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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Los tres mosqueteros (74 page)

Pensó entonces que lord de Winter iba a venir a dar, con su presencia, nueva fuerza a su carcelero: su primera prueba estaba perdida, adoptó su partido como mujer que cuenta con sus recursos; en consecuencia, alzó la cabeza, abrió los ojos y suspiró débilmente.

A este suspiro Felton se volvió por fin.

—¡Ah! Ya habéis despertado señora —dijo—; nada tengo que hacer ya aquí. Si necesitáis algo, llamad.

—¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¡Cuánto he sufrido! —murmuró con aquella voz armoniosa que, semejante a la de las encantadoras antiguas, encantaba a todos a quienes quería perder.

Y al enderezarse en su sillón adoptó una posición más graciosa y más abandonada aún que la que tenía cuando estaba tumbada.

Felton se levantó.

—Seréis servida de este modo tres veces al día, señora —dijo—: por la mañana, a las nueve; durante el día, a la una, y por la noche, a las ocho. Si no os va bien, podéis indicar vuestras horas en lugar de las que os propongo, y en este punto obraremos conforme a vuestros deseos.

—Pero ¿voy a quedarme siempre sola en esta habitación grande y triste? —preguntó Milady.

—Se ha avisado a una mujer de los alrededores, mañana estará en el castillo, y vendrá siempre que deseéis su presencia.

—Os lo agradezco, señor —respondió humildemente la prisionera.

Felton hizo un leve saludo y se dirigió hacia la puerta. En el momento en que iba a franquear el umbral lord de Winter apareció en el corredor, seguido del soldado que había ido a llevarle la nueva del desvanecimiento de Milady. Traía en la mano un frasco de sales.

—¿Y bien? ¿Qué es? ¿Qué es lo que pasa aquí? —dijo con una voz burlona viendo a su prisionera de pie y a Felton dispuesto a salir—. ¿Esta muerta ha resucitado ya? Demonios, Felton, hijo mío, ¿no has visto que te tomaba por un novicio y que representaba para ti el primer acto de una comedia cuyos desarrollos tendremos sin duda el placer de seguir?

—Lo he pensado, milord —dijo Felton—; pero como la prisionera es mujer después de todo, he querido tener los miramientos que todo hombre bien nacido debe a una mujer, si no por ella, al menos por uno mismo.

Milady sintió un estremecimiento por todo su cuerpo. Estas palabras de Felton pasaban como hielo por todas sus venas.

—O sea —prosiguió de Winter riendo—, esos hermosos cabellos sabiamente esparcidos, esa piel blanca y esa lánguida mirada, ¿no te han seducido aún, corazón de piedra?

—No, milord —respondió el impasible joven—, y creedme, se necesita algo más que tejemanejes y coqueterías de mujer para corromperme.

—En tal caso, mi bravo teniente, dejemos a Milady buscar otra cosa y vayamos a cenar. ¡Ah!, tranquilízate, tiene la imaginación fecunda, y el segundo acto de la comedia no tardará en seguir al primero.

Y a estas palabras lord de Winter pasó su brazo bajo el de Felton y se lo llevó riendo.

—¡Oh! Ya encontraré lo que necesitas —murmuró Milady entre dientes—; estate tranquilo pobre monje frustrado, pobre soldado convertido, que te has cortado el uniforme de un hábito.

—A propósito —prosiguió de Winter deteniéndose en el umbral de la puerta—, no es preciso, Milady, que este fracaso os quite el apetito. Catad ese pollo y ese pescado que no he hecho envenenar, palabra de honor. Me llevo bastante bien con mi cocinero, y como no tiene que heredar de mí, tengo en él plena y total confianza. Haced como yo. ¡Adiós, querida hermana! Hasta vuestro próximo desvanecimiento.

Era cuanto Milady podía soportar: sus manos se crisparon sobre su sillón, sus dientes rechinaron sordamente, sus ojos siguieron el movimiento de la puerta que se cerró tras lord de Winter y Felton; y cuando se vio sola, una nueva crisis de desesperación se apoderó de ella; lanzó los ojos sobre la mesa, vio brillar un cuchillo, se abalanzó y lo cogió; pero su desengaño fue cruel: la hoja era redonda y de plata flexible.

Una carcajada resonó tras la puerta mal cerrada, y la puerta volvió a abrirse.

—¡Ja, ja! —exclamó lord de Winter—. ¡Ja, ja, ja! ¿Ves, mi valiente Felton, ves lo que te había dicho? Ese cuchillo era para ti; hijo mío, te habría matado. ¿Ves? Es uno de sus defectos, desembarazarse así, de una forma o de otra, de las personas que la molestan. Si te hubiera escuchado, el cuchillo habría sido puntiagudo y de acero: entonces se acabó Felton, te habría degollado y después de ti a todo el mundo. Mira, además, John, qué bien sabe empuñar su cuchillo.

En efecto, Milady empuñaba aún el arma ofensiva en su mano crispada, pero estas últimas palabras, este supremo insulto, destensaron sus manos, sus fuerzas y hasta su voluntad.

El cuchillo cayó a tierra.

—Tenéis razón, milord —dijo Felton con un acento de profundo disgusto que resonó hasta en el fondo del corazón de Milady—, tenéis razón y soy yo el que estaba equivocado.

Y los dos salieron de nuevo.

Pero esta vez Milady prestó oído más atento que la primera vez, y oyó alejarse sus pasos y apagarse en el fondo del corredor.

—Estoy perdida —murmuró—, heme aquí en poder de gentes sobre las que no tendré más ascendiente que sobre estatuas de bronce o granito; me conocen de memoria y están acorazados contra todas mis armas. Es, sin embargo, imposible que esto termine como ellos han decidido.

En efecto, como indicaba esta última reflexión, ese retorno instintivo a la esperanza, en aquella alma profunda el temor y los sentimientos débiles no flotaban demasiado tiempo. Milady se sentó a la mesa, comió de varios platos, bebió un poco de vino español, y sintió que le volvía toda su resolución.

Antes de acostarse ya había comentado, analizado, mirado por todas su facetas, examinado desde todos los puntos de vista las palabras, los pasos, los gestos, los signos y hasta el silencio de sus carceleros, y de este estudio profundo, hábil y sabio, había resultado que Felton era, en conjunto, el más vulnerable de sus dos perseguidores.

Una frase sobre todo volvía a la mente prisionera:

—Si te hubiera escuchado —había dicho lord de Winter a Felton.

Por tanto, Felton había hablado en su favor, puesto que lord de Winter no había querido escuchar a Felton.

—Débil o fuerte —repetía Milady—, ese hombre tiene un destello de piedad en su alma; de ese destelló haré yo un incendio que lo devovará. En cuanto al otro, me conoce, me teme y sabe lo que tiene que esperar de mí si alguna vez me escapo de sus manos; es, pues, inútil intentar nada sobre él. Pero Felton es otra cosa: es un joven ingenuo, puro y que parece virtuoso; a éste hay un medio de perderlo.

Y Milady se acostó y se durmió con la sonrisa en los labios; quien la hubiera visto durmiendo la habría supuesto una muchacha soñando con la corona de flores que debía poner sobre su frente en la próxima fiesta.

Capítulo LIII
Segunda jornada de cautividad

M
ilady soñaba que por fin tenía a D’Artagnan, que asistía a su suplicio, y era la vista de su sangre odiosa corriendo bajo el hacha del verdugo lo que dibujaba aquella encantadora sonrisa sobre sus labios.

Dormía como duerme un prisionero acunado por su primera esperanza.

Al día siguiente, cuando entraron en su cuarto, estaba todavía en su cama. Felton estaba en el corredor: traía la mujer de que había hablado la víspera y que acababa de llegar; esta mujer entró y se aproximó a la cama de Milady ofreciéndole sus servicios.

Milady era habitualmente pálida; su tez podía, pues, equivocar a una persona que la viera por primera vez.

—Tengo fiebre —dijo ella—; no he dormido un solo instante durante toda esta larga noche, sufro horriblemente; ¿seréis vos más humana de lo que fueron ayer conmigo?

—¿Queréis que llame a un médico? —dijo la mujer.

Felton escuchaba este diálogo sin decir una palabra.

Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se redoblaría la vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.

—Ir a buscar a un médico —dijo—, ¿para qué? Esos señores declararon ayer que mi mal era una comedia; sin duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de avisar al doctor.

—Entonces —dijo Felton impacientado—, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis seguir.

—¿Lo sé yo acaso? ¡Dios mío! Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den, poco me importa.

—Id a buscar a lord de Winter —dijo Felton cansado de aquellas quejas eternas.

—¡Oh, no, no! —exclamó Milady—. No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no necesito nada, no lo llaméis.

Puso una vehemencia tan prodigiosa, una elocuencia tan arrebatadora en esta exclamación, que Felton, arrobado, dio algunos pasos dentro de la habitación.

«Está emocionado», pensó Milady.

—Sin embargo, señora —dijo Felton—, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no tendremos nada que reprocharnos.

Milady no respondió; pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundió en lágrimas y estalló en sollozos.

Felton la miró un instante con su impasibilidad ordinaria; luego, como la crisis amenazaba con prolongarse, salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no apareció.

—Creo que empiezo a verlo claro —murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.

Transcurrieron dos horas.

—Ahora es tiempo de que la enfermedad cese —dijo—; levantémonos y obtengamos algunos éxitos desde hoy; no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado dos.

Al entrar por la mañana en la habitación de Milady, le habían traído su desayuno; y ella había pensado que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a Felton.

Milady no se equivocaba. Felton reapareció y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que ordinariamente traían completamente servida.

Felton se quedó el último, tenía un libro en la mano.

Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa esperando el martirio.

Felton se aproximó a ella y dijo:

—Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día el ordinario de
vuestra misa
, y este es un libro que contiene el ritual.

Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.

Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como el mármol, pero dura e impenetrable como él, reconoció a uno de esos sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a veces a buscar refugio.

Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genios las reciben en las grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.

Estas dos palabras:
vuestra misa
, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.

Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó completamente formulada a sus labios:

—¡Yo! —dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la voz del joven oficial—, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien que yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere tenderme.

—¿Y de qué religión sois entonces, señora? —preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.

—Lo diré —exclamó Milady con exaltación fingida— el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.

La mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola frase.

Sin embargo, el joven oficial permaneció mudo e inmóvil: sólo su mirada había hablado.

—Estoy en manos de mis enemigos —prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos—. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He ahí la respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro —añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto—, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.

Felton no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady había tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como mujer que ya ha recuperado todas sus ventajas.

—Parece —dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar—, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Quiero decir que desde la última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os habréis casado por casualidad con un tercer marido protestante?

—Explicaos, milord —prosiguió la prisionera con majestad—, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.

—Entonces es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto —prosiguió riéndose burlonamente lord de Winter.

—Es cierto que eso va mejor con vuestros principios —replicó fríamente Milady.

—¡Oh! Os confieso que me da completamente igual.

—Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros crímenes darían fe de ella.

—¡Vaya! Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth
[187]
. O yo he oído mal o, diantre, sois bien impúdica.

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