Los tres mosqueteros (69 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Y Planchet se puso a llorar; no nos atreveríamos a decir si fue de terror, debido a las amenazas que le hacían o de ternura al ver a los cuatro amigos tan estrechamente unidos.

D’Artagnan le cogió la mano y lo abrazó.

—¿Ves, Planchet? —le dijo—. Estos señores lo dicen todo eso por ternura hacia mí, pero en el fondo lo quieren.

—¡Ay, señor! —dijo Planchet—. O triunfo o me cortan en cuatro; aunque me descuarticen, estad convencido de que ni un solo trozo hablará.

Quedó decidido que Planchet partiría al día siguiente a las ocho de la mañana a fin de que, como había dicho, pudiera durante la noche aprenderse la carta de memoria. Justo a las doce se llegó a este acuerdo; debía estar de vuelta al decimosexto día, a las ocho de la tarde.

Por la mañana, en el momento en que iba a montar a caballo, D’Artagnan, que en el fondo sentía debilidad por el duque, tomó aparte a Planchet.

—Escucha —le dijo—, cuando hayas entregado la carta a lord de Winter y la haya leído, le dirás: «Velad por Su Gracia lord Buckingham, porque lo quieren asesinar». Pero esto, Planchet, es tan grave y tan importante que ni siquiera he querido confesar a mis amigos que te confiaría este secreto, y ni por un despacho de capitán querría escribírtelo.

—Estad tranquilo, señor —dijo Planchet—, ya veréis si se puede contar conmigo.

Y montando sobre un excelente caballo, que debía dejar a veinte leguas de allí para tomar la posta, Planchet partió al galope, el corazón algo encogido por la triple promesa que le habían hecho los mosqueteros, pero por lo demás en las mejores disposiciones del mundo.

Bazin partió al día siguiente por la mañana para Tours, y tuvo ocho días para hacer su comisión.

Los cuatro amigos, durante toda la duración de estas dos ausencias, tenían, como fácilmente se comprenderá, el ojo en acecho más que nunca, la nariz al viento y los oídos a la escucha. Sus jornadas se pasaban tratando de sorprender lo que se decía de acechar los pasos del cardenal y de olfatear los correos que llegaban. Más de una vez un estremecimiento insuperable se apoderó de ellos cuando se los llamó para algún servicio inesperado. Por otra parte, tenían que guardarse de su propia seguridad, Milady era un fantasma que cuando se había aparecido una vez a las personas, no las dejaba ya dormir tranquilas.

La mañana del octavo día, Bazin, fresco como siempre y sonriendo según su costumbre, entró en la taberna de Parpaillot cuando los cuatro amigos estaban a punto de almorzar, diciendo según el acuerdo fijado:

—Señor Aramis, aquí está la respuesta de vuestra prima.

Los cuatro amigos intercambiaron una mirada alegre: la mitad de la tarea estaba hecha; cierto que era la más corta y la más fácil.

Aramis, ruborizándose a pesar suyo, tomó la carta, que era de una escritura grosera y sin ortografía.

—¡Buen Dios! —exclamó riendo—. Decididamente no lo conseguirá; nunca esa pobre Michon escribirá como el señor de Voiture.

—¿Qué es lo que quiere tezir esa probe Mijon? —preguntó el suizo, que estaba a punto de hablar con los cuatro amigos cuando la carta había llegado.

—¡Oh, Dios mío! Nada de nada —dijo Aramis—, una costurerita encantadora a la que amaba mucho y a la que le he pedido algunas líneas de su puño y letra a manera de recuerdo.

—¡Diozez! —dijo el suizo—. Zi ella ser tan glante como zu ezcritura, tendrez muja fortuna gamarata.

Aramis leyó la carta y la pasó a Athos.

—Ved, pues, lo que me escribe, Athos —dijo.

Athos lanzó una mirada sobre la epístola, y para hacer desvanecerse todas las sospechas que hubieran podido nacer, leyó en alta voz:

Prima mía, mi hermana y yo adivinamos muy bien los sueños, y tenemos incluso un miedo horroroso por ellos; pero espero que del vuestro pueda decir que todo sueño es mentira. ¡Adiós! Portaos bien, y haced que de vez en cuando oigamos hablar de voz.

A
GLAE
M
ICHON
.
[180]

—¿Y de qué sueño habla ella? —preguntó el dragón que se había a cercado durante la lectura.

—Zí, ¿de qué zueño? —dijo el suizo.

—¡Diantre! —dijo Aramis—. Es muy sencillo: de un sueño que tuve y le conté.

—¡Oh!, zí, por Tios; ez muy sencijo de gontar zu zueño; pero yo no zueño jamás.

—Sois muy dichoso —dijo Athos levantándose—. ¡Y me gustaría poder decir lo mismo que vos!

—¡Jamás! —exclamó el suizo, encantado de que un hombre como Athos le envidiase algo—. ¡Jamás! ¡Jamás!

D’Artagnan, viendo que Athos se levantaba, hizo otro tanto, tomó su brazo y salió.

Porthos y Aramis se quedaron para hacer frente a las chirigotas del dragón y del suizo.

En cuanto a Bazin, se fue a acostar sobre un haz de paja; y como tenía más imaginación que el suizo, soñó que el señor Aramis, vuelto Papa, le tocaba con un capelo de cardenal.

Pero como hemos dicho, Bazin con su feliz retorno no había quitado más que una parte de la inquietud que aguijoneaba a los cuatro amigos. Los días de la espera son largos, y D’Artagnan sobre todo hubiera apostado que ahora los días tenían cuarenta y ocho horas. Olvidaba las lentitudes obligadas de la navegación, exageraba el poder de Milady. Prestaba a aquella mujer, que le parecía semejante a un demonio, auxiliares sobrenaturales como ella; al menor ruido se imaginaba que venían a detenerle y que traían a Planchet para carearlo con él y con sus amigos. Hay más: su confianza de antaño tan grande en el digno picardo disminuía de día en día. Esta inquietud era tan grande que ganaba a Porthos y a Aramis. Sólo Athos permanecía impasible como si ningún peligro se agitara en torno suyo, y como si respirase su atmósfera cotidiana.

El decimosexto día sobre todo estos signos de agitación eran tan visibles en D’Artagnan y sus dos amigos que no podían quedarse en su sitio, y vagaban como sombras por el camino por el que debía volver Planchet.

—Realmente —les decía Athos— no sois hombres, sino niños, para que una mujer os cause tan gran miedo. Después de todo, ¿de qué se trata? ¡De ser encarcelados! De acuerdo, pero nos sacarán de prisión: de ella ha sido sacada la señora Bonacieux. ¿De ser decapitados? Pero si todos los días, en la trinchera, vamos alegremente a exponernos a algo peor que eso, porque una bala puede partirnos una pierna, y estoy convencido de que un cirujano nos hace sufrir más cortándonos el muslo que un verdugo al cortarnos la cabeza. Estad, por tanto, tranquilos; dentro de dos horas, de cuatro, de seis a más tardar, Planchet estará aquí: ha prometido estar aquí, y yo tengo grandísima fe en las promesas de Planchet, que me parece un muchacho muy valiente.

—Pero ¿si no llega? —dijo D’Artagnan.

—Pues bien, si no llega es que se habrá retrasado, eso es todo. Puede haberse caído del caballo, puede haber hecho una cabriola por encima del puente, puede haber corrido tan deprisa que haya cogido una fluxión de pecho. Vamos, señores, tengamos en cuenta los acontecimientos. La vida es un rosario de pequeñas miserias que el filósofo desgrana riendo. Sed filósofos como yo, señores sentaos a la mesa y bebamos; nada hace parecer el porvenir color de rosa como mirarlo a través de un vaso de chambertin.

—Eso está muy bien —respondió D’Artagnan—; pero estoy harto de tener que temer, cuando bebo bebidas frías, que el vino salga de la bodega de Milady.

—¡Qué difícil sois! —dijo Athos—. ¡Una mujer tan bella!

—¡Una mujer de marca! —dijo Porthos con su gruesa risa.

Athos se estremeció, pasó la mano por su frente para enjugarse él sudor y se levantó a su vez con un movimiento nervioso que no pudo reprimir.

Sin embargo, el día pasó y la noche llegó más lentamente, pero al fin llegó; las cantinas se llenaron de parroquianos; Athos, que se había embolsado su parte del diamante, no dejaba el Parpaillot. Había encontrado en el señor de Busigny, que por lo demás le había dado una cena magnífica, un
partner
digno de él. Jugaban, pues, juntos, como de costumbre, cuando las siete sonaron: se oyó pasar las patrullas que iban a doblar los puestos; a las siete y media sonó la retreta.

—Estamos perdidos —dijo D’Artagnan al oído de Athos.

—Queréis decir que hemos perdido —dijo tranquilamente Athos sacando cuatro pistolas de su bolsillo y arrojándolas sobre la mesa—. Vamos, señores —continuó—, tocan a retreta, vamos a acostarnos.

Y Athos salió del Parpaillot seguido de D’Artagnan. Aramis venía detrás dando el brazo a Porthos. Aramis mascullaba versos y Porthos se arrancaba de vez en cuando algunos pelos del mostacho en señal de desesperación.

Pero he aquí que, de pronto en la oscuridad, se dibuja una sombra, cuya forma es familiar a D’Artagnan, y que una voz muy conocida le dice:

—Señor os traigo vuestra capa, porque hace fresco esta noche.

—¡Planchet! —exclamó D’Artagnan ebrio de alegría.

—¡Planchet! —repitieron Porthos y Aramis.

—Pues claro, Planchet —dijo Athos—. ¿Qué hay de sorprendente en ello? Había prometido estar de regreso a las ocho, y están dando las ocho. ¡Bravo! Planchet, sois un muchacho de palabra, y si alguna vez dejáis a vuestro amo, os guardo un puesto a mi servicio.

—¡Oh, no, nunca! —dijo Planchet—. ¡Nunca dejaré al señor D’Artagnan!

Al mismo tiempo D’Artagnan sintió que Planchet le deslizaba un billete en la mano.

D’Artagnan tenía grandes deseos de abrazar a Planchet al regreso como lo había abrazado a la partida; pero tuvo miedo de que esta señal de efusión, dada a su lacayo en plena calle, pareciese extraordinaria a algún transeúnte, y se contuvo.

—Tengo el billete —dijo a Athos y a sus amigos.

—Está bien —dijo Athos—, entremos en casa y lo leeremos.

El billete ardía en la mano de D’Artagnan; quería acelerar el paso; pero Athos le cogió el brazo y lo pasó bajo el suyo; y así, el joven tuvo que acompasar su camera a la de su amigo.

Por fin entraron en la tienda, encendieron una lámpara, y mientras Planchet se mantenía en la puerta para que los cuatro amigos no fueran sorprendidos, D’Artagnan, con una mano temblorosa, rompió el sello y abrió la carta tan esperada.

Contenía media línea de una escritura completamente británica y de una concisión completamente espartana:

«Thank you, be easy».

Lo cual quería decir:

«¡Gracias, estad tranquilo!».

Athos tomó la carta de manos de D’Artagnan, la aproximó a la lámpara, la prendió fuego y no la soltó hasta que no quedó reducida a cenizas.

Luego, llamando a Planchet:

—Ahora, muchacho, puedes reclamar tus setecientas libras, mas no arriesgabas gran cosa con un billete como éste.

—No será por falta de haber inventado muchos medios para guardarlo —dijo Planchet.

—Y bien —dijo D’Artagnan— cuéntanos eso.

—Maldición, es muy largo, señor.

—Tienes razón, Planchet —dijo Athos—; además la retreta ha sonado, y nos haríamos notar conservando la luz más tiempo que los demás.

—Sea —dijo D’Artagnan—, acostémonos. Duerme bien, Planchet.

—A fe, señor, que será la primera vez en dieciséis días.

—¡También para mí! —dijo D’Artagnan.

—¡También para mí! —replicó Porthos.

—¡Y para mí también! —repitió Aramis.

—Pues bien, si queréis que os confiese la verdad, ¡para mí también! —dijo Athos.

Capítulo XLIX
Fatalidad

E
ntretanto Milady, ebria de cólera, rugiendo sobre el puente del navío como una leona a la que embarcan, había estado tentada de arrojarse al mar para ganar la costa, porque no podía hacerse a la idea de que había sido insultada por D’Artagnan, amenazada por Athos y que abandonaba Francia sin vengarse de ellos. Pronto esta idea se había vuelto tan insoportable para ella que, con riesgo de lo que de terrible podía ocurrir para ella misma, había suplicado al capitán arrojarla junto a la costa; mas el capitán, apremiado para escapar a su falsa posición, colocado entre los cruceros franceses e ingleses como el murciélago entre las ratas y los pájaros, tenía mucha prisa en volver a ganar Inglaterra, y rehusó obstinadamente obedecer a lo que tomaba por un capricho de mujer, prometiendo a su pasajera, que además le había sido recomendada particularmente por el cardenal, dejarla, si el mar y los franceses lo permitían, en uno de los puertos de Bretaña, bien en Lorient, bien en Brest; pero, entretanto el viento era contrario, la mar mala, voltejeaban y daban bordadas. Nueve días después de la salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, veía aparecer sólo las costas azules del Finisterre.

Calculó que para atravesar aquel rincón de Francia y volver junto al cardenal necesitaba por lo menos tres días; añadid un día para desembarco, y eran cuatro; añadid esos cuatro días a los otros nueve, y eran trece días perdidos, trece días durante los que tantos acontecimientos importantes podían pasar en Londres. Indudablemente el cardenal estaría furioso por su regreso y que por consiguiente estaría más dispuesto a escuchar las quejas que se lanzarían contra ella que las acusaciones que ella lanzaría contra los otros. Dejó, por tanto, pasar Lorient y Brest sin insistirle al capitán que, por su parte, se guardó mucho de dar aviso. Milady continuo, pues, su ruta, y el mismo día en que Planchet se embarcaba de Portsmouth para Francia, la mensajera de su Eminencia entraba triunfante en el puerto.

Toda la ciudad estaba agitada por un movimiento extraordinario: cuatro grandes bajeles recientemente terminados acababan de ser lanzados al mar; de pie sobre la escollera engalanado de oro, deslumbrante, según su costumbre, de diamantes y pedrerías, el sombrero de fieltro adornado con una pluma blanca que volvía a caer sobre su hombro, se veía a Buckingham rodeado de un estado mayor casi tan brillante como él.

Era una de esas bellas y raras jornadas de invierno en que Inglaterra se acuerda de que hay sol. El astro pálido, pero sin embargo aún espléndido, se ponía en el horizonte empurpurando a la vez el cielo y el mar con bandas de fuego y arrojando sobre las torres y las viejas casas de la ciudad un último rayo de oro que hacía centellear los cristales como el reflejo de un incendio. Milady, al respirar aquel aire del océano más vivo y más balsámico a la proximidad de la tierra, al contemplar todo el poder de aquellos preparativos que ella estaba encargada de destruir, todo el poderío de aquel ejército que ella debía combatir sola —ella mujer— con algunas bolsas de oro, se comparó mentalmente a Judith, la terrible judía, cuando penetró en el campamento de los Asirios y cuando vio la masa enorme de carros, de caballos, de hombres y de armas que un gesto de su mano debía disipar como una nube de humo.

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