Los tres mosqueteros (30 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—¿Y en qué te acostarás? —dijo D’Artagnan.

—He aquí mi cama —respondió Planchet.

Y mostró un haz de paja.

—Ven entonces —dijo D’Artagnan—; tienes razón: la cara del hostelero no me gusta, es demasiado graciosa.

—Ni a mí tampoco —dijo Athos.

Planchet subió por la ventana y se instaló atravesado junto a la puerta, mientras Grimaud iba a encerrarse en la cuadra, respondiendo que a las cinco él y los cuatro caballos estarían dispuestos.

La noche fue bastante tranquila. Hacia las dos de la mañana intentaron abrir la puerta, pero cuando Planchet se despertó sobresaltado y gritó: «¿Quién va?», le respondieron que se equivocaban, y se alejaron.

A las cuatro de la mañana, se oyó un gran escándalo en las cuadras; Grimaud había querido despertar a los mozos de cuadra, y los mozos de cuadra le golpeaban. Cuando abrieron la ventana, se vio al pobre muchacho sin conocimiento, la cabeza hendida por un golpe del mango de un horcón.

Planchet bajó entonces al patio y quiso ensillar los caballos; los caballos estaban extenuados. Sólo el de Mosquetón, que había viajado sin amo durante cinco o seis horas la víspera, habría podido continuar la ruta; pero por un error inconcebible, el veterinario al que se había mandado a buscar, según parecía, para sangrar al caballo del hostelero, había sangrado al de Mosquetón.

Aquello comenzaba a ser inquietante: todos aquellos accidentes sucesivos eran quizá resultado del azar, pero podían también ser muy bien fruto de una conspiración. Athos y D’Artagnan salieron, mientras Planchet iba a informarse de si había tres caballos en venta por los alrededores. A la puerta había dos caballos completamente equipados, fuertes y vigorosos. Aquello arreglaba el asunto. Preguntó dónde estaban los dueños; le dijeron que los dueños habían pasado la noche en el albergue y saldaban su cuenta en aquel momento con el amo.

Athos bajó para pagar el gasto, mientras D’Artagnan y Planchet estaban en la puerta de la calle. El hostelero se hallaba en una habitación baja y alejada, a la que rogó a Athos que pasase.

Athos entró sin desconfianza y sacó dos pistolas para pagar: el hostelero estaba solo y sentado ante su mesa, uno de cuyos cajones estaba entreabierto. Tomó el dinero que le ofreció Athos, lo hizo dar vueltas y más vueltas en sus manos y de pronto, gritando que la moneda era falsa, declaró que iba a hacerle detener, a él y a su compañero, por monederos falsos.

—¡Bribón! —dijo Athos, avanzando hacia él—. ¡Voy a cortarte las orejas!

En aquel mismo instante, cuatro hombres armados hasta los dientes entraron por las puertas laterales y se arrojaron sobre Athos.

—¡Me han cogido! —gritó Athos con todas las fuerzas de sus pulmones—. ¡Largaos, D’Artagnan! ¡Pica espuelas, pícalas! —y soltó dos tiros de pistola.

D’Artagnan y Planchet no se lo hicieron repetir dos veces, soltaron los dos caballos que esperaban a la puerta, saltaron encima, les hundieron las espuelas en el vientre y partieron a galope tendido.

—¿Sabes qué ha sido de Athos? —preguntó D’Artagnan a Planchet mientras corrían.

—¡Ay, señor! —dijo Planchet—. He visto caer a dos por los dos disparos, y me ha parecido, a través de la vidriera, que luchaba con la espada con los otros.

—¡Bravo, Athos! —murmuró D’Artagnan—. ¡Cuando pienso que hay que abandonarlo! De todos modos, quizá nos espera otro tanto a dos pasos de aquí. ¡Adelante, Planchet, adelante! Eres un valiente.

—Ya os lo dije, señor —respondió Planchet—; en los picardos, eso se ve con el uso, estoy en mi tierra, y eso me excita.

Y los dos juntos, picando espuelas, llegaron a Saint-Omer de un solo tirón. En Saint-Omer hicieron respirar a los caballos brida en mano, por miedo a contratiempos, y comieron un bocado deprisa y de pie en la calle; tras lo cual, volvieron a partir.

A cien pasos de las puertas de Calais, el caballo de D’Artagnan cayó, y ya no hubo medio de hacerlo levantarse: la sangre le salía por la nariz y por los ojos; quedaba sólo el de Planchet, pero éste se había parado y no hubo medio de hacerle andar.

Afortunadamente, como hemos dicho, estaban a cien pasos de la ciudad; dejaron las dos monturas en la carretera y corrieron al puerto. Planchet hizo observar a su amo un gentilhombre que llegaba con su criado y que no les precedía más que en una cincuentena de pasos.

Se aproximaron rápidamente a aquel hombre que parecía muy agitado. Tenía las botas cubiertas de polvo y se informaba sobre si podría pasar en aquel mismo momento a Inglaterra.

—Nada sería más fácil —le respondió el patrón de un navío dispuesto a hacerse a la vela—; pero esta mañana ha llegado la orden de no dejar partir a nadie sin un permiso expreso del señor cardenal.

—Tengo ese permiso —dijo el gentilhombre sacando un papel de su bolso—; aquí está.

—Hacedlo visar por el gobernador del puerto —dijo el patrón y dadme preferencia.

—¿Dónde encontraré al gobernador?

—En su casa de campo.

—¿Y dónde está situada esa casa?

—A un cuarto de legua de la villa; mirad, desde aquí la veréis al pie de aquella pequeña prominencia, aquel techo de pizarra.

—¡Muy bien! —dijo el gentilhombre.

Y seguido de su lacayo, tomó el camino de la casa de campo del gobernador.

D’Artagnan y Planchet siguieron al gentilhombre a quinientos pasos de distancia.

Una vez fuera de la villa, D’Artagnan apresuró el paso y alcanzó al gentilhombre cuando éste entraba en un bosquecillo.

—Señor —le dijo D’Artagnan—, parece que tenéis mucha prisa.

—No puedo tener más, señor.

—Estoy desesperado —dijo D’Artagnan—, porque como también tengo prisa, querría pediros un favor.

—¿Cuál?

—Que me dejéis pasar primero.

—Imposible —dijo el gentilhombre—; he hecho sesenta leguas en cuarenta y cuatro horas y es preciso que mañana a mediodía esté en Londres.

—Y yo he hecho el mismo camino en cuarenta horas y es preciso que mañana a las diez de la mañana esté en Londres.

—Caso perdido, señor; pero yo he llegado el primero y no pasaré el segundo.

—Caso perdido, señor; pero yo he llegado el segundo y pasaré el primero.

—¡Servicio del rey! —dijo el gentilhombre.

—¡Servicio mío! —dijo D’Artagnan.

—Me parece que es una mala pelea la que me buscáis.

—¡Pardiez! ¿Qué queréis que sea?

—¿Qué deseáis?

—¿Queréis saberlo?

—Por supuesto.

—Pues bien, quiero la orden de que sois portador, dado que yo no la tengo y dado que necesito una.

—¿Bromeáis, verdad?

—No bromeo nunca.

—¡Dejadme pasar!

—No pasaréis.

—Mi valiente joven, voy a romperos la cabeza. ¡Eh, Lubin, mis pistolas!

—Planchet —dijo D’Artagnan—, encárgate tú del criado, yo me encargo del amo.

Planchet, enardecido por la primera proeza, saltó sobre Lubin, y como era fuerte y vigoroso, dio con sus riñones en el suelo y le puso la rodilla en el pecho.

—Cumplid vuestro cometido, señor —dijo Planchet—, que yo ya he hecho el mío.

Al ver esto, el gentilhombre sacó su espada y se abalanzó sobre D’Artagnan; pero tenía que habérselas con un adversario terrible.

En tres segundos D’Artagnan le suministró tres estocadas, diciendo a cada una:

—Una por Athos, otra por Porthos, y otra por Aramis.

A la tercera, el gentilhombre cayó como una mole.

D’Artagnan le creyó muerto, o al menos desvanecido, y se aproximó a él para cogerle la orden, pero en el momento en que extendía el brazo para registrarlo, el herido, que no había soltado su espada, le asestó un pinchazo en el pecho diciendo:

—Una por vos.

—¡Y una por mí! ¡Para el final la buena! —exclamó D’Artagnan furioso, clavándole en tierra con una cuarta estocada en el vientre.

Aquella vez el gentilhombre cerró los ojos y se desvaneció.

D’Artagnan registró el bolsillo en que había visto poner la orden de paso y la cogió. Estaba a nombre del conde de Wardes
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.

Luego, lanzando una última ojeada sobre el hermoso joven, que apenas tenía veinticinco años y al que dejaba allí tendido, privado del sentido y quizá muerto, lanzó un suspiro sobre aquel extraño destino que lleva a los hombres a destruirse unos a otros por intereses de personas que les son extrañas y que a menudo no saben siquiera que existen.

Pero muy pronto fue sacado de estas cavilaciones por Lubin, que lanzaba aullidos y pedía ayuda con todas sus fuerzas.

Planchet le puso la mano en la garganta y apretó con todas sus fuerzas.

—Señor —dijo— mientras lo tenga así, no gritará, de eso estoy seguro; pero tan pronto como lo suelte, volverá a gritar. Es, según creo, normando, y los normandos son cabezotas.

—¡Espera! —dijo D’Artagnan.

Y cogiendo su pañuelo lo amordazó.

—Ahora —dijo Planchet— atémoslo a un árbol.

La cosa fue hecha a conciencia, luego arrastraron al conde de Wardes junto a su doméstico; y como la noche comenzaba a caer y el atado y el herido estaban algunos pasos dentro del bosque, era evidente que debían quedarse allí hasta el día siguiente.

—¡Y ahora —dijo D’Artagnan—, a casa del gobernador!

—Pero estáis herido, me parece —dijo Planchet.

—No es nada; ocupémonos de lo que más urge; luego ya volveremos a mi herida que, además, no me parece muy peligrosa.

Y los dos se encaminaron deprisa hacia la casa de campo del digno funcionario.

Anunciaron al señor conde de Wardes.

D’Artagnan fue introducido.

—¿Tenéis una orden firmada del cardenal? —dijo el gobernador.

—Sí, señor —respondió D’Artagnan—, aquí está.

—¡Ah, ah! Está en regla y bien certificada —dijo el gobernador.

—Es muy simple —respondió D’Artagnan—, soy uno de sus más fieles.

—Parece que Su Eminencia quiere impedir a alguien llegar a Inglaterra.

—Sí, a un tal D’Artagnan, un gentilhombre bearnés que ha salido de París con tres amigos suyos con la intención de llegar a Londres.

—¿Le conocéis vos personalmente? —preguntó el gobernador.

—¿A quién?

—A ese D’Artagnan.

—De maravilla.

—Dadme sus señas entonces.

—Nada más fácil.

Y D’Artagnan hizo rasgo por rasgo la descripción del conde de Wardes.

—¿Va acompañado? —preguntó el gobernador.

—Sí, de un criado llamado Lubin.

—Se tendrá cuidado con ellos y, si les ponemos la mano encima, Su Eminencia puede estar tranquilo, serán devueltos a París con una buena escolta.

—Y si lo hacéis, señor gobernador —dijo D’Artagnan—, habréis hecho méritos ante el cardenal.

—¿Lo veréis a vuestro regreso, señor conde?

—Sin ninguna duda.

—Os suplico que le digáis que soy su servidor.

—No dejaré de hacerlo.

Y contento por esta promesa, el gobernador visó el pase y lo entregó a D’Artagnan.

D’Artagnan no perdió su tiempo en cumplidos inútiles, saludó al gobernador, le dio las gracias y partió.

Una vez fuera, él y Planchet tomaron su camino y, dando un gran rodeo, evitaron el bosque y volvieron a entrar por otra puerta.

El navío continuaba dispuesto para partir, el patrón esperaba en el puerto.

—¿Y bien? —dijo al ver a D’Artagnan.

—Aquí está mi pase visado —dijo éste.

—¿Y aquel otro gentilhombre?

—No pasará hoy —dijo D’Artagnan—, pero estad tranquilo, yo pagaré el pasaje por nosotros dos.

—En tal caso, partamos —dijo el patrón.

—¡Partamos! —repitió D’Artagnan.

Y saltó con Planchet al bote; cinco minutos después estaban a bordo.

Justo a tiempo: a media legua en alta mar, D’Artagnan vio brillar una luz y oyó una detonación.

Era el cañonazo que anunciaba el cierre del puerto.

Era momento de ocuparse de su herida; afortunadamente, como D’Artagnan había pensado, no era de las más peligrosas: la punta de la espada había encontrado una costilla y se había deslizado a lo largo del hueso; además, la camisa se había pegado al punto a la herida, y apenas si había destilado algunas gotas de sangre.

D’Artagnan estaba roto de fatiga; extendieron para él un colchón en el puente, se echó encima y se durmió.

Al día siguiente, al levantar el día se encontró a tres o cuatro leguas aún de las costas de Inglaterra; la brisa había sido débil toda la noche y habían andado poco.

A las diez, el navío echaba el ancla en el puerto de Douvres.

A las diez y media, D’Artagnan ponía el pie en tierra de Inglaterra, exclamando:

—¡Por fin, heme aquí!

Pero aquello no era todo; había que ganar Londres. En Inglaterra, la posta estaba bastante bien servida. D’Artagnan y Planchet tomaron cada uno una jaca, un postillón corrió por delante de ellos; en cuatro horas se plantaron en las puertas de la capital.

D’Artagnan no conocía Londres, D’Artagnan no sabía ni una palabra de inglés; pero escribió el nombre de Buckingham en un papel, y todos le indicaron el palacio del duque.

El duque estaba cazando en Windsor, con el rey.

D’Artagnan preguntó por el ayuda de cámara de confianza del duque, el cual, por haberle acompañado en todos sus viajes, hablaba perfectamente francés; le dijo que llegaba de París para un asunto de vida o muerte, y que era preciso que hablase con su amo al instante.

La confianza con que hablaba D’Artagnan convenció a Patrice, que así se llamaba este ministro del ministro. Hizo ensillar dos caballos y se encargó de conducir al joven guardia. En cuanto a Planchet, le habían bajado de su montura rígido como un junco; el pobre muchacho se hallaba en el límite de sus fuerzas; D’Artagnan parecía de hierro.

Llegaron al castillo; allí se informaron: el rey y Buckingham cazaban pájaros en las marismas situadas a dos o tres leguas de allí.

A los veinte minutos estuvieron en el lugar indicado. Pronto Patrice oyó la voz de su señor que llamaba a su halcón.

—¿A quién debo anunciar a milord el duque? —preguntó Patrice.

—Al joven que una noche buscó querella con él en el Pont-Neuf, frente a la Samaritaine.

—¡Singular recomendación!

—Ya veréis cómo vale tanto como cualquier otra.

Patrice puso su caballo al galope, alcanzó al duque y le anunció en los términos que hemos dicho que un mensajero le esperaba.

Buckingham reconoció a D’Artagnan al instante, y temiendo que en Francia pasaba algo cuya noticia se le hacía llegar, no perdió más que el tiempo de preguntar dónde estaba quien la traía; y habiendo reconocido de lejos el uniforme de los guardias puso su caballo al galope y vino derecho a D’Artagnan. Patrice, por discreción, se mantuvo aparte.

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