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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (64 page)

Durante una centena de pasos, había caminado al mismo trote; mas una vez fuera de la vista, había lanzado su caballo a la derecha, había dado un rodeo, y había vuelto a una veintena de pasos, al bosquecillo, para acechar el paso de la pequeña tropa; una vez reconocidos los sombreros bordados de sus compañeros y la franja dorada de la capa del señor cardenal, esperó a que los caballeros hubieran doblado el recodo del camino, y habiéndoles perdido de vista, volvió al galope al albergue que se le abrió sin dificultad.

El hostelero lo reconoció.

—Mi oficial —dijo Athos— ha olvidado hacer a la dama del primero una recomendación importante; me envía para reparar su olvido.

—Subid —dijo el hostelero—, todavía está en su habitación.

Athos aprovechó el permiso, subió la escalera con su paso más ligero, llegó a la meseta y a través de la puerta entreabierta vio a Milady que se ataba su sombrero.

Entró en la habitación y cerró la puerta tras sí.

Al ruido que hizo al empujar el cerrojo, Milady se volvió.

Athos estaba de pie ante la puerta, envuelto en su capa, la capa cubriéndole hasta los ojos.

Al ver aquella figura muda e inmóvil como una estatua, Milady tuvo miedo.

—¿Quién sois? ¿Y qué queréis? —exclamó.

—Vamos, ¡es ella! —murmuró Athos.

Y dejando caer su capa y alzando su sombrero avanzó hacia Milady.

—¿Me reconocéis, señora? —dijo.

Milady dio un paso adelante, luego retrocedió como ante la vista de una serpiente.

—Vamos —dijo Athos—, está bien, ya veo que me reconocéis.

—¡El conde de La Fère! —murmuró Milady palideciendo y retrocediendo hasta que el muro le impidió ir más lejos.

—Sí, Milady —respondió Athos—, el conde de La Fère en persona, que vuelve directamente del otro mundo para tener el placer de veros. Sentémonos, pues, y hablemos, como dice Monseñor el cardenal.

Milady, dominada por un terror inexpresable, se sentó sin proferir una sola palabra.

—¿Sois acaso un demonio enviado a la tierra? —dijo Athos—. Vuestro poder es grande, pero sabéis también que con la ayuda de Dios los hombres han vencido con frecuencia a los demonios más terribles. Ya os cruzasteis en mi camino, creía haberos vencido, señora; pero, o yo me equivocaba o el infierno os ha resucitado.

A estas palabras que le traían recuerdos espantosos, Milady bajó la cabeza con un gemido sordo.

—Sí, el infierno os ha resucitado —prosiguió Athos—, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno os ha rehecho casi otro rostro; pero no ha borrado ni las mancillas de vuestra alma ni la marca de vuestro cuerpo.

Milady se levantó como movida por un resorte, y sus ojos lanzaron destellos. Athos permaneció sentado.

—Me creíais muerto, como yo os creía muerta, ¿no es así? ¡Y este nombre de Athos había ocultado al conde de La Fère, como el nombre de Milady Clarick había ocultado a Anne de Breuil! ¿No era así como os llamabais cuando vuestro honrado hermano nos casó? Nuestra posición es realmente extraña —prosiguió Athos riendo—; uno y otro sólo hemos vivido hasta ahora porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque ésta sea más devoradora a veces que un recuerdo.

—Pero, en fin —dijo Milady con una voz sorda—, ¿qué os trae a mí? ¿Y qué queréis de mí?

—Quiero deciros que, aunque permaneciendo invisible a vuestros ojos, no os he perdido de vista.

—¿Sabéis lo que he hecho?

—Puedo contar día por día vuestras acciones, desde vuestra entrada al servicio del cardenal hasta esta noche.

Una sonrisa de incredulidad pasó por los labios pálidos de Milady.

—Oíd: sois vos quien cortó los dos herretes de diamantes del hombro del duque de Buckingham; sois vos quien ha hecho raptar a la señora Bonacieux; sois vos quien, enamorada de De Wardes, y creyendo pasar la noche con él, habéis abierto vuestra puerta al señor D’Artagnan; sois vos quien, creyendo que De Wardes os había engañado quisisteis hacerlo matar por su rival; sois vos quien, cuando este rival hubo descubierto vuestro infame secreto, habéis querido hacerlo matar por dos asesinos que enviasteis en su persecución; sois vos quien, viendo que las balas habían fallado su tiro, habéis enviado vino envenenado con una carta falsa para hacer creer a vuestra víctima que aquel vino venía de sus amigos; sois vos, en fin, quien en esta habitación, y sentada en la silla en que estoy, acabáis de aceptar con el cardenal Richelieu el compromiso de hacer asesinar al duque de Buckingham, a cambio de la promesa que él os ha hecho de dejaros asesinar a D’Artagnan.

Milady estaba lívida.

—Pero ¿sois acaso Satán? —dijo ella.

—Quizá —dijo Athos—, pero en cualquier caso, escuchad bien esto: asesinéis o hagáis asesinar al duque de Buckingham, poco importa; no lo conozco, además es un inglés. Pero no toquéis con la punta de los dedos ni un solo pelo de D’Artagnan, que es un fiel amigo a quien amo y a quien defiendo, u os juro por la cabeza de mi padre que el crimen que hayáis cometido será el último.

—El señor D’Artagnan me ha ofendido cruelmente —dijo Milady con voz sorda—. El señor D’Artagnan morirá.

—¿De veras es posible que alguien os ofenda, señora? —dijo riendo Athos—. ¿Os ha ofendido y morirá?

—Morirá —replicó Milady—; ella primero, él después.

Athos fue arrebatado como por un vértigo: la vista de aquella criatura, que no tenía nada de mujer, le traía recuerdos terribles; pensó que un día, en una situación menos peligrosa que aquella en que se encontraba, había ya querido sacrificarla a su honor; su deseo de crimen le volvió quemándole y lo invadió como una fiebre ardiente: se levantó a su vez, llevó la mano a su cintura, sacó de él una pistola y la armó.

Milady, pálida como un cadáver, quiso gritar, pero su lengua helada no pudo proferir más que un sonido ronco que no tenía nada de palabra humana y que parecía el estertor de una bestia fiera; pegada contra la sombría tapicería, con los cabellos esparcidos, parecía como la imagen espantosa del terror.

Athos alzó lentamente su pistola, extendió el brazo de manera que el arma tocase casi la frente de Milady y luego, con una voz tanto más terrible cuanto que tenía la calma suprema de una inflexible resolución:

—Señora —dijo—, ahora mismo vais a entregarme el papel que os ha firmado el cardenal, o por mi alma que os salto la tapa de los sesos.

Con otro hombre Milady habría podido conservar alguna duda, pero ella conocía a Athos; sin embargo, permaneció inmóvil.

—Tenéis un segundo para decidiros —dijo él.

Milady vio en la contracción de su rostro que el disparo iba a salir; llevó vivamente la mano a su pecho, sacó de él un papel y lo tendió a Athos.

—¡Tomad —dijo ella—, y sed maldito!

Athos cogió el papel, volvió a poner la pistola en su cintura, se acercó a la lámpara para asegurarse de que era aquél, lo desplegó y leyó:

El portador de la presente ha «hecho lo que ha hecho» por orden mía y para bien del Estado.

3 de diciembre de 1627.
[175]

R
ICHELIEU
.

—Y ahora —dijo Athos recobrando su capa y volviendo a ponerse el sombrero en la cabeza—, ahora que te he arrancado los dientes, víbora, muerde si puedes.

Y salió de la habitación sin mirar siquiera para atrás.

A la puerta encontró a los dos hombres y el caballo que tenían de la mano.

—Señores —dijo— la orden de Monseñor, ya lo sabéis, es conducir a esa mujer, sin perder tiempo, al fuerte de La Pointe y no dejarla hasta que esté a bordo.

Como estas palabras concordaban efectivamente con la orden que había recibido, inclinaron la cabeza en señal de asentimiento.

En cuanto a Athos, montó con ligereza y partió al galope; sólo que, en lugar de seguir la ruta, tomó campo a través, picando con vigor a su caballo y deteniéndose de vez en cuando para escuchar.

En uno de estos altos, oyó por el camino el paso de varios caballos. No dudó que fueran el cardenal y su escolta. Entonces echó una nueva carrera, restregó a su caballo con los brezales y las hojas de los árboles y vino a situarse de través en el camino, a doscientos pasos del campamento aproximadamente.

—¿Quién vive? —gritó de lejos cuando divisó a los caballeros.

—Es nuestro valiente mosquetero, según creo —dijo el cardenal.

—Sí, Monseñor —respondió Athos—, el mismo.

—Señor Athos —dijo Richelieu—, recibid mi agradecimiento por la buena custodia que habéis hecho de nosotros; señores, hemos llegado: tomad la puerta de la izquierda, la contraseña es
Rey y Ré
.

Al decir estas palabras, el cardenal saludó con la cabeza a los tres amigos y giró a la derecha seguido de su escudero; porque aquella noche dormía en el campamento.

—¡Y bien! —dijeron a una Porthos y Aramis cuando el cardenal estuvo fuera del alcance de la voz—. Y bien, ha firmado el papel que ella pedía.

—Lo sé —dijo tranquilamente Athos—, porque es éste.

Y los tres amigos no intercambiaron una sola palabra hasta su acuartelamiento, excepto para dar la contraseña a los centinelas.

Sólo que enviaron a Mosquetón a decir a Planchet que rogaban a su amo que, al ser relevado de trinchera, se dirigiese al momento al alojamiento de los mosqueteros.

Por otra parte, como Athos había previsto, Milady, al encontrarse en la puerta a los hombres que la esperaban, no puso ninguna dificultad en seguirlos; por un instante había tenido ganas de hacerse llevar ante el cardenal y contarle todo, pero una revelación por su parte llevaba a una revelación por parte de Athos: ella diría que Athos la había colgado, pero Athos diría que ella estaba marcada; pensó que más valía guardar silencio, partir discretamente, cumplir con su habilidad ordinaria la difícil misión de que se había encargado y luego, una vez cumplido todo a satisfacción del cardenal, ir a reclamar su venganza.

Por consiguiente, tras haber viajado toda la noche, a las siete de la mañana estaba en el fuerte de La Pointe, a las ocho había embarcado y a las nueve el navío, que con la patente de corso del cardenal se suponía en franquía para Bayonne, levaba el ancla y navegaba rumbo a Inglaterra.

Capítulo XLVI
El bastión Saint-Gervais

A
l llegar donde sus tres amigos, D’Artagnan los encontró reunidos en la misma habitación: Athos reflexionaba, Porthos rizaba su mostacho, Aramis decía sus oraciones en un encantador librito de horas encuadernado en terciopelo azul.

—¡Diantre, señores! —dijo—. Espero que lo que tengáis que decirme valga la pena; en caso contrario os prevengo que no os perdonaré haberme hecho venir en lugar de dejarme descansar después de una noche pasada conquistando y desmantelando un bastión. ¡Ah, y que no estuvierais allí, señores! ¡Hizo buen calor!

—¡Estábamos en otro lado donde tampoco hacía frío! —respondió Porthos haciendo adoptar a su mostacho un rizo que le era particular.

—¡Chis! —dijo Athos.

—¡Vaya! —dijo D’Artagnan comprendiendo el ligero fruncimiento de ceño del mosquetero—. Parece que hay novedades por aquí.

—Aramis —dijo Athos—, creo que anteayer fuisteis a almorzar al albergue del Parpaillot.

—Sí.

—¿Qué tal está?

—Por lo que a mí se refiere comí muy mal: anteayer era día de ayuno, y no tenían más que carne.

—¿Cómo? —dijo Athos—. ¿En un puerto de mar no tienen pescado?

—Dicen —replicó Aramis volviendo a su piadosa lectura— que el dique que ha hecho construir el señor cardenal lo echa a alta mar.

—Mas no es eso lo que yo os preguntaba, Aramis —prosiguió Athos—; yo os preguntaba si estuvisteis a gusto, y si nadie os había molestado.

—Me parece que no tuvimos demasiados importunos; sí, de hecho, y para lo que queréis decir, Athos, estaremos bastante bien en el Parpaillot.

—Vamos entonces al Parpaillot —dijo Athos—, porque aquí las paredes son como hojas de papel.

D’Artagnan, que estaba habituado a las maneras de hacer de su amigo, que reconocía inmediatamente en una palabra, en un gesto, en un signo suyo que las circunstancias eran graves, cogió el brazo de Athos y salió con él sin decir nada; Porthos siguió platicando con Aramis.

En camino encontraron a Grimaud y Athos le hizo seña de seguirlos; Grimaud, según su costumbre, obedeció en silencio; el pobre muchacho había terminado casi por olvidarse de hablar.

Llegaron a la cantina del Parpaillot: eran las siete de la mañana, el día comenzaba a clarear; los tres amigos encargaron un desayuno y entraron en la sala donde, a decir del huésped, no debían ser molestados.

Por desgracia la hora estaba mal escogida para un conciliábulo; acababan de tocar diana, todos sacudían el sueño de la noche, y para disipar el aire húmedo de la mañana venían a beber la copita a la cantina dragones, suizos, guardias, mosqueteros, caballos-ligeros se sucedían con una rapidez que debía hacer ir bien los asuntos del hostelero, pero que cumplía muy mal las miras de los cuatro amigos. Por eso respondieron de una forma muy huraña a los saludos, a los brindis y a las bromas de sus camaradas.

—¡Vamos! —dijo Athos—. Vamos a organizar alguna buena pelea, y no tenemos necesidad de eso en este momento. D’Artagnan, contadnos vuestra noche; luego nosotros os contaremos la nuestra.

—En efecto —dijo un caballo-ligero que se contoneaba sosteniendo en la mano un vaso de aguardiente que degustaba con lentitud—; en efecto, esta noche estabais de trinchera, señores guardias, y me parece que andado en dimes y diretes con los rochelleses.

D’Artagnan miró a Athos para saber si debía responder a aquel intruso que se mezclaba en la conversación.

—Y bien —dijo Athos—, ¿no oyes al señor de Busigny que te hace el honor de dirigirte la palabra? Cuenta lo que ha pasado esta noche, que estos señores desean saberlo.

—¿No habrán cogido un fasitón? —preguntó un suizo que bebía ron en un vaso de cerveza.

—Sí, señor —respondió D’Artagnan inclinándose—, hemos tenido ese honor; incluso hemos metido, como habéis podido oír, bajo uno de los ángulos, un barril de pólvora que al estallar ha hecho una hermosa brecha; sin contar con que, como el bastión no era de ayer, todo el resto de la obra ha quedado tambaleándose.

—Y ¿qué bastión es? —preguntó un dragón que tenía ensartada en su sable una oca que traía para que se la asasen.

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