Los tres mosqueteros (37 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—No, señor bromista —respondió D’Artagnan—, pero con nuestros cuatro caballos podremos volver a traer a nuestros tres amigos, si es que todavía los encontramos vivos.

—Lo cual será una gran suerte —respondió Planchet—, pero en fin, no hay que desesperar de la misericordia de Dios.

—Amén —dijo D’Artagnan, montando a horcajadas en su caballo.

Y los dos salieron del palacio de los Guardias, alejándose cada uno por una punta de la calle, debiendo el uno dejar París por la barrera de La Villette y el otro por la barrera de Montmartre, para reunirse más allá de Saint-Denis, maniobra estratégica que ejecutada con igual puntualidad fue coronada por los más felices resultados. D’Artagnan y Planchet entraron juntos en Pierrefitte.

Planchet estaba más animado, todo hay que decirlo, por el día que por la noche.

Sin embargo, su prudencia natural no le abandonaba un solo instante; no había olvidado ninguno de los incidentes del primer viaje, y tenía por enemigos a todos los que encontraba en camino. Resultaba de ello que sin cesar tenía el sombrero en la mano, lo que le valía severas reprimendas de parte de D’Artagnan, quien temía que, debido a tal exceso de cortesía, se le tomase por un criado de un hombre de poco valer.

Sin embargo, sea que efectivamente los viandantes quedaran conmovidos por la urbanidad de Planchet, sea que aquella vez ninguno fue apostado en la ruta del joven, nuestros dos viajeros llegaron a Chantilly sin accidente alguno y se apearon ante el hostal del Grand Saint Martin
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, el mismo en el que se habían detenido durante su primer viaje.

El hostelero, al ver al joven seguido de su lacayo y de dos caballos de mano, se adelantó respetuosamente hasta el umbral de la puerta. Ahora bien, como ya había hecho once leguas, D’Artagnan juzgó a propósito detenerse, estuviera o no estuviera Porthos en el hostal. Además, quizá no fuera prudente informarse a la primera de lo que había sido del mosquetero. Resultó de estas reflexiones que D’Artagnan, sin pedir ninguna noticia de lo que había ocurrido, se apeó, encomendó los caballos a su lacayo, entró en una pequeña habitación destinada a recibir a quienes deseaban estar solos, y pidió a su hostelero una botella de su mejor vino y el mejor desayuno posible, petición que corroboró más aún la buena opinión que el alberguista se había hecho de su viajero a la primera ojeada.

Por eso D’Artagnan fue servido con una celeridad milagrosa.

El regimiento de los guardias se reclutaba entre los primeros gentilhombres del reino, y D’Artagnan, seguido de un lacayo y viajando con cuatro magníficos caballos, no podía, pese a la sencillez de su uniforme, dejar de causar sensación. El hostelero quiso servirle en persona; al ver lo cual, D’Artagnan hizo traer dos vasos y entabló la siguiente conversación:

—A fe mía, mi querido hostelero —dijo D’Artagnan llenando los dos vasos—, os he pedido vuestro mejor vino, y si me habéis engañado vais a ser castigado por donde pecasteis, dado que como detesto beber solo, vos vais a beber conmigo. Tomad, pues, ese vaso y bebamos. ¿Por qué brindaremos, para no herir ninguna susceptibilidad? ¡Bebamos por la prosperidad de vuestro establecimiento!

—Vuestra señoría me hace un honor —dijo el hostelero—, y le agradezco sinceramente su buen deseo.

—Pero no os engañéis —dijo D’Artagnan—, hay quizá más egoísmo de lo que pensáis en mi brindis: sólo en los establecimientos que prosperan le reciben bien a uno; en los hostales en decadencia todo va manga por hombro, y el viajero es víctima de los apuros de su huésped; pero yo que viajo mucho y sobre todo por esta ruta, quisiera ver a todos los alberguistas hacer fortuna.

—En efecto —dijo el hostelero—, me parece que no es la primera vez que tengo el honor de ver al señor.

—Bueno, he pasado diez veces quizá por Chantilly, y de las diez veces tres o cuatro por lo menos me he detenido en vuestra casa. Mirad, la última vez hará diez o doce días aproximadamente; yo acompañaba a unos amigos, mosqueteros, y la prueba es que uno de ellos se vio envuelto en una disputa con un extraño, con un desconocido, un hombre que le buscó no sé qué querella.

—¡Ah! ¡Sí, es cierto! —dijo el hostelero—. Y me acuerdo perfectamente. ¿No es del señor Porthos de quien Vuestra Señoría quiere hablarme?

—Ese es precisamente el nombre de mi compañero de viaje. ¡Dios mío! Querido huésped, decidme, ¿le ha ocurrido alguna desgracia?

—Pero Vuestra Señoría tuvo que darse cuenta de que no pudo continuar su viaje.

—En efecto, nos había prometido reunirse con nosotros, y no lo hemos vuelto a ver.

—Él nos ha hecho el honor de quedarse aquí.

—¿Cómo? ¿Os ha hecho el honor de quedarse aquí?

—Sí, señor, en el hostal; incluso estamos muy inquietos.

—¿Y por qué?

—Por ciertos gastos que ha hecho.

—¡Bueno, los gastos que ha hecho él los pagará!

—¡Ay, señor, realmente me ponéis bálsamo en la sangre! Hemos hecho fuertes adelantos, y esta mañana incluso el cirujano nos declaraba que, si el señor Porthos no le pagaba, sería yo quien tendría que hacerse cargo de la cuenta, dado que era yo quien le había enviado a buscar.

—Pero, entonces, ¿Porthos está herido?

—No sabría decíroslo, señor.

—¿Cómo que no sabríais decírmelo? Sin embargo, vos deberíais estar mejor informado que nadie.

—Sí, pero en nuestra situación no decimos todo lo que sabemos, señor, sobre todo porque nos ha prevenido que nuestras orejas responderán por nuestra lengua.

—¡Y bien! ¿Puedo ver a Porthos?

—Desde luego, señor. Tomad la escalera, subid al primero y llamad en el número uno. Sólo que prevenidle que sois vos.

—¡Cómo! ¿Que le prevenga que soy yo?

—Sí porque os podría ocurrir alguna desgracia.

—¿Y qué desgracia queréis que me ocurra?

—El señor Porthos puede tomaros por alguien de la casa y en un movimiento de cólera pasaros su espada a través del cuerpo o saltaros la tapa de los sesos.

—¿Qué le habéis hecho, pues?

—Le hemos pedido el dinero.

—¡Ah, diablos! Ya comprendo; es una petición que Porthos recibe muy mal cuando no tiene fondos; pero yo sé que debía tenerlos.

—Es lo que nosotros hemos pensado, señor; como la casa es muy regular y nosotros hacemos nuestras cuentas todas las semanas, al cabo de ocho días le hemos presentado nuestra nota; pero parece que hemos llegado en un mal momento, porque a la primera palabra que hemos pronunciado sobre el tema, nos ha enviado al diablo; es cierto que la víspera había jugado.

—¿Cómo que había jugado la víspera? ¿Y con quién?

—¡Oh, Dios mío! Eso, ¿quién lo sabe? Con un señor que estaba de paso y al que propuso una partida de sacanete
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.

—Ya está, el desgraciado lo habrá perdido todo.

—Hasta su caballo, señor, porque cuando el extraño iba a partir, nos hemos dado cuenta de que su lacayo ensillaba el caballo del señor Porthos. Entonces nosotros le hemos hecho la observación, pero nos ha respondido que nos metiésemos en lo que nos importaba y que aquel caballo era suyo. En seguida hemos informado al señor Porthos de lo que pasaba, pero él nos ha dicho que éramos unos bellacos por dudar de la palabra de un gentilhombre, y que, dado que él había dicho que el caballo era suyo, era necesario que así fuese.

—Lo reconozco perfectamente en eso —murmuró D’Artagnan.

—Entonces —continuó el hostelero—, le hice saber que, desde el momento en que parecíamos destinados a no entendernos en el asunto del pago, esperaba que al menos tuviera la bondad de conceder el honor de su trato a mi colega el dueño del
Aigle d’Or
; pero el señor Porthos me respondió que mi hostal era el mejor y que deseaba quedarse en él. Tal respuesta era demasiado halagadora para que yo insistiese en su partida. Me limité, pues, a rogarle que me devolviera su habitación, que era la más hermosa del hotel, y se contentase con un precioso gabinetito en el tercer piso. Pero a esto el señor Porthos respondió que como esperaba de un momento a otro a su amante, que era una de las mayores damas de la corte yo debía comprender que la habitación que el me hacía el honor de habitar en mi casa era todavía mediocre para semejante persona. Sin embargo, reconociendo y todo la verdad de lo que decía, creí mi deber insistir; pero sin tomarse siquiera la molestia de entrar en discusión conmigo, cogió su pistola, la puso sobre su mesilla de noche y declaró que a la primera palabra que se le dijera de una mudanza cualquiera, fuera o dentro del hostal, abriría la tapa de los sesos a quien fuese lo bastante imprudente para meterse en una cosa que no le importaba más que él. Por eso, señor, desde ese momento nadie entra ya en su habitación, a no ser su doméstico.

—¿Mosquetón está, pues, aquí?

—Sí, señor; cinco días después de su partida ha vuelto del peor humor posible; parece que él también ha tenido sinsabores durante su viaje. Por desgracia, es más ligero de piernas que su amo, lo cual hace que por su amo ponga todo patas arriba, dado que, pensando que podría negársele lo que pide, coge cuanto necesita sin pedirlo.

—El hecho es —respondió D’Artagnan— que siempre he observado en Mosquetón una adhesión y una inteligencia muy superiores.

—Es posible, señor; pero suponed que tengo la oportunidad de ponerme en contacto, sólo cuatro veces al año, con una inteligencia y una adhesión semejantes, y soy un hombre arruinado.

—No, porque Porthos os pagará.

—¡Hum! —dijo el hostelero en tono de duda.

—Es el favorito de una gran dama que no lo dejará en el apuro por una miseria como la que os debe…

—Si yo me atreviera a decir lo que creo sobre eso…

—¿Qué creéis vos?

—Yo diría incluso más: lo que sé.

—¿Qué sabéis?

—E incluso aquello de que estoy seguro.

—Veamos, ¿y de qué estáis seguro?

—Yo diría que conozco a esa gran dama.

—¿Vos?

—Sí, yo.

—¿Y cómo la conocéis?

—¡Oh, señor! Si yo creyera poder confiarme a vuestra discreción…

—Hablad, y a fe de gentilhombre que no tendréis que arrepentiros de vuestra confianza.

—Pues bien, señor, ya sabéis, la inquietud hace hacer muchas cosas.

—¿Qué habéis hecho?

—¡Oh! Nada que no esté en el derecho de un acreedor.

—¿Y…?

—El señor Porthos nos ha entregado un billete para esa duquesa, encargándonos echarlo al correo. Su doméstico no había llegado todavía. Como no podía dejar su habitación, era preciso que nos hiciéramos cargo de sus recados.

—¿Y después?

—En lugar de echar la carta a la posta, cosa que nunca es segura, aproveché la ocasión de uno de mis mozos que iba a París y le ordené entregársela a la duquesa en persona. Era cumplir con las intenciones del señor Porthos, que nos había encomendado encarecidamente aquella carta, ¿no es así?

—Más o menos.

—Pues bien, señor, ¿sabéis lo que es esa gran dama?

—No; yo he oído hablar a Porthos de ella, eso es todo.

—¿Sabéis lo que es esa presunta duquesa?

—Os repito, no la conozco.

—Es una vieja procuradora del Châtelet, señor, llamada señora Coquenard, la cual tiene por lo menos cincuenta años y se da incluso aires de estar celosa. Ya me parecía demasiado singular una princesa viviendo en la calle aux Ours
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.

—¿Cómo sabéis eso?

—Porque montó en gran cólera al recibir la carta, diciendo que el señor Porthos era un veleta y que además habría recibido la estocada por alguna mujer.

—Pero entonces, ¿ha recibido una estocada?

—¡Ah Dios mío! ¿Qué he dicho?

—Habéis dicho que Porthos había recibido una estocada.

—Sí, pero él me había prohibido terminantemente decirlo.

—Y eso, ¿por qué?

—¡Maldita sea! Señor, porque se había vanagloriado de perforar a aquel extraño con el que vos lo dejasteis peleando, y fue por el contrario el extranjero el que, pese a todas sus baladronadas, le hizo morder el polvo. Pero como el señor Porthos es un hombre muy glorioso, excepto para la duquesa, a la que él había creído interesar haciéndole el relato de su aventura, no quiere confesar a nadie que es una estocada lo que ha recibido.

—Entonces, ¿es una estocada lo que le retiene en su cama?

—Y una estocada magistral, os lo aseguro. Es preciso que vuestro amigo tenga siete vidas como los gatos.

—¿Estabais vos allí?

—Señor, yo los seguí por curiosidad, de suerte que vi el combate sin que los combatientes me viesen.

—¿Y cómo pasaron las cosas?

—Oh la cosa no fue muy larga, os lo aseguro; se pusieron en guardia; el extranjero hizo una finta y se lanzó a fondo; todo esto tan rápidamente que cuando el señor Porthos llegó a la parada, tenía ya tres pulgadas de hierro en el pecho. Cayó hacia atrás. El desconocido le puso al punto la punta de su espada en la garganta, y el señor Porthos, viéndose a merced de su adversario, se declaró vencido. A lo cual el desconocido le pidió su nombre, y al enterarse de que se llamaba Porthos y no señor D’Artagnan, le ofreció su brazo, le trajo al hostal, montó a caballo y desapareció.

—¿Así que era al señor D’Artagnan al que quería ese desconocido?

—Parece que sí.

—¿Y sabéis vos qué ha sido de él?

—No, no lo había visto hasta entonces y no lo hemos vuelto a ver después.

—Muy bien; sé lo que quería saber. Ahora, ¿decís que la habitación de Porthos está en el primer piso, número uno?

—Sí, señor, la habitación más hermosa del albergue, una habitación que ya habría tenido diez ocasiones de alquilar.

—¡Bah! Tranquilizaos —dijo D’Artagnan riendo—. Porthos os pagará con el dinero de la duquesa Coquenard.

—¡Oh, señor! Procuradora o duquesa si soltara los cordones de su bolsa, nada importaría; pero ha respondido taxativamente que estaba harta de las exigencias y de las infidelidades del señor Porthos, y que no le enviaría ni un denario.

—¿Y vos habéis dado esa respuesta a vuestro huésped?

—Nos hemos guardado mucho de ello: se habría dado cuenta de la forma en que habíamos hecho el encargo.

—Es decir, que sigue esperando su dinero.

—¡Oh, Dios mío, claro que sí! Ayer incluso escribió; pero esta vez ha sido su doméstico el que ha puesto la carta en la posta.

—¿Y decís que la procuradora es vieja y fea?

—Unos cincuenta años por lo menos, señor, no muy bella, según lo que ha dicho Pathaud.

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