Read Los tres mosqueteros Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (38 page)

—En tal caso, estad tranquilo, se dejará enternecer; además Porthos no puede deberos gran cosa.

—¡Cómo que no gran cosa! Una veintena de pistolas ya, sin contar el médico. No se priva de nada; se ve que está acostumbrado a vivir bien.

—Bueno, si su amante le abandona, encontrará amigos, os lo aseguro. Por eso, mi querido hostelero, no tengáis ninguna inquietud, y continuad teniendo con él todos los cuidados que exige su estado.

—El señor me ha prometido no hablar de la procuradora y no decir una palabra de la herida.

—Está convenido; tenéis mi palabra.

—¡Oh, es que me mataría!

—No tengáis miedo; no es tan malo como parece.

Al decir estas palabras, D’Artagnan subió la escalera, dejando a su huésped un poco más tranquilo respecto a dos cosas que parecían preocuparle: su deuda y su vida.

En lo alto de la escalera, sobre la puerta más aparente del corredor, había trazado, con tinta negra, un número uno gigantesco; D’Artagnan llamó con un golpe y, tras la invitación a pasar adelante que le vino del interior, entró.

Porthos estaba acostado y jugaba una partida de sacanete con Mosquetón para entretener la mano, mientras un asador cargado con perdices giraba ante el fuego y en cada rincón de una gran chimenea hervían sobre dos hornillos dos cacerolas de las que salía doble olor a estofado de conejo y a caldereta de pescado que alegraba el olfato. Además, lo alto de un secreter y el mármol de una cómoda estaban cubiertos de botellas vacías.

A la vista de su amigo Porthos lanzó un gran grito de alegría y Mosquetón, levantándose respetuosamente, le cedió el sitio y fue a echar una ojeada a las cacerolas de las que parecía encargase particularmente.

—¡Ah! Pardiez sois vos —dijo Porthos a D’Artagnan—; sed bienvenidos, y excusadme si no voy hasta vos. Pero —añadió mirando a D’Artagnan con cierta inquietud— vos sabéis lo que me ha pasado.

—No.

—¿El hostelero no os ha dicho nada?

—Le he preguntado por vos y he subido inmediatamente.

Porthos pareció respirar con mayor libertad.

—¿Y qué os ha pasado, mi querido Porthos? —continuó D’Artagnan.

—Lo que me ha pasado fue que al lanzarme a fondo sobre mi adversario, a quien ya había dado tres estocadas, y con el que quería acabar de una cuarta, mi pie fue a chocar con una piedra y me torcí una rodilla.

—¿De verdad?

—¡Palabra de honor! Afortunadamente para el tunante, porque no lo habría dejado sino muerto en el sitio, os lo garantizo.

—¿Y qué fue de él?

—¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi querido D’Artagnan, ¿qué os ha pasado?

—¿De modo, mi querido Porthos —continuó D’Artagnan—, que ese esguince os retiene en el lecho?

—¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie.

—Entonces, ¿por qué no habéis hecho que os lleven a París? Debéis aburriros cruelmente aquí.

—Era mi intención, pero, querido amigo, es preciso que os confiese una cosa.

—¿Cuál?

—Es que, como me aburría cruelmente, como vos decís, y tenía en mi bolsillo las sesenta y cinco pistolas que vos me habéis dado, para distraerme hice subir a mi cuarto a un gentilhombre que estaba de paso y al cual propuse jugar una partidita de dados. El aceptó y, por mi honor, mis sesenta y cinco pistolas pasaron de mi bolso al suyo, además de mi caballo, que encima se llevó por añadidura. Pero ¿y vos, mi querido D’Artagnan?

—¿Qué queréis, mi querido Porthos? No se puede ser afortunado en todo —dijo D’Artagnan—; ya sabéis el proverbio: «Desgraciado en el juego, afortunado en amores». Sois demasiado afortunado en amores para que el juego no se vengue; pero ¡qué os importan a vos los reveses de la fortuna! ¿No tenéis, maldito pillo que sois, no tenéis a vuestra duquesa, que no puede dejar de venir en vuestra ayuda?

—Pues bien, mi querido D’Artagnan, para que veáis mi mala suerte —respondió Porthos con el aire más desenvuelto del mundo—, le escribí que me enviase cincuenta luises, de los que estaba absolutamente necesitado dada la posición en que me hallaba…

—¿Y?

—Y… no debe estar en sus tierras, porque no me ha contestado.

—¿De veras?

—Sí. Ayer incluso le dirigí una segunda epístola, más apremiante aún que la primera. Pero estáis vos aquí, querido amigo, hablemos de vos. Os confieso que comenzaba a tener cierta inquietud por culpa vuestra.

—Pero vuestro hostelero se ha comportado bien con vos, según parece, mi querido Porthos —dijo D’Artagnan señalando al enfermo las cacerolas llenas y las botellas vacías.

—¡Así, así! —respondió Porthos—. Hace tres o cuatro días que el impertinente me ha subido su cuenta, y yo les he puesto en la puerta, a su cuenta y a él, de suerte que estoy aquí como una especie de vencedor, como una especie de conquistador. Por eso, como veis, temiendo a cada momento ser violentado en mi posición, estoy armado hasta los dientes.

—Sin embargo —dijo riendo D’Artagnan—, me parece que de vez en cuando hacéis salidas.

Y señalaba con el dedo las botellas y las cacerolas.

—¡No yo, por desgracia! —dijo Porthos—. Este miserable esguince me retiene en el lecho; es Mosquetón quien bate el campo y trae víveres. Mosquetón, amigo mío —continuó Porthos—, ya veis que nos han llegado refuerzos, necesitaremos un suplemento de vituallas.

—Mosquetón —dijo D’Artagnan—, tendréis que hacerme un favor.

—¿Cuál, señor?

—Dad vuestra receta a Planchet; yo también podría encontrarme sitiado, y no me molestaría que me hicieran gozar de las mismas ventajas con que vos gratificáis a vuestro amo.

—¡Ay, Dios mío, señor! —dijo Mosquetón con aire modesto—. Nada más fácil. Se trata de ser diestro, eso es todo. He sido educado en el campo, y mi padre, en sus momentos de apuro, era algo furtivo.

—Y el resto del tiempo, ¿qué hacía?

—Señor, practicaba una industria que a mí siempre me ha parecido bastante afortunada.

—¿Cuál?

—Como era en los tiempos de las guerras de los católicos y de los hugonotes, y como él veía a los católicos exterminar a los hugonotes, y a los hugonotes exterminar a los católicos, y todo en nombre de la religión, se había hecho una creencia mixta, lo que le permitía ser tan pronto católico como hugonote. Se paseaba habitualmente, con la escopeta al hombro, detrás de los setos que bordean los caminos, y cuando veía venir a un católico solo, la religión protestante dominaba en su espíritu al punto. Bajaba su escopeta en dirección del viajero; luego, cuando estaba a diez pasos de él, entablaba un diálogo que terminaba casi siempre por al abandono que el viajero hacía de su bolsa para salvar la vida. Por supuesto, cuando veía venir a un hugonote, se sentía arrebatado por un celo católico tan ardiente que no comprendía cómo un cuarto de hora antes había podido tener dudas sobre la superioridad de nuestra santa religión. Porque yo, señor, soy católico; mi padre, fiel a sus principios, hizo a mi hermano mayor hugonote.

—¿Y cómo acabó ese digno hombre? —preguntó D’Artagnan.

—¡Oh! De la forma más desgraciada, señor. Un día se encontró cogido en una encrucijada entre un hugonote y un católico con quienes ya había tenido que vérselas y le reconocieron los dos, de suerte que se unieron contra él y lo colgaron de un árbol; luego vinieron a vanagloriarse del hermoso desatino que habían hecho en la taberna de la primera aldea, donde estábamos bebiendo nosotros, mi hermano y yo.

—¿Y qué hicisteis? —dijo D’Artagnan.

—Les dejamos decir —prosiguió Mosquetón—. Luego, como al salir de la taberna cada uno tomó un camino opuesto, mi hermano fue a emboscarse en el camino del católico, y yo en el del protestante. Dos horas después todo había acabado, nosotros les habíamos arreglado el asunto a cada uno, admirándonos al mismo tiempo de la previsión de nuestro pobre padre, que había tomado la precaución de educarnos a cada uno en una religión diferente.

—En efecto, como decís, Mosquetón, vuestro padre me parece que fue un mozo muy inteligente. ¿Y decís que, en sus ratos perdidos, el buen hombre era furtivo?

—Sí, señor, y fue él quien me enseñó a anudar un lazo y a colocar una caña. Por eso, cuando yo vi que nuestro bribón de hostelero nos alimentaba con un montón de viandas bastas, buenas sólo para patanes, y que no le iban a dos estómagos tan debilitados como los nuestros, me puse a recordar algo mi antiguo oficio. Al pasearme por los bosques del señor Príncipe
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, he tendido lazos en las pasadas; y si me tumbaba junto a los estanques de Su Alteza, he dejado deslizar sedas en sus aguas. De suerte que ahora, gracias a Dios, no nos faltan, como el señor puede asegurarse, perdices y conejos, carpas y anguilas, alimentos todos ligeros y sanos, adecuados para los enfermos.

—Pero ¿y el vino? —dijo D’Artagnan—. ¿Quién proporciona el vino? ¿Vuestro hostelero?

—Es decir, sí y no.

—¿Cómo sí y no?

—Lo proporciona él, es cierto, pero ignora que tiene ese honor.

—Explicaos, Mosquetón, vuestra conversación está llena de cosas instructivas.

—Mirad, señor. El azar hizo que yo encontrara en mis peregrinaciones a un español que había visto muchos países, y entre otros el Nuevo Mundo.

—¿Qué relación puede tener el Nuevo Mundo con las botellas que están sobre el secreter y sobre esa cómoda?

—Paciencia, señor, cada cosa a su tiempo.

—Es justo, Mosquetón; a vos me remito y escucho.

—Ese español tenía a su servicio un lacayo que le había acompañado en su viaje a México. El tal lacayo era compatriota mío, de suerte que pronto nos hicimos amigos, tanto más rápidamente cuanto que entre nosotros había grandes semejanzas de carácter. Los dos amamos la caza por encima de todo, de suerte que me contaba cómo, en las llanuras de las pampas, los naturales del país cazan al tigre y los toros con simples nudos corredizos que lanzan al cuello de esos terribles animales. Al principio yo no podía creer que se llegase a tal grado de destreza, de lanzar a veinte o treinta pasos el extremo de una cuerda donde se quiere; pero ante las pruebas había que admitir la verdad del relato. Mi amigo colocaba una botella a treinta pasos, y a cada golpe, cogía el gollete en un nudo corredizo. Yo me dediqué a este ejercicio, y como la naturaleza me ha dotado de algunas facultades, hoy lanzo el lazo tan bien como cualquier hombre del mundo. ¿Comprendéis ahora? Nuestro hostelero tiene una cava muy bien surtida, pero no deja un momento la llave; sólo que esa cava tiene un tragaluz. Y por ese tragaluz yo lanzo el lazo, y como ahora ya sé dónde está el buen rincón, lo voy sacando. Así es, señor, como el Nuevo Mundo se encuentra en relación con las botellas que hay sobre esa cómoda y sobre ese secreter. Ahora, gustad nuestro vino y sin prevención decidnos lo que pensáis de él.

—Gracias, amigo mío, gracias; desgraciadamente acabo de desayunar.

—¡Y bien! —dijo Porthos—. Ponte a la mesa, Mosquetón, y mientras nosotros desayunamos, D’Artagnan nos contará lo que ha sido de él desde hace ocho días que nos dejó.

—De buena gana —dijo D’Artagnan.

Mientras Porthos y Mosquetón desayunaban con apetito de convalecientes y con esa cordialidad de hermanos que acerca a los hombres en la desgracia, D’Artagnan contó cómo Aramis, herido, había sido obligado a detenerse en Crèvecceur, cómo había dejado a Athos debatirse en Amiens entre las manos de cuatro hombres que lo acusaban de monedero falso, y cómo él, D’Artagnan, se había visto obligado a pasar por encima del vientre del conde de Wardes para llegar a Inglaterra.

Pero ahí se detuvo la confidencia de D’Artagnan; anunció solamente que a su regreso de Gran Bretaña había traído cuatro caballos magníficos, uno para él y otro para cada uno de sus tres compañeros; luego terminó anunciando a Porthos que el que le estaba destinado se hallaba instalado en las cuadras del hostal.

En aquel momento entró Planchet; avisaba a su amo de que los caballos habían descansado suficientemente y que sería posible ir a dormir a Clermont.

Como D’Artagnan se hallaba más o menos tranquilo respecto a Porthos, y como esperaba con impaciencia tener noticias de sus otros dos amigos, tendió la mano al enfermo y le previno de que se pusiera en ruta para continuar sus búsquedas. Por lo demás, como contaba con volver por el mismo camino, si en siete a ocho días Porthos estaba aún en el hostal del Grand Saint Martin, lo recogería al pasar.

Porthos respondió que con toda probabilidad su esguince no le permitiría alejarse de allí. Además, tenía que quedarse en Chantilly para esperar una respuesta de su duquesa.

D’Artagnan le deseó una recuperación pronta y buena; y después de haber recomendado de nuevo Porthos a Mosquetón, y pagado su gasto al hostelero se puso en ruta con Planchet, ya desembarazado de uno de los caballos de mano.

Capítulo XXVI
La tesis de Aramis

D’
Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además, siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.

Y D’Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su fortuna, D’Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.

Sin embargo, a lo largo del camino, una profunda tristeza le oprimía el corazón; pensaba en aquella joven y bonita señora Bonacieux, que debía pagarle el precio de su adhesión; pero, apresurémonos a decirlo, aquella tristeza en el joven provenía no tanto del pesar de su felicidad perdida cuanto de la inquietud que experimentaba porque le pasase algo a aquella pobre mujer. Para él no había ninguna duda: era víctima de una venganza del cardenal y, como se sabe, las venganzas de Su Eminencia eran terribles. Cómo había encontrado él gracia a los ojos del ministro, es lo que él mismo ignoraba y sin duda lo que le hubiese revelado el señor de Cavois si el capitán de los guardias le hubiera encontrado en su casa.

Nada hace marchar al tiempo ni abrevia el camino como un pensamiento que absorbe en sí mismo todas las facultades del organismo de quien piensa. La existencia exterior parece entonces un sueño cuya ensoñación es ese pensamiento. Gracias a su influencia, el tiempo no tiene medida, el espacio no tiene distancia. Se parte de un lugar y se llega a otro, eso es todo. Del intervalo recorrido nada queda presente a vuestro recuerdo más que una niebla vaga en la que se borran mil imágenes confusas de árboles, de montañas y de paisajes. Fue así, presa de una alucinación, como D’Artagnan franqueó, al trote que quiso tomar su caballo, las seis a ocho leguas que separan Chantilly de Crèvecceur, sin que al llegar a esta ciudad se acordase de nada de lo que había encontrado en su camino.

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