sombría sonrisa.

—¿Qué órdenes? —preguntó Milady.

—Entonces, ¿no comprendéis? —dijo Felton.

—No; explicaos, os lo suplico.

—Como si desconfiase de mí, ha querido custodiaros él mismo y me ha mandado en su lugar a hacer firmar a Buckingham la orden de vuestra deportación.

—Pero si desconfiaba de vos, ¿cómo os ha confiado esa orden?

—¿Creía acaso que yo sabía lo que llevaba?

—¡Ah, claro! ¿Y vais a Portsmouth?

—No tengo tiempo que perder: mañana es 23, y Buckingham parte mañana con la flota.

—¿Parte mañana para dónde?

—Para La Rochelle.

—¡Es preciso que no parta! —exclamó Milady, olvidando su presencia de ánimo acostumbrada.

—Tranquilizaos —respondió Felton—, no partirá.

Milady temblaba de alegría. Acababa de leer en lo más profundo del corazón del joven: la muerte de Buckingham estaba escrita en él con todas las letras.

—¡Felton… —dijo—, sois grande como Judas Macabeo! Si morís, moriré con vos: he ahí todo lo que puedo deciros.

—¡Silencio! —dijo Felton—. Hemos llegado.

En efecto, tocaban la balandra.

Felton subió el primero a la escala y dio la mano a Milady, mientras los marineros la sostenían porque el mar estaba todavía muy agitado.

Un instante después estaban sobre el puente.

—Capitán —dijo Felton—, esta es la persona de quien os he hablado y a quien hay que conducir sana y salva a Francia.

—Mediante mil pistolas —dijo el capitán.

—Os he dado ya quinientas.

—Es cierto —dijo el capitán.

—Y aquí están las otras quinientas —añadió Milady, llevando la mano a la bolsa de oro.

—No —dijo el capitán—, yo no tengo más que una palabra y se la he dado a este joven; las otras quinientas pistolas no se me deben hasta llegar a Boulogne.

—¿Y llegaremos?

—Sanos y salvos —dijo el capitán—, tan cierto como que me llamo Jack Buttler.

—Pues bien —dijo Milady—, si mantenéis vuestra palabra, no serán quinientas pistolas, sino mil lo que os daré.

—¡Hurra por vos, hermosa dama! —exclamó el capitán—. ¡Y ojalá Dios me envié con frecuencia clientes como Vuestra Señoría!

—Mientras tanto —dijo Felton—, conducidnos a la pequeña bahía de Chichester, antes de Portsmouth; ya sabéis qué hemos convenido que nos llevaréis allí.

El capitán respondió ordenando la maniobra necesaria, y hacia las siete de la mañana el pequeño navío arrojaba el ancla en la bahía designada.

Durante esta travesía, Felton había contado todo a Milady: cómo, en lugar de ir a Londres, había fletado el pequeño navío, cómo había vuelto, cómo había escalado la muralla colocando en los intersticios de las piedras, a medida que subía, crampones, para asegurar sus pies, y cómo, finalmente, llegado a los barrotes, había atado la escala. Milady sabía lo demás.

Por su parte, Milady trató de alentar a Felton en su proyecto; pero a las primeras palabras que salieron de su boca, vio de sobra que el joven fanático tenía más necesidad de ser moderado que reafirmado.

Convinieron que Milady esperaría a Felton hasta las diez; si a las diez no estaba de vuelta, ella partiría.

En tal caso, suponiendo que estuviera libre, se reuniría con ella en Francia, en el convento de las Carmelitas de Béthume
[193]
.

Capítulo LIX
Lo que pasó en Portsmouth el 23 de agosto de 1628
[194]

F
elton se despidió de Milady como un hermano que va a dar un simple paseo se despide de su hermana besándole la mano.

Toda su persona aparecía en un estado de calma ordinaria: sólo un resplandor desacostumbrado brillaba en sus ojos, semejante a un reflejo de fiebre; su frente estaba más pálida aún que de costumbre; sus dientes estaban apretados, y su palabra tenía un acento cortado y convulso que indicaba que algo sombrío se agitaba en él.

Mientras estuvo sobre la barca que lo conducía a tierra, permaneció con el rostro vuelto hacia Milady que, de pie sobre el puente, lo seguía con los ojos. Los dos estaban bastante tranquilos sobre el temor a ser perseguidos: nunca se entraba en la habitación de Milady antes de las nueve; y se necesitaban tres horas para llegar desde el castillo a Londres:

Felton puso el pie en tierra, escaló la pequeña cresta que conducía a lo alto del acantilado, saludó a Milady por última vez y tomó su camino hacia la ciudad.

Al cabo de cien pasos, como él terreno iba descendiendo, no podía ya ver más que el mástil de la balandra.

En seguida corrió en dirección de Portsmouth, cuyas torres y casas veía dibujarse frente a él, a media milla aproximadamente, en la bruma de la mañana.

Más allá de Portsmouth, el mar estaba cubierto de bajeles, cuyos mástiles se veían, semejantes a un bosque de álamos despojados por el invierno, balancearse bajo el soplo del viento.

En su marcha rápida, Felton repasaba lo que diez años de meditaciones ascéticas y una larga estancia en medio de los puritanos le habían proporcionado de acusaciones verdaderas o falsas contra el favorito de Jacobo VI y de Carlos I.

Cuando comparaba los crímenes públicos de este ministro, crímenes brillantes, crímenes europeos, si así se podía decir, con los crímenes privados y desconocidos con que lo había cargado Milady, Felton encontraba que el más culpable de los dos hombres que en sí contenía Buckingham era aquel cuya vida no conocía el público. Es que su amor tan extraño, tan nuevo, tan ardiente, le hacía ver las acusaciones infames e imaginarias de lady de Winter como se ve a través de un cristal de aumento, en el estado de monstruos espantosos, los imperceptibles átomos en realidad comparados con una hormiga.

La rapidez de su carrera encendía aún su sangre: la idea de que detrás de sí dejaba, expuesta a una venganza espantosa, a la mujer que amaba o mejor, la que adoraba como a una santa, la emoción pasada, su fatiga presente, todo exaltaba su alma por encima de los sentimientos humanos.

Entró en Portsmouth hacia las ocho de la mañana; toda la población estaba en pie; el tambor batía en las calles y en el puerto; las tropas de embarque descendían hacia el mar.

Felton llegó al palacio del Almirantazgo cubierto de polvo y chorreando de sudor; su rostro, ordinariamente tan pálido, estaba púrpura de calor y de cólera. El centinela quiso rechazarlo; pero Felton llamó al jefe del puesto y sacó del bolso la carta de que era portador.

—Mensaje urgente de parte de lord de Winter —dijo.

Al nombre de lord de Winter, a quien se sabía uno de los íntimos de Su Gracia, el jefe del puesto dio la orden de dejar pasar a Felton, que por lo demás, llevaba el uniforme del oficial de marina.

Felton se precipitó en el palacio.

En el momento en que entraba en el vestíbulo entraba también un hombre lleno de polvo, sin aliento, dejando a la puerta un caballo de posta que al llegar cayó sobre sus rodillas.

Felton y él se dirigieron al mismo tiempo a Patrick, el ayuda de cámara de confianza del duque. Felton nombró al barón de Winter, el desconocido no quiso nombrar a nadie, y pretendió que sólo podía darse a conocer al duque. Los dos insistían para pasar uno antes que el otro.

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