Los tres mosqueteros (60 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Sólo que, como podía estar solamente herido y denunciar su crimen, se acercaron para rematarlo; por suerte, engañados por la artimaña de D’Artagnan, se olvidaron de volver a cargar sus fusiles.

Cuando estuvieron a diez pasos de él, D’Artagnan, que al caer había tenido gran cuidado de no soltar su espada, se levantó de pronto y de un salto se encontró junto a ellos.

Los asesinos comprendieron que, si huían hacia el campamento sin haber matado a aquel hombre, serían acusados por él; por eso su primera idea fue la de pasarse al enemigo. Uno de ellos cogió su fusil por el cañón y se sirvió de él como de una maza: lanzó un golpe terrible a D’Artagnan, que lo evitó echándose hacia un lado; pero con este movimiento brindó paso al bandido, que se lanzó al punto hacia el bastión. Como los rochelleses que lo vigilaban ignoraban con qué intención venía aquel hombre hacia ellos, dispararon contra él y cayó herido por una bala que le destrozó el hombro.

En este tiempo, D’Artagnan se había lanzado sobre el segundo soldado, atacándolo con su espada; la lucha no fue larga, aquel miserable no tenía para defenderse más que su arcabuz descargado; la espada del guardia se deslizó por sobre el cañón del arma vuelta inútil y fue a atravesar el muslo del asesino que cayó. D’Artagnan le puso inmediatamente la punta del hierro en el pecho.

—¡Oh, no me matéis! —exclamó el bandido—. ¡Gracia, gracia, oficial, y os lo diré todo!

—¿Vale al menos lo secreto la pena de que lo perdone la vida? —preguntó el joven conteniendo su brazo.

—Sí, si estimáis que la existencia es algo cuando se tienen veintidós años como vos y se puede alcanzar todo, siendo valiente y fuerte como vos lo sois.

—¡Miserable! —dijo D’Artagnan—. Vamos, habla deprisa, ¿quién te ha encargado asesinarme?

—Una mujer a la que no conozco, pero que se llamaba Milady.

—Pero si no conoces a esa mujer, ¿cómo sabes su nombre?

—Mi camarada la conocía y la llamaba así, fue él quien tuvo el asunto con ella y no yo; él tiene incluso en su bolso una carta de esa persona que debe tener para vos gran importancia, por lo que he oído decir.

—Pero ¿cómo te metiste en esta celada?

—Me propuso que diéramos el golpe nosotros dos y acepté.

—¿Y cuánto os dio ella por esta hermosa expedición?

—Cien luises.

—Bueno, en buena hora —dijo el joven riendo— estima que valgo algo: cien luises. Es una cantidad para dos miserables como vosotros; por eso comprendo que hayas aceptado y lo perdono con una condición.

—¿Cuál? —preguntó el soldado inquieto y viendo que no todo había terminado.

—Que vayas a buscarme la carta que tu camarada tiene en bolsillo.

—Pero eso —exclamó el bandido— es otra manera de matarme; ¿cómo queréis que vaya a buscar esta carta bajo el fuego del bastión?

—Sin embargo, tienes que decidirte a ir en su busca, o te juro que mueres por mi mano.

—¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que no lo está! —exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre.

—¿Y por qué sabes tú que hay una mujer a la que amo y que yo he creído muerta a esa mujer? —preguntó D’Artagnan.

—Por la carta que mi camarada tiene en su bolsillo.

—Comprenderás entonces que necesito tener esa carta —di D’Artagnan—; así que no más retrasos ni dudas, o aunque me repugne templar por segunda vez mi espada en la sangre de un miserable como tú, lo juro por mi fe de hombre honrado…

Y a estas palabras D’Artagnan hizo un gesto tan amenazador que el herido se levantó.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —exclamó recobrando valor a fuerza de terror—. ¡Iré…, iré…!

D’Artagnan cogió el arcabuz del soldado, lo hizo pasar delante de él y lo empujó hacia su compañero pinchándole los lomos con la punta de su espada.

Era algo horrible ver a aquel desgraciado dejando sobre el camino que recorría un largo reguero de sangre, cada vez más pálido ante muerte próxima, tratando de arrastrarse sin ser visto hasta el cuerpo de su cómplice que yacía a veinte pasos de allí.

El terror estaba pintado sobre su rostro cubierto de un sudor frío de tal modo que D’Artagnan se compadeció y mirándolo con desprecio:

—Pues bien —dijo—, voy a demostrarte la diferencia que existe entre un hombre de corazón y un cobarde como tú: quédate iré yo.

Y con paso ágil, el ojo avizor, observando los movimientos del enemigo, ayudándose con todos los accidentes del terreno, D’Artagnan llegó hasta el segundo soldado.

Había dos medios para alcanzar su objetivo: registrarlo allí mismo o llevárselo haciendo un escudo con su cuerpo y registrarlo en la trinchera.

D’Artagnan prefirió el segundo medio y cargó el asesino a sus hombros en el momento mismo que el enemigo hacía fuego.

Una ligera sacudida el ruido seco de tres balas que agujereaban las carnes, un último grito un estremecimiento de agonía le probaron a D’Artagnan que el que había querido asesinarlo acababa de salvarle la vida.

D’Artagnan ganó la trinchera y arrojó el cadáver junto al herido tan pálido como un muerto.

Comenzó el inventario inmediatamente: una cartera de cuero, una bolsa donde se encontraba evidentemente una parte de la suma del dinero que había recibido, un cubilete y los dados formaban la herencia del muerto.

Dejó el cubilete y los dados donde habían caído, lanzó la bolsa al herido y abrió ávidamente la cartera.

En medio de algunos papeles sin importancia, encontró la carta siguiente: era la que había ido a buscar con riesgo de su vida:

Dado que habéis perdido el rastro de esa mujer y que ahora está a salvo en ese convento al que nunca deberíais haberla dejado llegar, tratad al menos de no fallar con el hombre; si no, sabéis que tengo la mano larga y que pagaréis caros los cien luises que os he dado.

Sin firma. Sin embargo, era evidente que la carta procedía de Milady. Por consiguiente, la guardó como pieza de convicción y, a salvo tras el ángulo de la trinchera se puso a interrogar al herido. Este confesó que con su camarada, el mismo que acababa de morir, estaba encargado de raptar a una joven que debía salir de París por la barrera de La Villete pero que, habiéndose parado a beber en una taberna, habían llegado diez minutos tarde al coche.

—Pero ¿qué habríais hecho con esa mujer? —preguntó D’Artagnan con angustia.

—Debíamos entregarla en un palacio de la Place Royale —dijo el herido.

—¡Sí! ¡Sí! —murmuró D’Artagnan—. Es exacto, en casa de la misma Milady.

Entonces el joven estremeciéndose, comprendió qué terrible sed de venganza empujaba a aquella mujer a perderlo, a él y a los que lo amaban, y cuánto sabía ella de los asuntos de la corte, puesto que lo había descubierto todo. Indudablemente debía aquellos informes al cardenal.

Mas, en medio de todo esto, comprendió, con un sentimiento de alegría muy real, que la reina había terminado por descubrir la prisión en que la pobre señora Bonacieux expiaba su adhesión, y que la había sacado de aquella prisión. Así quedaban explicados la carta que había recibido de la joven y su paso por la ruta de Chaillot, un paso parecido a una aparición.

Y entonces, como Athos había predicho, era posible volver a encontrar a la señora Bonacieux, y un convento no era inconquistable.

Esta idea acabó de devolver a su corazón la clemencia. Se volvió hacia el herido que seguía con ansiedad todas las expresiones diversas de su cara, y le tendió el brazo:

—Vamos —le dijo—, no quiero abandonarte así. Apóyate en mí y volvamos al campamento.

—Sí —dijo el herido, que a duras penas creía en tanta magnanimidad—, pero ¿no será para hacer que me cuelguen?

—Tienes mi palabra —dijo D’Artagnan—, y por segunda vez te perdono la vida.

El herido se dejó caer de rodillas y besó de nuevo los pies de su salvador; pero D’Artagnan, que no tenía ningún motivo para quedarse tan cerca del enemigo, abrevió él mismo los testimonios de gratitud.

El guardia que había vuelto a la primera descarga de los rochelleses había anunciado la muerte de sus cuatro compañeros. Quedaron, pues, asombrados y muy contentos a la vez en el regimiento cuando se vio aparecer al joven sano y salvo.

D’Artagnan explicó la estocada de su compañero por una salida que improvisó. Contó la muerte del otro soldado y los peligros que habían corrido. Este relato fue para él ocasión de un verdadero triunfo. Todo el ejército habló de aquella expedición durante un día, y Monsieur hizo que le transmitieran sus felicitaciones.

Por lo demás, como toda acción hermosa lleva consigo su recompensa, la hermosa acción de D’Artagnan tuvo por resultado devolverle la tranquilidad que había perdido. En efecto, D’Artagnan creía poder estar tranquilo, puesto que de sus dos enemigos uno estaba muerto y otro era adicto a sus intereses.

Esta tranquilidad probaba una cosa, y es que D’Artagnan no conocía aún a Milady.

Capítulo XLII
El vino de Anjou

T
ras las noticias casi desesperadas del rey
[168]
, el rumor de su convalecencia comenzaba a esparcirse por el campamento; y como tenía mucha prisa por llegar en persona al asedio, se decía que tan pronto como pudiera montar a caballo se pondría en camino.

En este tiempo, Monsieur, que sabía que de un día para otro iba a ser reemplazado en su mando bien por el duque de Angulema, bien por Bassompierre, bien por Schomberg, que se disputaban el mando, hacía poco, perdía las jornadas en tanteos, y no se atrevía a arriesgar una gran empresa para echar a los ingleses de la isla de Ré, donde asediaban constantemente la ciudadela Saint-Martin y el fuerte de La Prée, mientras que por su lado los franceses asediaban La Rochelle.

D’Artagnan, como hemos dicho, se había tranquilizado, como ocurre siempre tras un peligro pasado, y cuando el peligro pareció desvanecido, sólo le quedaba una inquietud, la de no tener noticia alguna de sus amigos.

Pero una mañana a principios del mes de noviembre, todo quedó explicado por esta carta, datada en Villeroi:

Señor D’Artagnan:

Los señores Athos, Porthos y Aramis, tras haber jugado una buena partida en mi casa y haberse divertido mucho, han armado tal escándalo que el preboste del castillo, hombre muy rígido, los ha acuartelado algunos días; pero yo he cumplido las órdenes que me dieron de enviar doce botellas de mi vino de Anjou, que apreciaron mucho: quieren que vos bebáis a su salud con su vino favorito.

Lo he hecho, y soy, señor, con gran respeto,

vuestro muy humilde y obediente servidor,

G
ODEAU
,

Hostelero de los Señores Mosqueteros.

—¡Sea en buena hora! —exclamó D’Artagnan—. Piensan en mí en sus placeres como yo pensaba en ellos en mi aburrimiento; desde luego, beberé a su salud y de muy buena gana, pero no beberé solo.

Y D’Artagnan corrió a casa de dos guardias con los que había hecho más amistad que con los demás, a fin de invitarlos a beber con él el delicioso vinillo de Anjou que acababa de llegar de Villeroi. Uno de los guardias estaba invitado para aquella misma noche y otro para el día siguiente; la reunión fue fijada por tanto para dos días después.

Al volver, D’Artagnan envió las doce botellas de vino a la cantina de los guardias, recomendando que se las guardasen con cuidado; luego, el día de la celebración, como la comida estaba fijada para la hora del mediodía, D’Artagnan envió a las nueve a Planchet para prepararlo todo.

Planchet, muy orgulloso de ser elevado a la dignidad de maître, pensó en preparar todo como hombre inteligente; a este efecto, se hizo ayudar del criado de uno de los invitados de su amo, llamado Fourreau, y de aquel falso soldado que había querido matar a D’Artagnan, y que por no pertenecer a ningún cuerpo, había entrado a su servicio, o mejor, al de Planchet, desde que D’Artagnan le había salvado la vida.

Llegada la hora del festín, los dos invitados llegaron y ocuparon su sitio y se alinearon los platos en la mesa. Planchet servía, servilleta en brazo, Fourreau descorchaba las botellas, y Brisemont, tal era el nombre del convaleciente, transvasaba a pequeñas garrafas de cristal el vino que parecía haber formado posos por efecto de las sacudidas del camino. La primera botella estaba algo turbia hacia el final: de este vino Brisemont vertió los posos en su vaso, y D’Artagnan le permitió beberlo; porque el pobre diablo no tenía aún muchas fuerzas.

Los convidados, tras haber tomado la sopa, iban a llevar el primer vaso a sus labios cuando de pronto el cañón resonó en el fuerte Louis y en el fuerte Neuf
[169]
; al punto, creyendo que se trataba de algún ataque imprevisto, bien de los sitiados, bien de los ingleses, los guardias saltaron sobre sus espadas; D’Artagnan, no menos rápido, hizo como ellos y los tres salieron corriendo a fin de dirigirse a sus puestos.

Mas apenas estuvieron fuera de la cantina cuando se enteraron de la causa de aquel gran alboroto; los gritos de ¡Viva el rey! ¡Viva el cardenal! resonaba por todas las direcciones.

En efecto, el rey, impaciente como se había dicho, acababa de hacer en una dos etapas, y llegaba en aquel mismo instante con toda su casa y un refuerzo de diez mil hombres de tropa; le precedían y seguían sus mosqueteros. D’Artagnan, formando calle con su compañía, saludó con gesto expresivo a sus amigos, que le respondieron con los ojos, y al señor de Tréville, que lo reconoció al instante.

Una vez acabada la ceremonia de recepción, los cuatro amigos estuvieron al punto en brazos unos de otros.

—¡Diantre! —exclamó D’Artagnan—. No podíais haber llegado en mejor momento, y la carne no habrá tenido tiempo aún de enfriarse.

—¿No es eso, señores? —añadió el joven volviéndose hacia los dos guardias, que presentó a sus amigos.

—¡Vaya, vaya, parece que estábamos de banquete! —dijo Porthos.

—Espero —dijo Aramis— que no haya mujeres en vuestra comida.

—¿Es que hay vino potable en vuestra bicoca? —preguntó Athos.

—Diantre, tenemos el vuestro, querido amigo —respondió D’Artagnan.

—¿Nuestro vino? —preguntó Athos asombrado.

—Sí, el que me habéis enviado.

—¿Nosotros os hemos enviado vino?

—Lo sabéis de sobra, de ese vinillo de los viñedos de Anjou.

—Sí, ya sé a qué vino os referís.

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