Los tres mosqueteros (80 page)

Read Los tres mosqueteros Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Felton era puritano: dejó la mano de esta mujer para besar sus pies.

El ya no la amaba más, la adoraba.

Cuando aquella crisis hubo pasado, cuando Milady pareció haber recobrado su sangre fría, que no había perdido nunca; cuando Felton hubo visto volverse a cerrar bajo el velo de la castidad aquellos tesoros de amor que no se le ocultaban sino para hacérselos desear más ardientemente:

—¡Ah! Ahora —dijo— no tengo más que una cosa que pediros, es el nombre de vuestro verdadero verdugo; porque para mí no hay más que uno; el otro era el instrumento nada más.

—¿Cómo, hermano? —exclamó Milady—. ¿Es preciso que todavía te lo nombre, no lo has adivinado?

—¿Qué? —contestó Felton—. ¡El…, también él…, siempre él! ¿Qué? El verdadero culpable…

—El verdadero culpable —dijo Milady— es el estragador de Inglaterra, el perseguidor de los verdaderos creyentes, el cobarde rapaz del honor de tantas mujeres, el que por un capricho de su corazón corrompido va a hacer derramar tanta sangre a dos reinos, el que protege a los protestantes hoy y que mañana los traicionará…

—¡Buckingham! ¡Entonces es Buckingham! —exclamó Felton exasperado.

Milady ocultó su rostro en sus manos, como si no hubiera podido soportar la vergüenza que este hombre le recordaba.

—¡Buckingham el verdugo de esta angélica criatura! —exclamó Felton—. Y tú, Dios mío, no lo has fulminado, y tú lo has dejado noble, honrado, poderoso para la perdición de todos nosotros.

—Dios abandona a quien se abandona a sí mismo —dijo Milady.

—Pero, entonces, ¡quiere atraer sobre su cabeza el castigo reservado a los malditos! —continuó Felton con exaltación creciente—. ¡Quiere que la venganza humana anticipe la justicia celeste!

—Los hombres lo temen y lo protegen.

—¡Oh, yo —dijo Felton—, yo no lo temo y no lo protegeré!…

Milady sintió su alma bañada por una alegría infernal.

—Pero ¿cómo lord de Winter, mi protector, mi padre —preguntó Felton—, está mezclado en todo esto?

—Escuchad, Felton —prosiguió Milady—, porque al lado de hombres cobardes y despreciables todavía hay naturalezas grandes y generosas. Yo tenía un prometido, un hombre al que yo amaba y que me amaba; un corazón como el vuestro, Felton, un hombre como vos. Fui a él y le conté todo; me conocía y no dudó ni un solo instante. Era un gran señor, era un hombre en todo el igual de Buckingham. No me dijo nada, se ciñó solamente su espada, se envolvió en su capa y se dirigió a Buckingham Palace.

—Sí, sí —dijo Felton—, comprendo; aunque con semejantes hombres no sea la espada lo que hay que emplear, sino el puñal.

—Buckingham se había ido la víspera, enviado como embajador a España, donde iba a pedir la mano de la infanta para el rey Carlos I, que no era entonces más que príncipe de Gales. Mi prometido volvió. «Escuchad —me dijo—, ese hombre ha partido y, por consiguiente, por ahora, escapa a mi venganza; pero, mientras tanto, unámonos, como debíamos estarlo; luego, confiad en lord de Winter para sostener su honor y el de su mujer».

—¡Lord de Winter! —exclamó Felton.

—Sí —dijo Milady— lord de Winter, y ahora debéis comprenderlo todo, ¿no es así?: Buckingham permaneció ausente más de un año. Ocho días antes de su llegada lord de Winter murió súbitamente, dejándome única heredera. ¿De dónde venía el golpe? Dios, que todo lo sabe, lo sabe sin duda, yo a nadie acuso…

—¡Oh, qué abismo, qué abismo! —exclamó Felton.

—Lord de Winter había muerto sin decir nada a su hermano. El secreto terrible debía quedar oculto a todos hasta que estallase como el rayo sobre la cabeza del culpable. Vuestro protector había visto con pesar este matrimonio de su hermano mayor con una joven sin fortuna. Sentí que no podía esperar de un hombre engañado en sus esperanzas de herencia apoyo alguno. Pasé a Francia resuelta a permanecer allí durante todo el resto de mi vida. Pero toda mi fortuna está en Inglaterra; cerradas las comunicaciones por la guerra, todo me faltó: me vi obligada entonces a volver; hace seis días arribé a Portsmouth.

—¿Y bien? —dijo Felton.

—Y bien. Buckingham se enteró sin duda de mi regreso, habló de él a lord de Winter, ya prevenido contra mí, y le dijo que su cuñada era una prostituida, una mujer marcada. La voz pura y noble de mi marido no estaba allí para defenderme. Lord de Winter creyó todo cuanto se le dijo, con tanta mayor facilidad cuanto que tenía interés en creerlo. Me hizo detener, me condujo aquí, me puso bajo vuestra custodia. El resto vos lo sabéis: pasado mañana me destierra, me deporta; pasado mañana me relega entre los infames. ¡Oh!, la trampa está bien urdida, la conspiración es hábil y mi honor no sobrevivirá a ella. De sobra veis que es preciso que yo muera, Felton; ¡Felton, dadme ese cuchillo!

Y tras estas palabras, como si todas sus fuerzas estuvieran agotadas, Milady se dejó ir débil y lánguida entre los brazos del joven oficial que, ebrio de amor, de cólera y de voluptuosidades desconocidas, la recibió con transporte, la apretó contra su corazón, todo tembloroso ante el aliento de aquella boca tan bella, todo extraviado al contacto de aquel seno tan palpitante.

—No, no —dijo—; no, tú vivirás honrada y pura, vivirás para triunfar de tus enemigos.

Milady lo rechazó lentamente con la mano atrayéndolo con la mirada; mas Felton, a su vez, se apoderó de ella, implorándola como a una divinidad.

—¡Oh! ¡La muerte, la muerte! —dijo ella, velando su voz y sus párpados—. ¡Oh, la muerte antes que la vergüenza! Felton, hermano mío, amigo mío, te lo ruego.

—No —exclamó Felton—, no, ¡tú vivirás y serás vengada!

—Felton, llevo la desgracia a todo lo que me rodea. ¡Felton, abandóname! ¡Felton, déjame morir!

—Pues bien, muramos entonces juntos —exclamó él apoyando sus labios sobre los de la prisionera.

Varios golpes sonaron en la puerta; esta vez, Milady lo rechazó realmente.

—Escucha —dijo—, nos han oído; alguien viene. ¡Se acabó, estamos perdidos!

—No —dijo Felton—, es el centinela que me previene sólo de que llega una ronda.

—Entonces, corred a la puerta y abrid vos mismo.

Felton obedeció: aquella mujer era ya todo su pensamiento, toda su alma.

Se encontró frente a un sargento que mandaba una patrulla de vigilancia.

—¡Y bien! ¿Qué ocurre? —preguntó el joven teniente.

—Me habíais dicho que abriese la puerta si oía pedir ayuda —dijo el soldado—, pero habéis olvidado dejarme la llave; os he oído gritar sin comprender lo que decíais, he querido abrir la puerta, estaba cerrada por dentro y entonces he llamado al sargento.

—Y aquí estoy —dijo el sargento.

Felton, extraviado, casi loco, permanecía sin voz.

Milady comprendió que le correspondía coger las riendas de la situación; corrió a la mesa y cogió el cuchillo que había depositado Felton:

—¿Y con qué derecho queréis impedirme morir? —dijo ella.

—¡Gran Dios! —exclamó Felton viendo brillar el cuchillo en su mano.

En aquel momento, una carcajada irónica resonó en el corredor.

El barón, atraído por el ruido, en bata, con la espada bajo el brazo, estaba de pie en el umbral de la puerta.

—¡Ah, ah! —dijo—. Ya estamos ante el último acto de la tragedia; ya lo veis, Felton el drama ha seguido todas las fases que yo había indicado; pero estad tranquilo, la sangre no correrá.

Milady comprendió que estaba perdida si no daba a Felton una prueba inmediata y terrible de su valor.

—Os equivocáis, milord, la sangre correrá. ¡Ojalá esa sangre caiga sobre los que la hacen correr!

Felton lanzó un grito y se precipitó hacia ella; era demasiado tarde: Milady se había golpeado.

Pero el cuchillo había encontrado, afortunadamente, deberíamos decir que hábilmente, la ballena de hierro que en esa época defendía como una coraza el pecho de las mujeres; se había deslizado desgarrando el vestido y había penetrado al bies entre la carne y las costillas.

El vestido de Milady no por ello quedó menos manchado de sangre en un segundo.

Milady había caído de espaldas y parecía desvanecida.

Felton arrancó el cuchillo.

—Ved, milord —dijo con aire sombrío—. ¡Ahí tenéis una mujer que estaba bajo mi custodia y que se ha matado!

—Estad tranquilo, Felton —dijo lord de Winter—, no está muerta, los demonios no mueren tan fácilmente, tranquilizaos e id a esperarme en mi cuarto.

—Pero, milord.

—Id, os lo ordeno.

A esta conminación de su superior, Felton obedeció; pero, al salir, puso el cuchillo en su pecho.

En cuanto a lord de Winter, se contentó con llamar a la mujer que servía a Milady, y cuando hubo venido le recomendó a la prisionera que seguía desvanecida, y la dejó sola con ella.

Sin embargo, como en conjunto, pese a sus sospechas, la herida podía ser grave, envió al instante un hombre a caballo a buscar un médico.

Capítulo LVIII
Evasión

C
omo había pensado lord de Winter, la herida de Milady no era peligrosa; por eso, cuando se encontró sola con la mujer que el barón se había hecho llamar y que se afanaba en desnudarla, volvió a abrir los ojos.

Sin embargo, había que jugar a la debilidad y al dolor; no eran cosas difíciles para una comedianta como Milady; por eso la pobre mujer fue víctima completa de su prisionera a la que, pese a sus protestas, se obstinó en velar toda la noche.

Pero la presencia de aquella mujer no le impedía a Milady pensar.

No había ninguna duda, Felton estaba convencido, Felton era suyo: si un ángel se apareciese al joven para acusar a Milady, desde luego lo tomaría, en la disposición de espíritu en que se encontraba, por un enviado del demonio.

Milady sonreía a este pensamiento porque Felton era en lo sucesivo su única esperanza, su único medio de salvación.

Pero lord de Winter podía sospechar, y Felton podía ser ahora vigilado.

Hacia las cuatro de la mañana llegó el médico; pero desde que Milady se había apuñalado la herida estaba ya cerrada: el médico no pudo, por tanto medir ni la dirección ni la profundidad; reconoció sólo por el pulso de la enferma que el caso no era grave.

Por la mañana, Milady, so pretexto de que no había dormido por la noche y que necesitaba descanso, despidió a la mujer que velaba a su lado.

Tenía una esperanza, y es que Felton llegara a la hora del desayuno; pero Felton no vino.

¿Sus temores se habían vuelto realidad? Felton, sospechoso del barón, ¿iba a fallarle en el momento decisivo? No tenía más que un día: lord de Winter le había anunciado su embarque para el 23 y estaba en la mañana del 22.

No obstante, esperó aún con bastante paciencia hasta la hora de la cena.

Aunque no comió por la mañana la cena le fue traída a la hora habitual; Milady se dio entonces cuenta con terror que el uniforme de los soldados que la custodiaban había cambiado.

Entonces se aventuró a preguntar qué había sido de Felton. Le respondieron que Felton había montado a caballo hacía una hora y había partido.

Se informó de si el barón seguía en el castillo; el soldado respondió que sí, y que tenía la orden de avisarlo en caso de que la prisionera deseara hablarle.

Milady respondió que estaba demasiado débil por el momento, y que su único deseo era permanecer sola.

El soldado salió dejando la cena servida.

Felton había sido alejado, los soldados de marina habían sido cambiados; desconfiaba, por tanto, de Felton.

Era el último golpe dado a la prisionera.

Al quedar sola, se levantó; aquella cama, en la que estaba por prudencia y para que se la creyese gravemente enferma, le quemaba como un brasero ardiente. Lanzó una mirada a la puerta: el barón había hecho clavar una plancha sobre el postigo; temía sin duda que por aquella abertura consiguiese, mediante algún recurso diabólico, seducir a los guardias.

Milady sonrió de alegría; podría, pues, entregarse a sus transportes sin ser observada: recorría la habitación con la exaltación de una loca furiosa o de una tigresa encerrada en una jaula de hierro. Desde luego, si le hubiese quedado el cuchillo, habría pensado no en matarse a sí misma, sino esta vez en matar al barón.

A las seis, lord de Winter entró; estaba armado hasta los dientes. Aquel hombre, en el que hasta entonces Milady no había visto sino un
gentleman
bastante necio, se había vuelto un magnífico carcelero: parecía preverlo todo, adivinarlo todo, prevenirlo todo.

Una sola mirada lanzada sobre Milady le informó de lo que pasaba en su alma.

—Sea —dijo él—, mas no me mataréis hoy todavía; no tenéis ya armas, y además estoy sobre aviso. Habíais comenzado a pervertir a mi pobre Felton: sufría ya vuestra infernal influencia, mas quiero salvarlo, no os verá más, todo ha terminado. Recoged vuestro vestuario; mañana partiréis. Había fijado el embarque el 24, pero he pensado que cuanto más adelante la cosa, más segura será. Mañana a mediodía tendré la orden de vuestro exilio firmada por Buckingham. Si decís una sola palabra a quien quiera que sea antes de estar en el navío, mi sargento os levantará la tapa de los sesos, tiene esa orden; si ya en el navío decís una palabra a quien quiera que sea antes de que el capitán os lo permita, el capitán os hará arrojar al mar, está así acordado. Hasta luego: eso es todo lo que por hoy tenía que deciros. Mañana os volveré a ver para deciros adiós.

Y con estas palabras el barón salió.

Milady había escuchado toda esta amenazante parrafada con la sonrisa de desdén sobre los labios, pero con la rabia en el corazón.

Sirvieron la cena; Milady sintió que necesitaba fuerzas, no sabía qué podía pasar durante aquella noche que se aproximaba amenazante, porque gruesas nubes voltejeaban en el cielo y los relámpagos lejanos anunciaban una tormenta.

La tormenta estalló hacia las diez de la noche: Milady sentía un consuelo al ver a la naturaleza compartir el desorden de su corazón: el trueno bramaba en el aire como la cólera en su pensamiento; le parecía que al pasar la ráfaga desmelenaba su frente como los árboles cuyas ramas curvaba y cuyas hojas se llevaba; ella aullaba como el huracán, y su voz se perdía en el clamor de la naturaleza que parecía, también ella, gemir y desesperarse.

De pronto oyó golpear un cristal y a la claridad de un relámpago, vio el rostro de un hombre aparecer tras los barrotes.

Corrió a la ventana y la abrió.

Other books

Veer (Clayton Falls) by Ivy, Alyssa Rose
Uniform Justice by Donna Leon
Unexpected Pleasures by Penny Jordan
Hidden Vices by C.J. Carpenter
Haunting Whispers by V. K. Powell
Alchymist by Ian Irvine