Los tres mosqueteros (70 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Entraron en la rada pero cuando se aprestaban a echar el ancla, un pequeño cúter formidablemente armado se aproximó al navío mercante declarándose guardacostas, e hizo echar al mar su bote, que se dirigió hacia la escala. Aquel bote llevaba un oficial, un contramaestre y ocho remadores; sólo el oficial subió a bordo, donde fue recibido con toda la deferencia que inspira un uniforme.

El oficial se entretuvo algunos instantes con el patrón, le hizo leer un papel de que era portador y, por orden del capitán mercante, toda la tripulación del navío, marineros y pasajeros, fue llevada al puente.

Cuando concluyó aquella especie de pase de lista, el oficial preguntó en voz alta el punto de partida de la bricbarca, de su ruta, de sus puntos de tierra tocados, y a todas las preguntas el capitán satisfizo sin duda, y sin dificultad. Entonces el oficial comenzó a pasar revista de todas las personas una tras otra y, deteniéndose en Milady, la consideró con gran cuidado, pero sin dirigirle una sola palabra.

Luego volvió al capitán, le dijo aún unas palabras; y como si fuera a él a quien en adelante el navío debiera obedecer, ordenó una maniobra que la tripulación ejecutó al punto. Entonces el navío se puso en marcha, siempre escoltado por el pequeño cúter, que bogaba borda con borda a su lado, amenazando su flanco con la boca de sus seis cañones; mientras, la barca seguía la estela del navío, débil punto junto a la enorme masa.

Durante el examen que el oficial había hecho de Milady, Milady, como se supondrá, lo había devorado por su parte con la mirada. Mas, sea el que fuere el hábito que esta mujer de ojos de llama tuviera de leer en el corazón de aquellos cuyos secretos necesitaba adivinar, esta vez encontró un rostro de una impasibilidad tal que ningún descubrimiento siguió a su investigación. El oficial, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y veintiséis años; era blanco de rostro, con ojos azul claro algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro.

Cuando entraron en el puerto era ya de noche. La bruma espesaba aún más la oscuridad y formaba en torno de los fanales y de las linternas de las escolleras un círculo semejante al que rodea la luna cuando el tiempo amenaza con volverse lluvioso. El aire que se respiraba era triste, húmedo y frío.

Milady, aquella mujer tan fuerte, se sentía tiritar a pesar suyo.

El oficial se hizo indicar los bultos de Milady, hizo llevar su equipaje al bote, y una vez que estuvo hecha esta operación, la invitó a ella misma tendiéndole su mano.

—¿Quién sois, señor —preguntó ella—, que habéis tenido la bondad de ocuparos tan particularmente de mí?

—Debéis saberlo, señora, por mi uniforme; soy oficial de la marina inglesa —respondió el joven.

—Pero ¿es costumbre que los oficiales de la marina inglesa se pongan a las órdenes de sus compatriotas cuando llegan a un puerto de Gran Bretaña y lleven la galantería hasta conduciros a tierra?

—Sí, Milady, es costumbre, no por galantería sino por prudencia, que en tiempo de guerra los extranjeros sean conducidos a una hostería designada a fin de que queden bajo la vigilancia del gobierno hasta una perfecta información sobre ellos.

Estas palabras fueron pronunciadas con la cortesía más puntual y la calma más perfecta. Sin embargo, no tuvieron el don de convencer a Milady.

—Pero yo no soy extranjera, señor —dijo ella con el acento más puro que jamás haya sonado de Porstmouth a Manchester—, me llamo lady Clarick, y esta medida…

—Esta medida es general, Milady, y trataríais en vano de sustraeros a ella.

—Entonces os seguiré, señor.

Y aceptando la mano del oficial, comenzó a descender la escala, a cuyo extremo le esperaba el bote. El oficial la siguió: una gran capa estaba extendida a popa, el oficial la hizo sentar sobre la capa y se sentó junto a ella.

—Remad —dijo a los marineros.

Los ocho remos cayeron en el mar, haciendo un solo ruido, golpeando con un solo golpe, y el bote pareció volar sobre la superficie del agua.

Al cabo de cinco minutos tocaban tierra.

El oficial saltó al muelle y ofreció la mano a Milady.

Un coche esperaba.

—¿Es para nosotros este coche? —preguntó Milady.

—Sí, señora —respondió el oficial.

—La hostería debe estar entonces muy lejos.

—Al otro extremo de la ciudad.

—Vamos —dijo Milady.

Y subió resueltamente al coche.

El oficial veló porque los bultos fueran cuidadosamente atados detrás de la caja, y, concluida esta operación, ocupó su sitio junto a Milady y cerró la portezuela.

Al punto, sin que se diese ninguna orden y sin que hubiera necesidad de indicarle su destino, el cochero partió al galope y se metió por las calles de la ciudad.

Una recepción tan extraña debía ser para Milady amplia materia de reflexión; por eso, al ver que el joven oficial no parecía dispuesto en modo alguno a trabar conversación, se acodó en un ángulo del coche pasó revista una tras otra a todas las suposiciones que se presentaban a su espíritu.

Sin embargo, al cabo de un cuarto de hora, extrañada de la largura del camino, se inclinó hacia la portezuela para ver adónde se la conducía. No se percibían ya casas; en las tinieblas, aparecían los árboles como grandes fantasmas negros recorriendo uno tras otro.

Milady se estremeció.

—Pero ya no estamos en la ciudad, señor —dijo.

El joven guardó silencio.

—No seguiré más lejos si no me decís adónde me conducís; ¡os lo prevengo, señor!

Esta amenaza no obtuvo ninguna respuesta.

—¡Oh, esto es demasiado! —exclamó Milady—. ¡Socorro! ¡Socorro!

Ninguna voz respondió a la suya, el coche continuo rodando con rapidez; el oficial parecía una estatua.

Milady miró al oficial con una de esas expresiones terribles, peculiares de su rostro y que raramente dejaban de causar su efecto; la cólera hacía centellear sus ojos en la sombra.

El joven permaneció impasible.

Milady quiso abrir la portezuela y tirarse.

—Tened cuidado, señora —dijo fríamente el joven—; si saltáis os mataréis.

Milady volvió a sentarse echando espuma; el oficial se inclinó, la miró a su vez y pareció sorprendido al ver aquel rostro, tan bello no hacía mucho, trastornado por la rabia y vuelto casi repelente. La astuta criatura comprendió que se perdía al dejar ver así en su alma; volvió a serenar sus rasgos, y con una voz gimiente dijo:

—En nombre del cielo, señor, decidme si es a vos, a vuestro gobierno, o a un enemigo al que debo atribuir la violencia que se me hace.

—No se os hace ninguna violencia, señora, y lo que os sucede es el resultado de una medida totalmente simple que estamos obligados a tomar con todos aquellos que desembarcan en Inglaterra.

—Entonces, ¿vos no me conocéis, señor?

—Es la primera vez que tengo el honor de veros.

—Y, por vuestro honor, ¿no tenéis ningún motivo de odio contra mí?

—Ninguno, os lo juro.

Había tanta serenidad, tanta sangre fría, dulzura incluso en la voz del joven, que Milady quedó tranquilizada.

Finalmente, tras una hora de marcha aproximadamente, el coche se detuvo ante una verja de hierro que cerraba un camino encajonado que conducía a un castillo severo de forma, macizo y aislado. Entonces, como las ruedas rodaban sobre arena fina, Milady oyó un vasto mugido que reconoció por el ruido del mar que viene a romper sobre una costa escarpada.

El coche pasó bajo dos bóvedas, y finalmente se detuvo en un patio sombrío y cuadrado; casi al punto la portezuela del coche se abrió, el joven saltó ágilmente a tierra y presentó su mano a Milady, que se apoyó en ella y descendió a su vez con bastante calma.

—Lo cierto es —dijo Milady mirando en torno suyo y volviendo sus ojos sobre el joven oficial con la más graciosa sonrisa— que estoy prisionera; pero no será por mucho tiempo, estoy segura —añadió—; mi conciencia y vuestra cortesía, señor, son garantías de ello.

Por halagador que fuese el cumplido, el oficial no respondió nada; pero sacando de su cintura un pequeño silbato de plata semejante a aquel de que se sirven los contramaestres en los navíos de guerra, silbó tres veces, con tres modulaciones diferentes; entonces aparecieron varios hombres, desengancharon los caballos humeantes y llevaron el coche bajo el cobertizo.

Luego, el oficial, siempre con la misma cortesía calma, invitó a su prisionera a entrar en la casa. Esta, siempre con su mismo rostro sonriente, le tomó el brazo y entró con él bajo una puerta baja y cimbrada que por una bóveda sólo iluminada al fondo conducía a una escalera de piedra que giraba en torno de una arista de piedra; luego se detuvieron ante una puerta maciza que, tras la introducción en la cerradura de una llave que el joven llevaba consigo, giró pesadamente sobre sus goznes y dio entrada a la habitación destinada a Milady.

De una sola mirada la prisionera abarcó la habitación en sus menores detalles.

Era una habitación cuyo moblaje era al mismo tiempo muy limpio para una prisión y muy severo para una habitación de hombre libre; sin embargo, los barrotes en las ventanas y los cerrojos exteriores de la puerta decidían la causa en favor de la prisión.

Por un instante, toda la fuerza de ánimo de esta criatura, templada sin embargo en las fuentes más vigorosas, la abandonó; cayó en un sillón, cruzando los brazos, bajando la cabeza y esperando a cada instante ver entrar a un juez para interrogarla.

Pero nadie entró, sino dos o tres soldados de marina que trajeron los baúles y las cajas, los depositaron en un rincón y se retiraron sin decir nada.

El oficial presidía todos estos detalles con la misma calma que constantemente le había visto Milady, sin pronunciar una palabra y haciéndose obedecer con un gesto de su mano o a un toque de silbato.

Se hubiera dicho que entre este hombre y sus inferiores la lengua hablada no existía o resultaba inútil.

Finalmente Milady no se pudo contener por más tiempo y rompió el silencio.

—En nombre del cielo, señor —exclamó—, ¿qué quiere decir todo cuanto pasa? Aclarad mis irresoluciones; tengo valor para cualquier peligro que preveo, para cualquier desgracia que comprendo. ¿Dónde estoy y qué soy aquí? Si estoy libre, ¿por qué esos barrotes y esas puertas? Si estoy prisionera, ¿qué crimen he cometido?

—Estáis aquí en la habitación que se os ha destinado, señora. He recibido la orden de ir a recogeros en el mar y conduciros a este castillo; creo haber cumplido esta orden con toda la rigidez de un soldado, pero también con toda la cortesía de un gentilhombre. Ahí termina, al menos hasta el presente, la carga que tenía que cumplir junto a vos, lo demás concierne a otra persona.

—Y esa otra persona, ¿quién es? —preguntó Milady—. ¿No podéis decirme su nombre?…

En aquel momento se oyó por las escaleras un gran rumor de espuelas; algunas voces pasaron y se apagaron, y el ruido de un paso aislado se acercó a la puerta.

—Esa persona, hela aquí, señora —dijo el oficial descubriendo el pasaje y colocándose en actitud de respeto y sumisión.

Al mismo tiempo se abrió la puerta: un hombre apareció en el umbral…

Estaba sin sombrero, llevaba la espada al costado y estrujaba un pañuelo entre sus dedos.

Milady creyó reconocer a aquella sombra en la sombra; se apoyó con una mano en el brazo de su sillón y adelantó la cabeza como para ir por delante de una certidumbre.

Entonces el extraño avanzó lentamente; y a medida que avanzaba al entrar en el círculo de luz proyectado por la lámpara, Milady retrocedía involuntariamente.

Luego, cuando ya no tuvo ninguna duda:

—¡Cómo! ¡Mi hermano! —exclamó en el colmo del estupor—. ¿Sois vos?

—Sí, hermosa dama —respondió lord de Winter haciendo un saludo mitad cortés, mitad irónico—, yo mismo.

—Pero, entonces, ¿este castillo?

—Es mío.

—¿Esta habitación?

—Es la vuestra.

—¿Soy, pues, vuestra prisionera?

—Más o menos.

—¡Pero esto es un horrendo abuso de fuerza!

—Nada de grandes palabras; sentémonos y hablemos tranquilamente, como conviene hacer entre un hermano y una hermana.

Luego, volviéndose hacia la puerta, y viendo que el joven oficial esperaba sus últimas órdenes:

—Está bien —dijo—, gracias; ahora, dejadnos, señor Felton
[181]
.

Capítulo L
Charla de un hermano con su hermana

D
urante el tiempo que lord de Winter tardó en cerrar la puerta, en echar un cerrojo y acercar un asiento al sillón de su cuñada Milady, pensativa, hundió su mirada en las profundidades de la posibilidad, y descubrió toda la trama que ni siquiera había podido entrever mientras ignoró en qué manos había caído. Tenía a su cuñado por un buen gentilhombre, cabal cazador, jugador intrépido, emprendedor con las mujeres, pero de fuerza inferior a la suya tratándose de intriga. ¿Cómo había podido descubrir su llegada? ¿Cómo hacerla prender? ¿Por qué la retenía?

Athos le había dicho algunas palabras que probaban que la conversación que había mantenido con el cardenal había caído en oídos extraños; pero no podía admitir que él hubiera podido cavar una contramina tan pronta y tan audaz.

Temió más bien que sus precedentes operaciones en Inglaterra hubieran sido descubiertas. Buckingham podía haber adivinado que era ella quien había cortado los dos herretes, y vengarse de aquella pequeña traición; pero Buckingham era incapaz de entregarse a ningún exceso contra una mujer, sobre todo si suponía que aquella mujer había actuado movida por un sentimiento de celos.

Esta suposición le pareció la más probable; creyó que querían vengarse del pasado y no ir al encuentro del futuro. Sin embargo, y en cualquier caso, se congratuló de haber caído en manos de su cuñado, de quien contaba sacar provecho, antes que entre las de un enemigo directo e inteligente.

—Sí, hablemos, hermano mío —dijo ella con una especie de jovialidad, decidida como estaba a sacar de la conversación, pese al disimulo que pudiera aportar a ella lord de Winter, las aclaraciones que necesitaba para regular su conducta futura.

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