Los tres mosqueteros (62 page)

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Authors: Alexandre Dumas

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Por eso se vieron correos, a cada instante más numerosos, sucederse día y noche en aquella casita del puente de La Pierre, donde el cardenal había establecido su residencia.

Eran monjes que llevaban tan mal el hábito que era fácil reconocer que pertenecían sobre todo a la Iglesia militante; mujeres algo molestas en sus trajes de pajes, y cuyos largos calzones no podían disimilar por entero las formas redondeadas; en fin, campesinos de manos ennegrecidas pero de pierna fina, y que olían a hombre de calidad a una legua a la redonda.

Luego otras visitas menos agradables, porque dos o tres veces corrió el rumor de que el cardenal había estado a punto de ser asesinado.

Cierto que los enemigos de Su Eminencia decían que era ella misma la que ponía en campaña a asesinos torpes, a fin de tener, llegado el caso, el derecho de adoptar represalias; pero no hay que creer ni lo que dicen los ministros ni lo que dicen sus enemigos.

Lo cual, por lo demás, no impedía al cardenal, a quien jamás ni sus más encarnizados detractores han negado el valor personal, hacer sus recorridos nocturnos para comunicar al duque de Angulema órdenes importantes, tanto para ir a ponerse de acuerdo con el rey como para ir a conferenciar con algún mensajero que no quería que se dejase entrar en su casa.

Por su lado los mosqueteros, que no tenían gran cosa que hacer en el asedio, no eran severamente controlados y llevaban una vida alegre. Y esto les era tanto más fácil, sobre todo a nuestros tres amigos, cuanto que, siendo amigos del señor de Tréville, obtenían fácilmente de él el llegar tarde y quedarse tras el cierre del campamento con permisos particulares.

Pero una noche en que D’Artagnan, que estaba de trinchera, no había podido acompañarlos, Athos, Porthos y Aramis, montados en sus caballos de batalla, envueltos en capas de guerra y con una mano sobre la culata de sus pistolas, volvían los tres de una cantina que Athos había descubierto dos días antes en el camino de La Jarrie, y que se llamaba el Colombier-Rouge, siguiendo el camino que llevaba al campamento estando en guardia, como hemos dicho, por temor a una emboscada, cuando a un cuarto de legua más o menos de la aldea de Boisnar
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, creyeron oír el paso de una cabalgata que venía hacia ellos; al punto los tres se detuvieron, apretados uno contra otro, y esperaron, en medio del camino. Al cabo de un instante, y cuando precisamente salía la luna de una nube, vieron aparecer en una vuelta del camino dos caballeros que al divisarlos se detuvieron también, pareciendo deliberar si debían continuar su ruta o volver atrás. Esta duda proporcionó algunas sospechas a los tres amigos y Athos, dando algunos pasos hacia adelante, gritó con su firme voz:

—¿Quién vive?

—¿Quién vive, vos? —respondió uno de aquellos caballeros.

—Eso no es contestar —dijo Athos—. ¿Quién vive? Responded o cargamos.

—¡Tened cuidado con lo que vais a hacer señores! —dijo entonces una voz vibrante que parecía tener el hábito de mando.

—¿Es algún oficial superior que hace su ronda de noche? —dijo Athos—. ¿Qué queréis hacer, señores?

—¿Quiénes sois? —dijo la misma voz con el mismo tono de mando. Responded o podríais pasarlo mal por vuestra desobediencia.

—Mosqueteros del rey —dijo Athos, más y más convencido de que quien los interrogaba tenía derecho a ello.

—¿Qué compañía?

—Compañía de Tréville.

—Avanzad en orden y venid a darme cuenta de lo que hacíais aquí a esta hora.

Los tres mosqueteros avanzaron, con la cabeza algo gacha, porque los tres estaban ahora convencidos de que tenían que vérselas con alguien más fuerte que ellos; se dejó por lo demás a Athos el cuidado de portavoz.

Uno de los caballeros, el que había tomado la palabra en segundo lugar, estaba diez pasos por delante de su compañero; Athos hizo señas a Porthos y a Aramis de quedarse, por su parte, atrás, y avanzó solo.

—¡Perdón, mi oficial! —dijo Athos—. Pero ignorábamos con quién teníamos que vérnoslas, y como podéis ver estábamos ojo avizor.

—¿Vuestro nombre? —dijo el oficial que se cubría una parte del rostro con su capa.

—¿Y el vuestro, señor? —dijo Athos que comenzaba a revolverse contra aquel interrogatorio—. Dadme, por favor, una prueba de que tenéis derecho a interrogarme.

—¿Vuestro nombre? —repitió por segunda vez el caballero dejando caer su capa de tal forma que dejaba el rostro al descubierto.

—¡Señor cardenal! —exclamó el mosquetero estupefacto.

—¡Vuestro nombre! —repitió por tercera vez Su Eminencia.

—Athos —dijo el mosquetero.

El cardenal hizo una seña al escudero, que se acercó.

—Estos tres mosqueteros nos seguirán —dijo en voz baja—, no quiero que se sepa que he salido del campamento, y siguiéndonos estaremos más seguros de que no lo dirán a nadie.

—Nosotros somos gentileshombres, Monseñor —dijo Athos—; pedidnos, pues, nuestra palabra y no os inquietéis por nada. A Dios gracias, sabemos guardar un secreto.

El cardenal clavó sus ojos penetrantes sobre aquel audaz interlocutor.

—Tenéis el oído fino, señor Athos —dijo el cardenal—; pero ahora escuchad esto: os ruego que me sigáis, no por desconfianza, sino por mi seguridad. Sin duda vuestros dos compañeros son los señores Porthos y Aramis.

—Sí, Eminencia —dijo Athos mientras los dos mosqueteros que se habían quedado atrás se acercaban con el sombrero en la mano.

—Os conozco, señores —dijo el cardenal—, os conozco; sé que no sois completamente amigos míos y estoy molesto por ello, pero sé que sois valientes y leales gentileshombres y que se puede fiar de vosotros. Señor Athos, hacedme, pues, el honor de acompañarme, vos y vuestros amigos, y entonces tendré una escolta como para dar envidia a Su Majestad si nos lo encontramos.

Los tres mosqueteros se inclinaron hasta el cuello de sus caballos.

—Pues bien, por mi honor —dijo Athos—, que Vuestra Eminencia hace bien en llevarnos con ella: hemos encontrado en el camino caras horribles, e incluso con cuatro de esas caras hemos tenido una querella en el Colombier-Rouge.

—¿Una querella? ¿Y por qué, señores? —dijo el cardenal—. No me gustan los camorristas, ¡ya lo sabéis!

—Por eso precisamente tengo el honor de prevenir a Vuestra Eminencia de lo que acaba de ocurrir; porque podría enterarse por otras personas distintas a nosotros y creer, por la falsa relación, que estamos en falta.

—¿Y cuáles han sido los resultados de esa querella? —pregunté el cardenal frunciendo el ceño.

—Pues mi amigo Aramis, que está aquí, ha recibido una leve estocada en el brazo, lo cual no le impedirá, como Vuestra Eminencia podrá ver, subir al asalto mañana si Vuestra Excelencia ordena h escalada.

—Pero no sois hombres para dejaros dar estocadas de esa forma —dijo el cardenal—; vamos, sed francos, señores, algunas habréis de vuelto; confesaos, ya sabéis que tengo derecho a dar la absolución.

—Yo, Monseñor —dijo Athos—, no he puesto siquiera la espada en la mano, pero he agarrado al que me tocaba por medio del cuerpo y lo he tirado por la ventana. Parece que al caer —continuó Athos con cierta duda— se ha roto una pierna.

—¡Ah, ah! —dijo el cardenal—. ¿Y vos, señor Porthos?

—Yo, Monseñor, sabiendo que el duelo está prohibido, he cogido un banco y le he dado a uno de esos bergantes un golpe que, según creo, le ha partido el hombro.

—Bien —dijo el cardenal—. ¿Y vos, señor Aramis?

—Yo, Monseñor, como soy de temperamento dulce y como además, cosa que igual no sabe Monseñor, estoy a punto de tomar el hábito, quería separarme de mis camaradas cuando uno de aquellos miserables me dio traidoramente una estocada de través en el brazo izquierdo. Entonces me faltó paciencia, saqué la espada a mi vez, y, cuando volvía a la carga, creo haber notado que al arrojarse sobre mí se había atravesado el cuerpo; sólo sé con certeza que ha caído y me ha parecido que se lo llevaban con sus dos compañeros.

—¡Diablos, señores! —dijo el cardenal—. Tres hombres fuera de combate por una disputa de taberna; no os vais de vacío. Y a propósito, ¿de qué vino la querella?

—Aquellos miserables estaban borrachos —dijo Athos—, y sabiendo que había una mujer que había llegado por la noche a la taberna querían forzar la puerta.

—¿Forzar la puerta? —dijo el cardenal—. ¿Y eso para qué?

—Para violentarla sin duda —dijo Athos—; tengo el honor de decir a Vuestra Eminencia que aquellos miserables estaban borrachos.

—¿Y esa mujer era joven y hermosa? —preguntó el cardenal con cierta inquietud.

—No la hemos visto, Monseñor —dijo Athos.

—¡No la habéis visto! ¡Ah, muy bien! —replicó vivamente el cardenal—. Habéis hecho bien en defender el honor de una mujer, y como es al albergue del Colombier-Rouge a donde yo voy, sabré si me habéis dicho la verdad.

—Monseñor —dijo altivamente Athos—, somos gentileshombres, y para salvar nuestra cabeza no diríamos una mentira.

—Por eso no dudo de lo que me decís, señor Athos, no lo dudo ni un solo instante, pero —añadió para cambiar de conversación—, ¿aquella dama estaba, por tanto, sola?

—Aquella dama tenía encerrado con ella un caballero —dijo Athos—; pero como pese al alboroto el caballero no ha aparecido, es de presumir que es un cobarde.

—¡No juzguéis temerariamente!, dice el Evangelio —replicó el cardenal.

Athos se inclinó.

—Y ahora, señores, está bien —continuó Su Eminencia—. Sé lo que quería saber; seguidme.

Los tres mosqueteros pasaron tras el cardenal, que se envolvió de nuevo el rostro con su capa y echó su caballo a andar manteniéndose a ocho o diez pasos por delante de sus acompañantes.

Llegaron pronto al albergue silencioso y solitario; sin duda el hostelero sabía qué ilustre visitante esperaba, y por consiguiente había despedido a los importunos.

Diez pasos antes de llegar a la puerta, el cardenal hizo seña a su escudero y a los tres mosqueteros de detenerse. Un caballo completamente ensillado estaba atado al postigo. El cardenal llamó tres veces y de determinada manera.

Un hombre envuelto en una capa salió al punto y cambió algunas rápidas palabras con el cardenal, tras lo cual volvió a subir a caballo y partió en la dirección de Surgères, que era también la de París.

—Avanzad, señores —dijo el cardenal.

—Me habéis dicho la verdad, gentileshombres —dijo dirigiéndose a los tres mosqueteros—. Sólo a mí me atañe que nuestro encuentro de esta noche os sea ventajoso; mientras tanto, seguidme.

El cardenal echó pie a tierra y los tres mosqueteros hicieron otro tanto; el cardenal arrojó la brida de su caballo a las manos de su escudero y los tres mosqueteros ataron las bridas de los suyos a los postigos.

El hotelero permanecía en el umbral de la puerta; para él el cardenal no era más que un oficial que venía a visitar a una dama.

—¿Tenéis alguna habitación en la planta baja donde estos señores puedan esperarme junto a un buen fuego? —dijo el cardenal.

El hostelero abrió la puerta de una gran sala, en la que precisamente acababan de reemplazar una mala estufa por una gran chimenea excelente.

—Tengo ésta —respondió.

—Está bien —dijo el cardenal—. Entrad ahí, señores, y tened a bien esperarme; no tardaré más de media hora.

Y mientras los tres mosqueteros entraban en la habitación de la planta baja, el cardenal, sin pedir informes más amplios, subió la escalera como hombre que no necesita que le indiquen el camino.

Capítulo XLIV
De la utilidad de los tubos de estufa

E
ra evidente que, sin sospecharlo, y movidos solamente por su carácter caballeresco y aventurero, nuestros tres amigos acababan de prestar algún servicio a alguien a quien el cardenal honraba con su protección particular.

Pero ¿quién era ese alguien? Es la pregunta que se hicieron primero los tres mosqueteros; luego, viendo que ninguna de las respuestas que podía hacer su inteligencia era satisfactoria, Porthos llamó al hotelero y pidió los dados.

Porthos y Aramis se sentaron ante una mesa y se pusieron a jugar, Athos se paseó reflexionando.

Al reflexionar y pasearse, Athos pasaba una y otra vez por delante del tubo de la estufa roto por la mitad y cuya otra extremidad daba a la habitación superior, y cada vez que pasaba y volvía a pasar, de un murmullo de palabras que terminó por centrar su atención. Athos se acercó y distinguió algunas palabras que sin duda le parecieron merecer un interés tan grande que hizo seña a sus compañeros de callasen quedando él inclinado, con el oído puesto a la altura del orificio interior.

—Escuchad, Milady —decía el cardenal—; el asunto es importarte; sentaos ahí y hablemos.

—¡Milady! —murmuró Athos.

—Escucho a Vuestra Excelencia con la mayor atención —respondió una voz de mujer que hizo estremecer al mosquetero.

—Un pequeño navío con tripulación inglesa, cuyo capitán está de mi parte, os espera en la desembocadura del Charente, en el fuerte de La Pointe: se hará a la vela mañana por la mañana.

—Entonces, ¿es preciso que vaya allí esta noche?

—Ahora mismo, es decir, cuando hayáis recibido mis instrucciones. Dos hombres que encontraréis a la puerta al salir os servirán de escolta; me dejaréis salir a mí primero; luego, media hora después de mí, saldréis vos.

—Sí, monseñor. Ahora volvamos a la misión que tenéis a bien encargarme; y como quiero seguir mereciendo la confianza de Vuestra Eminencia, dignaos exponérmela en términos claros y precisos para que no cometa ningún error.

Hubo un instante de profundo silencio entre los dos interlocutores; era evidente que el cardenal medía por adelantado los términos en que iba a hablar y que Milady reunía todas sus facultades intelectuales para comprender las cosas que él iba a decir y grabarlas en su memoria cuando estuviesen dichas.

Athos aprovechó ese momento para decir a sus dos compañeros que cerraran la puerta por dentro y para hacerles seña de que vinieran a escuchar con él.

Los dos mosqueteros, que amaban la comodidad, trajeron una silla para cada uno de ellos y otra silla para Athos. Los tres se sentaron entonces con las cabezas juntas y el oído al acecho.

—Vais a partir para Londres —continuó el cardenal—. Una vez llegada a Londres, iréis en busca de Buckingham.

—Haré observar a Su Eminencia —dijo Milady— que, desde el asunto de los herretes de diamantes, que el duque siempre sospechó obra mía, Su Gracia desconfía de mí.

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