Los tres mosqueteros (65 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—El bastión Saint-Gervais —respondió D’Artagnan, tras el cual los rochelleses inquietaban a nuestros trabajadores.

—¿Y la cosa ha sido acalorada?

—Por supuesto; nosotros hemos perdido cinco hombres y los rochelleses ocho o diez.


¡Balzempleu!
—exclamó el suizo, que, pese a la admirable colección de juramentos que posee la lengua alemana, había tomado la costumbre de jurar en francés.

—Pero es probable —dijo el caballo-ligero— que esta mañana envíen avanzadillas para poner las cosas en su sitio en el bastión.

—Sí, es probable —dijo D’Artagnan.

—Señores —dijo Athos—, una apuesta.

—¡Ah! Sí, una apuesta —dijo el suizo.

—¿Cuál? —preguntó el caballo-ligero.

—Esperad —dijo el dragón poniendo su sable, como un asador, sobre los dos grandes morillos que sostenían el fuego de la chimenea—, estoy con vosotros. Hostelero maldito, una grasera en seguida, para que no pierda ni una sola gota de la grasa de esta estimable ave.

—Tiene razón —dijo el suizo—, la grasa zuya es muy fuena gon gonfituras.

—Ahí —dijo el dragón—. Ahora, veamos la apuesta. ¡Escuchamos, señor Athos!

—¡Sí, la apuesta! —dijo el caballo— ligero.

—Pues bien, señor de Busigny, apuesto con vosotros —dijo Athos— a que mis tres compañeros, los señores Porthos, Aramis y D’Artagnan y yo nos vamos a desayunar al bastión Saint-Gervais y que estaremos allí una hora, reloj en mano, haga lo que haga el enemigo para desalojarnos.

Porthos y Aramis se miraron; comenzaban a comprender.

—Pero —dijo D’Artagnan inclinándose al oído de Athos— vas a hacernos matar sin misericordia.

—Estamos mucho más muertos —respondió Athos— si no vamos.

—¡Ah! A fe que es una hermosa apuesta —dijo Porthos retrepándose en su silla y retorciéndose el mostacho.

—Acepto —dijo el señor de Busigny—; ahora se trata de fijar la puesta.

—Vosotros sois cuatro, señores —dijo Athos—; nosotros somos cuatro; una cena a discreción para ocho, ¿os parece?

—De acuerdo —replicó el señor de Busigny.

—Perfectamente —dijo el dragón.

—Me fa —dijo el suizo.

El cuarto auditor, que en toda esta conversación había jugado un papel mudo, hizo con la cabeza una señal de que aceptaba la proposición.

—El desayuno de estos señores está dispuesto —dijo el hostelero.

—Pues bien, traedlo —dijo Athos.

El hostelero obedeció. Athos llamó a Grimaud, le mostró una gran cesta que yacía en un rincón y le hizo el gesto de envolver en las servilletas las viandas traídas.

Grimaud comprendió al instante que se trataba de desayunar en el campo, cogió la cesta, empaquetó las viandas, unió a ello botellas y cogió la cesta al brazo.

—Pero ¿dónde se van a tomar mi desayuno? —dijo el hostelero.

—¿Qué os importa —dijo Athos—, con tal de que os paguen?

Y majestuosamente tiró dos pistolas sobre la mesa.

—¿Hay que devolveros algo mi oficial? —dijo el hostelero.

—No, añade solamente dos botellas de Champagne y la diferencia será por las servilletas.

El hostelero no hacía tan buen negocio como había creído al principio pero se recuperó deslizando a los comensales dos botellas de vino de Anjou en lugar de dos botellas de vino de Champagne.

—Señor de Busigny —dijo Athos—, ¿tenéis a bien poner vuestro reloj con el mío, o me permitís poner el mío con el vuestro?

—De acuerdo, señor —dijo el caballo-ligero sacando del bolsillo del chaleco un hermoso reloj rodeado de diamantes—; las siete y media —dijo.

—Siete y treinta y cinco minutos —dijo Athos—; ya sabemos que el mío se adelanta cinco minutos sobre vos, señor.

Y saludando a los asistentes boquiabiertos, los cuatro jóvenes tomaron el camino del bastión Saint-Gervais, seguidos de Grimaud, que llevaba la cesta, ignorando dónde iba, pero en la obediencia pasiva a que se había habituado con Athos no pensaba siquiera en preguntarlo.

Mientras estuvieron en el recinto del campamento, los cuatro amigos no intercambiaron una palabra; además eran seguidos por los curiosos que, conociendo la apuesta hecha, querían saber cómo saldrían de ella.

Pero una vez hubieron franqueado la línea de circunvalación y se encontraron en pleno campo, D’Artagnan, que ignoraba por completo de qué se trataba, creyó que había llegado el momento de pedir una explicación.

—Y ahora, mi querido Athos —dijo—, tened la amabilidad de decirme adónde vamos.

—Ya lo veis —dijo Athos—, vamos al bastión.

—Sí, pero ¿qué vamos a hacer allí?

—Ya lo sabéis, vamos a desayunar.

—Pero ¿por qué no hemos desayunado en el Parpaillot?

—Porque tenemos cosas muy importantes que decirnos, y porque era imposible hablar cinco minutos en ese albergue, con todos esos importunos que van, que vienen, que saludan, que se pegan a la mesa; ahí por lo menos —prosiguió Athos señalando el bastión— no vendrán a molestarnos.

—Me parece —dijo D’Artagnan con esa prudencia que tan bien y tan naturalmente se aliaba en él a una bravura excesiva—, me parece que habríamos podido encontrar algún lugar apartado en las dunas, a orillas del mar.

—Donde se nos habría visto conferenciar a los cuatro juntos, de suerte que al cabo de un cuarto de hora el cardenal habría sido avisado por sus espías de que teníamos consejo.

—Sí —dijo Aramis—, Athos tiene razón:
Animadvertuntur in desertis
[176]
.

—Un desierto no habría estado mal —dijo Porthos—, pero se trataba de encontrarlo.

—No hay desierto en el que un pájaro no pueda pasar por encima de la cabeza, donde un pez no pueda saltar por encima del agua, donde un conejo no pueda salir de su madriguera, y creo que pájaro, pez, conejo todo es espía del cardenal. Más vale, pues, seguir nuestra empresa, ante la cual por otra parte ya no podemos retroceder sin vergüenza; hemos hecho una apuesta, una apuesta que no podía preverse, y sobre cuya verdadera causa desafío a quien sea a que la adivine: para ganarla vamos a permanecer una hora en el bastión. Seremos atacados o no lo seremos. Si no lo somos, tendremos todo el tiempo para hablar, y nadie nos oirá, porque respondo de que los muros de este bastión no tienen orejas; si lo somos, hablaremos de nuestros asuntos al mismo tiempo, y además, al defendernos, nos cubrimos de gloria. Ya veis que todo es beneficio.

—Sí —dijo D’Artagnan—, pero indudablemente pescaremos alguna bala.

—Vaya, querido —dijo Athos—, ya sabéis vos que las balas más de temer no son las del enemigo.

—Pero me parece que para semejante expedición habríamos debido al menos traer nuestros mosquetes.

—Sois un necio, amigo Porthos; ¿para qué cargar con un peso inútil?

—No me parece inútil frente al enemigo un buen mosquete de calibre, doce cartuchos y un cebador.

—Pero bueno —dijo Athos—, ¿no habéis oído lo que ha dicho D’Artagnan?

—¿Qué ha dicho D’Artagnan? —preguntó Porthos.

—D’Artagnan ha dicho que en el ataque de esta noche había ocho o diez franceses muertos, y otros tantos rochelleses.

—¿Y qué?

—No ha habido tiempo de despojarlos, ¿no es así? Dado que, por el momento, había otras cosas más urgentes.

—Y ¿qué?

—¡Y qué! Vamos a buscar sus mosquetes sus cebadores y sus cartuchos, y en vez de cuatro mosquetes y de doce balas vamos a tener una quincena de fusiles y un centenar de disparos.

—¡Oh, Athos! —dijo Aramis—. Eres realmente un gran hombre.

Porthos inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

Sólo D’Artagnan no parecía convencido.

Indudablemente Grimaud compartía las dudas del joven; porque al ver que se continuaba caminando hacia el bastión, cosa que había dudado hasta entonces, tiró a su amo por el faldón de su traje.

—¿Dónde vamos? —preguntó por gestos.

Athos le señaló el bastión.

—Pero —dijo en el mismo dialecto el silencioso Grimaud— dejaremos ahí nuestra piel.

Athos alzó los ojos y el dedo hacia el cielo.

Grimaud puso su cesta en el suelo y se sentó moviendo la cabeza.

Athos cogió de su cintura una pistola, miró si estaba bien cargada, la armó y acercó el cañón a la oreja de Grimaud.

Grimaud volvió a ponerse en pie como por un resorte.

Athos le hizo seña de coger la cesta y de caminar delante.

Grimaud obedeció.

Todo cuanto había ganado el pobre muchacho con aquella pantomima de un instante es que había pasado de la retaguardia a la vanguardia.

Llegados al bastión, los cuatro se volvieron.

Más de trescientos soldados de todas las armas estaban reunidos a la puerta del campamento, y en un grupo separado se podía distinguir al señor de Busigny, al dragón, al suizo y al cuarto apostante.

Athos se quitó el sombrero, lo puso en la punta de su espada y lo agitó en el aire.

Todos los espectadores le devolvieron el saludo, acompañando esta cortesía con un gran hurra que llegó hasta ellos.

Tras lo cual, los cuatro desaparecieron en el bastión donde ya los había precedido Grimaud.

Capítulo XLVII
El consejo de los mosqueteros

C
omo Athos había previsto, el bastión sólo estaba ocupado por una docena de muertos tanto franceses como rochelleses.

—Señores —dijo Athos, que había tomado el mando de la expedición—, mientras Grimaud pone la mesa, comencemos a recoger los fusiles y los cartuchos; además podemos hablar al cumplir esa tarea. Estos señores —añadió él señalando a los muertos— no nos oyen.

—Podríamos de todos modos echarlos en el foso —dijo Porthos—, después de habernos asegurado que no tienen nada en sus bolsillos.

—Sí —dijo Aramis—, eso es asunto de Grimaud.

—Bueno —dijo D’Artagnan—, entonces que Grimaud los registre y los arroje por encima de las murallas.

—Guardémonos de hacerlo —dijo Athos—, pueden servirnos.

—¿Esos muertos pueden servirnos? —dijo Porthos—. ¡Vaya, os estáis volviendo loco, amigo mío!

—¡«No juzguéis temerariamente», dice el Evangelio
[177]
el señor cardenal! —respondió Athos—. ¿Cuántos fusiles, señores?

—Doce —respondió Aramis.

—¿Cuántos disparos?

—Un centenar.

—Es todo cuanto necesitamos; carguemos las armas.

Los cuatro mosqueteros se pusieron a la tarea. Cuando acababan de cargar el último fusil, Grimaud hizo señas de que el desayuno estaba servido.

Athos respondió, siempre por gestos, que estaba bien e indicó e Grimaud una especie de atalaya donde éste comprendió que debía quedarse de centinela. Sólo que para suavizar el aburrimiento de la guardia, Athos le permitió llevar un pan, dos chuletas y una botella de vino.

—Y ahora, a la mesa —dijo Athos.

Los cuatro amigos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, como los turcos o los canteros.

—¡Ah! —dijo D’Artagnan—. Ahora que ya no tienes miedo de ser oído, espero que vayas a hacernos participe de tu secreto, Athos.

—Espero que os procure a un tiempo agrado y gloria, señores —dijo Athos—. Os he hecho dar un paseo encantador; aquí tenemos un desayuno de los más suculentos, y quinientas personas allá abajo, como podéis verles a través de las troneras, que nos toman por locos o por héroes, dos clases de imbéciles que se parecen bastante.

—Pero ¿y ese secreto? —preguntó D’Artagnan.

—El secreto —dijo Athos— es que ayer por la noche vi a Milady. D’Artagnan llevaba su vaso a los labios; pero al nombre de Milady la mano le tembló tan fuerte que lo dejó en el suelo para no derramar el contenido…

—¿Has visto a tu mu…?

—¡Chis! —interrumpió Athos—. Olvidáis, querido, que estos señores no están iniciados como vos en el secreto de mis asuntos domésticos; he visto a Milady.

—¿Y dónde? —preguntó D’Artagnan.

—A dos leguas más o menos de aquí, en el albergue del Colombier-Rouge.

—En tal caso estoy perdido —dijo D’Artagnan.

—No, no del todo aún —prosiguió Athos—, porque a esta hora debe haber abandonado las costas de Francia.

D’Artagnan respiró.

—Pero, a fin de cuentas —prosiguió Porthos—, ¿quién es esa Milady?

—Una mujer encantadora —dijo Athos degustando un vaso de vino espumoso—. ¡Canalla de hostelero —exclamó—, que nos da vino de Anjou por vino de Champagne y que cree que nos vamos a dejar coger! Sí —continuó—, una mujer encantadora que ha tenido bondades con nuestro amigo D’Artagnan, que le ha hecho no sé qué perfidia que ella ha tratado de vengar, hace un mes tratando de hacerlo matar a disparos de mosquete, hace ocho días tratando de envenenarlo, y ayer pidiendo su cabeza al cardenal.

—¿Cómo? ¿Pidiendo mi cabeza al cardenal? —exclamó D’Artagnan, pálido de terror.

—Eso es tan cierto —dijo Porthos— como el Evangelio; lo he oído con mis dos orejas.

—Y yo también —dijo Aramis.

—Entonces —dijo D’Artagnan dejando caer su brazo con desaliento— es inútil seguir luchando más tiempo; da igual que me salte la tapa de los sesos, todo está terminado.

—Es la última tontería que hay que hacer —dijo Athos—, dado que es la única que no tiene remedio.

—Pero no escaparé nunca —dijo D’Artagnan— con semejantes enemigos. Primero, mi desconocido de Meung; luego de Wardes, a quien he dado tres estocadas; luego Milady, cuyo secreto he sorprendido; por fin el cardenal, cuya venganza he hecho fracasar.

—¡Pues bien! —dijo Athos—. Todo eso no hace más que cuatro, y nosotros somos cuatro, uno contra uno. Diantre, si hemos de creer las señas que nos hace Grimaud, vamos a tener que vérnoslas con un número de personas mucho mayor. ¿Qué pasa, Grimaud? Considerando la gravedad de las circunstancias, amigo mío, os permito hablar, pero sed lacónico, por favor. ¿Qué veis?

—Una tropa.

—¿De cuántas personas?

—De veinte hombres.

—¿Qué hombres?

—Dieciséis zapadores, cuatro soldados.

—¿A cuántos pasos están?

—A quinientos pasos.

—Bueno, aún tenemos tiempo de acabar estas aves y beber un vaso de vino a tu salud, D’Artagnan.

—¡A tu salud! —repitieron Porthos y Aramis.

—Pues bien, ¡a mi salud! Aunque no creo que vuestros deseos me sirvan de gran cosa.

—¡Bah! —dijo Athos—. Dios es grande, como dicen los sectarios de Mahoma y el porvenir está en sus manos.

Luego, tragando el contenido de su vaso, que dejó junto a sí, Athos se levantó indolentemente, cogió el primer fusil que había a mano y se acercó a una tronera.

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