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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (33 page)

El rey estaba en frente de la reina, y cada vez que pasaba a su lado, devoraba con la mirada aquellos herretes, cuya cuenta no podía saber. Un sudor frío cubría la frente del cardenal.

El baile duró una hora: tenía dieciséis intermedios.

El baile terminó en medio de los aplausos de toda la sala, cada cual llevó a su dama a su sitio, pero el rey aprovechó el privilegio que tenía de dejar a la suya donde se encontraba para avanzar deprisa hacia la reina.

—Os agradezco, señora —le dijo—, la deferencia que habéis mostrado hacia mis deseos, pero creo que os faltan dos herretes, y yo os los devuelvo.

Y con estas palabras, tendió a la reina los dos herretes que le había entregado el cardenal.

—¡Cómo, Sire! —exclamó la joven reina fingiendo sorpresa—. ¿Me dais aún otros dos? Entonces con éstos tendré catorce.

En efecto, el rey contó y los doce herretes se hallaron en los hombros de Su Majestad.

El rey llamó al cardenal.

—Y bien, ¿qué significa esto, monseñor cardenal? —preguntó el rey en tono severo.

—Eso significa, Sire —respondió el cardenal—, que yo deseaba que Su Majestad aceptara esos dos herretes y, no atreviéndome a ofrecérselos yo mismo, he adoptado este medio.

—Y yo quedo tanto más agradecida a Vuestra Eminencia —respondió Ana de Austria con una sonrisa que probaba que no era víctima de aquella ingeniosa galantería—, cuanto que estoy segura de que estos dos herretes os cuestan tan caros ellos solos como los otros doce han costado a Su Majestad.

Luego, habiendo saludado al rey y al cardenal, la reina tomó el camino de la habitación en que se había vestido y en que debía desvestirse.

La atención que nos hemos visto obligados a prestar durante el comienzo de este capítulo a los personajes ilustres que en él hemos introducido, nos han alejado un instante de aquel a quien Ana de Austria debía el triunfo inaudito que acababa de obtener sobre el cardenal y que, confundido, ignorado perdido en la muchedumbre apiñada en una de las puertas, miraba desde allí esta escena sólo comprensible para cuatro personas: el rey, la reina Su Eminencia y él.

La reina acababa de ganar su habitación y D’Artagnan se aprestaba a retirarse cundo sintió que le tocaban ligeramente en el hombro; se volvió y vio a una mujer joven que le hacía señas de seguirla. Aquella joven tenía el rostro cubierto por un antifaz de terciopelo negro, mas pese a esta precaución que, por lo demás, estaba tomada más para los otros que para él, reconoció al instante mismo a su guía habitual, la ligera e ingeniosa señora Bonacieux.

La víspera apenas si se habían visto en el puesto del suizo Germain, donde D’Artagnan la había hecho llamar. La prisa que tenía la joven por llevar a la reina la excelente noticia del feliz retorno de su mensajero hizo que los dos amantes apenas cambiaran algunas palabras. D’Artagnan siguió, pues, a la señora Bonacieux movido por un doble sentimiento: el amor y la curiosidad. Durante todo el camino, y a medida que los corredores se hacían más desiertos, D’Artagnan quería detener a la joven, cogerla, contemplarla, aunque no fuera más que un instante; pero vivaz como un pájaro, se deslizaba siempre entre sus manos, y cuando él quería hablar, su dedo puesto en su boca con un leve gesto imperativo lleno de encanto le recordaba que estaba bajo el imperio de una potencia a la que debía obedecer ciegamente, y que le prohibía incluso la más ligera queja; por fin, tras un minuto o dos de vueltas y revueltas, la señora Bonacieux abrió una puerta e introdujo al joven en un gabinete completamente oscuro. Allí le hizo una nueva señal de mutismo, y abriendo una segunda puerta oculta por una tapicería cuyas aberturas esparcieron de pronto viva luz, desapareció.

D’Artagnan permaneció un instante inmóvil y preguntándose dónde estaba, pero pronto un rayo de luz que penetraba por aquella habitación, el aire cálido y perfumado que llegaba hasta él, la conversación de dos o tres mujeres, en lenguaje a la vez respetuoso y elegante, la palabra Majestad muchas veces repetida, le indicaron claramente que estaba en un gabinete contiguo a la habitación de la reina.

El joven permaneció en la sombra y esperó.

La reina se mostraba alegre y feliz, lo cual parecía asombrar a las personas que la rodeaban y que tenían por el contrario la costumbre de verla casi siempre preocupada. La reina achacaba aquel sentimiento gozoso a la belleza de la fiesta, al placer que le había hecho experimentar el baile, y como no está permitido contradecir a una reina, sonría o llore, todos ponderaban la galantería de los señores regidores del Ayuntamiento de París.

Aunque D’Artagnan no conociese a la reina, distinguió su voz de las otras voces, en primer lugar por un ligero acento extranjero, luego por ese sentimiento de dominación, impreso naturalmente en todas las palabras soberanas. La oyó acercarse y alejarse de aquella puerta abierta, y dos o tres veces vio incluso la sombra de un cuerpo interceptar la luz.

Finalmente, de pronto, una mano y un brazo adorables de forma y de blancura pasaron a través de la tapicería; D’Artagnan comprendió que aquella era su recompensa: se postró de rodillas, cogió aquella mano y apoyó respetuosamente sus labios; luego aquella mano se retiró dejando en las suyas un objeto que reconoció como un anillo; al punto la puerta volvió a cerrarse y D’Artagnan se encontró de nuevo en la más completa oscuridad.

D’Artagnan puso el anillo en su dedo y esperó otra vez; era evidente que no todo había terminado aún. Después de la recompensa de su abnegación venía la recompensa de su amor. Además, el ballet había acabado, pero la noche apenas había comenzado: se cenaba a las tres y el reloj de Saint-Jean hacía algún tiempo que había tocado ya las dos y tres cuartos.

En efecto, poco a poco el ruido de las voces disminuyó en la habitación vecina; se las oyó alejarse; luego, la puerta del gabinete donde estaba D’Artagnan se volvió a abrir y la señora Bonacieux se adelantó.

—¡Vos por fin! —exclamó D’Artagnan.

—¡Silencio! —dijo la joven, apoyando su mano sobre los labios del joven—. ¡Silencio! E idos por donde habéis venido.

—Pero ¿cuándo os volveré a ver? —exclamó D’Artagnan.

—Un billete que encontraréis al volver a vuestra casa lo dirá. ¡Marchaos, marchaos!

Y con estas palabras abrió la puerta del corredor y empujó a D’Artagnan fuera del gabinete.

D’Artagnan obedeció cómo un niño, sin resistencia y sin opción alguna, lo que prueba que estaba realmente muy enamorado.

Capítulo XXIII
La cita

D’
Artagnan volvió a su casa a todo correr, y aunque eran más de las tres de la mañana y aunque tuvo que atravesar los peores barrios de París, no tuvo ningún mal encuentro. Ya se sabe que hay un dios que vela por los borrachos y los enamorados.

Encontró la puerta de su casa entreabierta, subió su escalera, y llamó suavemente y de una forma convenida entre él y su lacayo. Planchet, a quien dos horas antes había enviado del palacio del Ayuntamiento recomendándole que lo esperase, vino a abrirle la puerta.

—¿Alguien ha traído una carta para mí? —preguntó vivamente D’Artagnan.

—Nadie ha traído ninguna carta, señor —respondió Planchet—; pero hay una que ha venido totalmente sola.

—¿Qué quieres decir, imbécil?

—Quiero decir que al volver, aunque tenía la llave de vuestra casa en mi bolsillo y aunque esa llave no me haya abandonado, he encontrado una carta sobre el tapiz verde de la mesa, en vuestro dormitorio.

—¿Y dónde está esa carta?

—La he dejado donde estaba, señor. No es natural que las cartas entren así en casa de las gentes. Si la ventana estuviera abierta, o solamente entreabierta, no digo que no; pero no, todo estaba herméticamente cerrado. Señor, tened cuidado, porque a buen seguro hay alguna magia en ella.

Durante este tiempo, el joven se había lanzado a la habitación y abierto la carta; era de la señora Bonacieux y estaba concebida en estos términos:

Hay vivos agradecimientos que haceros y que transmitiros. Estad esta noche hacia las diez en Saint-Cloud, frente al pabellón que se alza en la esquina de la casa del señor D’Estrées.
[116]

C. B.

Al leer aquella carta, D’Artagnan sentía su corazón dilatarse y encogerse con ese dulce espasmo que tortura y acaricia el corazón de los amantes.

Era el primer billete que recibía, era la primera cita que se le concedía. Su corazón, henchido por la embriaguez de la alegría, se sentía presto a desfallecer sobre el umbral de aquel paraíso terrestre que se llamaba el amor.

—¡Y bien, señor! —dijo Planchet, que había visto a su amo enrojecer y palidecer sucesivamente—. ¿No es justo lo que he adivinado y que se trata de algún asunto desagradable?

—Te equivocas, Planchet —respondió D’Artagnan—, y la prueba es que ahí tienes un escudo para que bebas a mi salud.

—Agradezco al señor el escudo que me da, y le prometo seguir exactamente sus instrucciones; pero no es menos cierto que las cartas que entran así en las casas cerradas…

—Caen del cielo, amigo mío, caen del cielo.

—Entonces, ¿el señor está contento? —preguntó Planchet.

—¡Mi querido Planchet, soy el más feliz de los hombres!

—¿Puedo aprovechar la felicidad del señor para irme a acostar?

—Sí, vete.

—Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre el señor, pero no es menos cierto que esa carta…

Y Planchet se retiró moviendo la cabeza con aire de duda que no había conseguido borrar enteramente la liberalidad de D’Artagnan.

Al quedarse solo, D’Artagnan leyó y releyó su billete, luego besó y volvió a besar veinte veces aquellas líneas trazadas por la mano de su bella amante. Finalmente se acostó, se durmió y tuvo sueños dorados.

A las siete de la mañana se levantó y llamó a Planchet, que a la segunda llamada abrió la puerta, el rostro todavía mal limpio de las inquietudes de la víspera.

—Planchet —le dijo D’Artagnan—, salgo por todo el día quizá; eres, pues, libre hasta las siete de la tarde; pero a las siete de la tarde, estate dispuesto con dos caballos.

—¡Vaya! —dijo Planchet—. Parece que todavía vamos a hacernos agujerear la piel en varios lugares.

—Cogerás tu mosquetón y tus pistolas.

—¡Bueno! ¿Qué decía yo? —exclamó Planchet—. Estaba seguro; esa maldita carta…

—Tranquilízate, imbécil, se trata simplemente de una partida de placer.

—Sí, como los viajes de recreo del otro día, en los que llovían las balas y donde había trampas.

—Además, si tenéis miedo, señor Planchet —prosiguió D’Artagnan—, iré sin vos; prefiero viajar solo antes que tener un compañero que tiembla.

—El señor me injuria —dijo Planchet—; me parece, sin embargo, que me ha visto en acción.

—Sí, pero creo que gastaste todo tu valor de una sola vez.

—El señor verá que cuando la ocasión se presente todavía me queda; sólo que ruego al señor no prodigarlo demasiado si quiere que me quede por mucho tiempo.

—¿Crees tener todavía cierta cantidad para gastar esta noche?

—Eso espero.

—Pues bien, cuento contigo.

—A la hora indicada estaré dispuesto; sólo que yo creía que el señor no tenía más que un caballo en la cuadra de los guardias.

—Quizá no haya en estos momentos más que uno, pero esta noche habrá cuatro.

—Parece que nuestro viaje fuera un viaje de remonta.

—Exactamente —dijo D’Artagnan.

Y tras hacer a Planchet un último gesto de recomendación salió.

El señor Bonacieux estaba a su puerta. La intención de D’Artagnan era pasar de largo sin hablar al digno mercero; pero éste hizo un saludo tan suave y tan benigno que su inquilino hubo por fuerza no sólo de devolvérselo, sino incluso de trabar conversación con él.

Por otra parte, ¿cómo no tener un poco de condescendencia para con un marido cuya mujer os ha dado una cita para esa misma noche en Saint-Cloud, frente al pabellón del señor D’Estrées? D’Artagnan se acercó con el aire más amable que pudo adoptar.

La conversación recayó naturalmente sobre el encarcelamiento del pobre hombre. El señor Bonacieux, que ignoraba que D’Artagnan había oído su conversación con el desconocido de Meung, contó a su joven inquilino las persecuciones de aquel monstruo del señor de Laffemas, a quien no cesó de calificar durante todo su relato de verdugo del cardenal, y se extendió largamente sobre la Bastilla, los cerrojos, los postigos, los tragaluces, las rejas y los instrumentos de tortura.

D’Artagnan lo escuchó con una complacencia ejemplar; luego, cuando hubo terminado:

—Y la señora Bonacieux —dijo por fin—, ¿sabéis quién la había raptado? Porque no olvido que gracias a esa circunstancia molesta debo la dicha de haberos conocido.

—¡Ah! —dijo el señor Bonacieux—. Se han guardado mucho de decírmelo, y mi mujer por su parte, me ha jurado por todos los dioses que ella no lo sabía. Pero y de vos —continuó el señor Bonacieux en un tono de ingenuidad perfecta—, ¿qué ha sido de vos todos estos días pasados? No os he visto ni a vos ni a vuestros amigos, y no creo que haya sido en el pavimento de París donde habéis cogido todo el polvo que Planchet quitaba ayer de vuestras botas.

—Tenéis razón, mi querido señor Bonacieux, mis amigos y yo hemos hecho un pequeño viaje.

—¿Lejos de aquí?

—¡Oh, Dios mío, no, a unas cuarenta leguas sólo! Hemos ido a llevar al señor Athos a las aguas de Forges, donde mis amigos se han quedado.

—¿Y vos habéis vuelto, verdad? —prosiguió el señor Bonacieux dando a su fisonomía su aire más maligno—. Un buen mozo como vos no consigue largos permisos de su amante, y erais impacientemente esperado en París, ¿no es así?

—A fe —dijo riendo el joven—, os lo confieso, mi querido señor Bonacieux, tanto más cuanto que veo que no se os puede ocultar nada. Sí, era esperado, y muy impacientemente, os respondo de ello.

Una ligera nube pasó por la frente de Bonacieux, pero tan ligera que D’Artagnan no se dio cuenta.

—¿Y vamos a ser recompensados por nuestra diligencia? —continuó el mercero con una ligera alteración en la voz, alteración que D’Artagnan no notó como tampoco había notado la nube momentánea que un instante antes había ensombrecido el rostro del digno hombre.

—¡Vaya! ¿Vais a sermonearme? —dijo riendo D’Artagnan.

—No, lo que os digo es sólo —repuso Bonacieux—, es sólo para saber si volveremos tarde.

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