Los tres mosqueteros (29 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—A casa de Athos por el momento, y, si queréis venir, os invito a daros prisa, porque hemos perdido ya demasiado tiempo. A propósito, avisad a Bazin.

—¿Bazin viene con nosotros? —preguntó Aramis.

—Quizá. En cualquier caso, está bien que por ahora nos siga a casa de Athos.

Aramis llamó a Bazin, y tras haberle ordenado ir a reunirse con él a casa de Athos, tomando su capa, su espada y sus tres pistolas, y abriendo inútilmente tres o cuatro cajones para ver si encontraba en ellos alguna pistola extraviada, dijo:

—Partamos, pues.

Luego, cuando estuvo bien seguro de que aquella búsqueda era superflua, siguió a D’Artagnan, preguntándose cómo era que el joven cadete de los guardias había sabido quién era la mujer a la que él había dado hospitalidad y conociese mejor que él lo que había sido de ella.

Al salir, Aramis puso su mano sobre el brazo de D’Artagnan y, mirándole fijamente, dijo:

—¿Vos no habéis hablado de esa mujer a nadie?

—A nadie en el mundo.

—¿Ni siquiera a Athos y a Porthos?

—No les he soplado ni la menor palabra.

—En buena hora.

Y tranquilo respecto a este importante punto, Aramis continuó su camino con D’Artagnan, y pronto los dos juntos llegaron a casa de Athos.

Lo encontraron con su permiso en una mano y la carta del señor de Tréville en la otra.

—¿Podéis explicarme lo que significa este permiso y esta carta que acabo de recibir? —dijo Athos asombrado.

Mi querido Athos: Puesto que vuestra salud lo exige de modo indispensable, quiero que descanséis quince días. Id, pues, a tomar las aguas de Forges o cualquiera otra que os convenga, y restableceros pronto.

Vuestro afectísimo,

T
RÉVILLE
.

—Pues bien, ese permiso y esa carta significan que hay que seguirme, Athos.

—¿A las aguas de Forges?

—Allí o a otra parte.

—¿Para servicio del rey?

—Del rey o de la reina. ¿No somos servidores de Sus Majestades?

En aquel momento entró Porthos.

—¡Pardiez! —dijo—. Vaya cosa más extraña. ¿Desde cuándo entre los mosqueteros se concede a la gente permisos sin que los pidan?

—Desde que tienen amigos que los piden para ellos —dijo D’Artagnan.

—¡Ah, ah! —dijo Porthos—. Parece que hay novedades.

—Sí, nos vamos —dijo Aramis.

—¿Adónde? —preguntó Porthos.

—A fe que no sé nada —dijo Athos—; pregúntaselo a D’Artagnan.

—A Londres, señores —dijo D’Artagnan.

—¡A Londres! —exclamó Porthos—. ¿Y qué vamos a hacer nosotros en Londres?

—Eso es lo que no puedo deciros, señores, y tenéis que fiaros de mí.

—Pero para ir a Londres —añadió Porthos—, se necesita dinero, y yo no lo tengo.

—Ni yo —dijo Aramis.

—Ni yo —dijo Athos.

—Yo lo tengo —prosiguió D’Artagnan sacando su tesoro de su bolso y depositándolo sobre la mesa—. En esa bolsa hay trescientas pistolas; tomemos cada uno setenta y cinco; es más de lo que se necesita para ir a Londres y volver. Además, estad tranquilos, no todos llegaremos a Londres.

—Y eso ¿por qué?

—Porque según todas las probabilidades, habrá alguno de nosotros que se quede en el camino.

—¿Es acaso una campaña lo que emprendemos?

—Y de las más peligrosas, os lo advierto.

—¡Vaya! Pero dado que corremos el riesgo de hacernos matar —dijo Porthos—, me gustaría saber por qué al menos.

—Lo sabrás más adelante —dijo Athos.

—Sin embargo —dijo Aramis—, yo soy de la opinión de Porthos.

—¿Suele el rey rendiros cuenta? No, os dice buenamente: Señores se pelea en Gascuña o en Flandes, id a batiros; y vos vais. ¿Por qué? No os preocupáis siquiera.

—D’Artagnan tiene razón —dijo Athos—, aquí están nuestros tres permisos que proceden del señor de Tréville, y ahí hay trescientas pistolas que vienen de no sé dónde. Vamos a hacernos matar allí donde se nos dice que vayamos. ¿Vale la vida la pena de hacer tantas preguntas? D’Artagnan, yo estoy dispuesto a seguirte.

—Y yo también —dijo Porthos.

—Y yo también —dijo Aramis—. Además, no me molesta dejar París. Necesito distracciones.

—¡Pues bien, tendréis distracciones, señores, estad tranquilos! —dijo D’Artagnan.

—Y ahora, ¿cuándo partimos? —dijo Athos.

—Inmediatamente —respondió D’Artagnan—; no hay un minuto que perder.

—¡Eh, Grimaud, Planchet, Mosquetón, Bazin! —gritaron los cuatro jóvenes llamando a sus lacayos—. Dad grasa a nuestras botas y traed los caballos de palacio.

En efecto, cada mosquetero dejaba en el palacio general, como en un cuartel, su caballo y el de su criado.

Planchet, Grimaud, Mosquetón y Bazin partieron a todo correr.

—Ahora, establezcamos el plan de campaña —dijo Porthos—. ¿Dónde vamos primero?

—A Calais —dijo D’Artagnan—; es la línea más recta para llegar a Londres.

—¡Bien! —dijo Porthos—. Mi opinión es ésta.

—Habla.

—Cuatro hombres que viajan juntos serían sospechosos; D’Artagnan nos dará a cada uno sus instrucciones, yo partiré delante por la ruta de Boulogne para aclarar el camino; Athos partirá dos horas después por la de Amiens; Aramis nos seguirá por la de Noyon; en cuanto a D’Artagnan, partirá por la que quiera, con los vestidos de Planchet, mientras Planchet nos seguirá vestido de D’Artagnan y con el uniforme de los guardias.

—Señores —dijo Athos—, mi opinión es que no conviene meter para nada lacayos en un asunto semejante; un secreto puede ser traicionado por azar por gentileshombres, pero es casi siempre vendido por lacayos.

—El plan de Porthos me parece impracticable —dijo D’Artagnan—, porque yo mismo ignoro qué instrucciones puedo daros. Yo soy portador de una carta, eso es todo. No la sé y por tanto no puedo hacer tres copias de esa carta, puesto que está sellada; en mi opinión, hay que viajar en compañía. Esa carta está aquí, en mi bolsillo —y mostró el bolsillo en que estaba la carta—. Si muero, uno de vosotros la cogerá y continuaréis la ruta; si éste muere, le tocará a otro, y así sucesivamente; con tal que uno solo llegue, se habrá hecho lo que había que hacer.

—¡Bravo, D’Artagnan! Tu opinión es la mía —dijo Athos—. Además, hay que ser consecuente: voy a tomar las aguas, vosotros me acompañáis; en lugar de Forges, voy a tomar baños de mar
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: soy libre. Si se nos quiere detener, muestro la carta del señor de Tréville, y vosotros mostráis vuestros permisos; si se nos ataca, nosotros nos defenderemos; si se nos juzga, defenderemos erre que erre que no teníamos otra intención que meternos cierto número de veces en el mar; darían buena cuenta de cuatro hombres aislados, mientras que cuatro hombres juntos son una tropa. Armaremos a los cuatro lacayos de pistolas y mosquetones; si se envía un ejército contra nosotros, libraremos batalla, y el superviviente, como ha dicho D’Artagnan, llevará la carta.

—Bien dicho —exclamó Aramis—; no hablas con frecuencia, Athos, pero cuando hablas es como San Juan Boca de Oro. Adopto el plan de Athos. ¿Y tú, Porthos?

—Yo también —dijo Porthos—, si conviene a D’Artagnan. D’Artagnan, portador de la carta, es naturalmente el jefe de la empresa; que él decida y nosotros obedeceremos.

—Pues bien —dijo D’Artagnan—, decido que adoptemos el plan de Athos y que partamos dentro de media hora.

—¡Adoptado! —contestaron a coro los tres mosqueteros.

Y cada cual alargando la mano hacia la bolsa, cogió setenta y cinco pistolas e hizo sus preparativos para partir a la hora convenida.

Capítulo XX
El viaje

A
las dos de la mañana, nuestros cuatro aventureros salieron de París por la puerta de Saint-Denis; mientras fue de noche, permanecieron mudos; a su pesar, sufrían la influencia de la oscuridad y veían acechanzas por todas partes.

A los primeros rayos del día, sus lenguas se soltaron; con el sol, la alegría volvió: era como en la víspera de un combate, el corazón palpitaba, los ojos reían; se sentía que la vida que quizá se iba a abandonar era, a fin de cuentas, algo bueno.

El aspecto de la caravana, por lo demás, era de lo más formidable: los caballos negros de los mosqueteros, su aspecto marcial, esa costumbre de escuadrón que hace marchar regularmente a esos nobles compañeros del soldado hubieran traicionado el incógnito más estricto.

Los seguían los criados, armados hasta los dientes.

Todo fue bien hasta Chantilly, adonde llegaron hacia las ocho de la mañana. Había que desayunar. Descendieron ante un albergue que recomendaba una muestra que representaba a San Martín dando la mitad de su capa a un pobre
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. Ordenaron a los lacayos no desensillar los caballos y mantenerse dispuestos para volver a partir inmediatamente.

Entraron en la sala común y se sentaron en una mesa.

Un gentilhombre que acababa de llegar por la ruta de San Martín estaba sentado en aquella misma mesa y desayunaba. El entabló conversación sobre cosas sin importancia y los viajeros respondieron; él bebió a su salud y los viajeros le devolvieron la cortesía.

Pero en el momento en que Mosquetón venía a anunciar que los caballos estaban listos y que se levantaba la mesa, el extranjero propuso a Porthos beber a la salud del cardenal. Porthos respondió que no deseaba otra cosa si el desconocido, a su vez, quería beber a la salud del rey. El desconocido exclamó que no conocía más rey que Su Eminencia. Porthos lo llamó borracho; el desconocido saco su espada.

—Habéis hecho una tontería —dijo Athos—; no importa, ya no se puede retroceder ahora: matad a ese hombre y venid a reuniros con nosotros lo más rápido que podáis.

Y los tres volvieron a montar a caballo y partieron a rienda suelta, mientras que Porthos prometía a su adversario perforarle con todas las estocadas conocidas en la esgrima.

—¡Uno! —dijo Athos al cabo de quinientos pasos.

—Pero ¿por qué ese hombre ha atacado a Porthos y no a cualquier otro? —preguntó Aramis.

—Porque por hablar Porthos más alto que todos nosotros, le ha tomado por el jefe —dijo D’Artagnan.

—Siempre he dicho que este cadete de Gascuña era un pozo de sabiduría —murmuró Athos.

Y los viajeros continuaron su ruta.

En Beauvais se detuvieron dos horas, tanto para dejar respirar a los caballos como para esperar a Porthos. Al cabo de dos horas, como Porthos no llegaba, ni noticia alguna de él, volvieron a ponerse en camino.

A una legua de Beauvais, en un lugar en que el camino se encontraba encajonado entre dos taludes, encontraron ocho o diez hombres que, aprovechando que la ruta estaba desempedrada en aquel lugar, fingían trabajar en ella cavando agujeros y haciendo rodadas en el fango.

Aramis, temiendo ensuciarse sus botas en aquel mortero artificial, los apostrofó duramente. Athos quiso retenerlo; era demasiado tarde. Los obreros se pusieron a insultar a los viajeros a hicieron perder con su insolencia la cabeza incluso al frío Athos, que lanzó su caballo contra uno de ellos.

Entonces, todos aquellos hombres retrocedieron hasta una zanja y cogieron mosquetes ocultos; resultó de ello que nuestros siete viajeros fueron literalmente pasados por las armas. Aramis recibió una bala que le atravesó el hombro, y Mosquetón otra que se alojó en las partes carnosas que prolongan el bajo de los riñones. Sin embargo, Mosquetón sólo se cayó del caballo, no porque estuviera gravemente herido, sino porque como no podía ver su herida creyó sin duda estar más peligrosamente herido de lo que lo estaba.

—Es una emboscada —dijo D’Artagnan—, no piquemos el cebo, y en marcha.

Aramis, aunque herido como estaba se agarró a las crines de su caballo, que le llevó con los otros. El de Mosquetón se les había reunido y galopaba completamente solo a su lado.

—Así tendremos un caballo de recambio —dijo Athos.

—Preferiría tener un sombrero —dijo D’Artagnan—; el mío se lo ha llevado una bala. Ha sido una suerte que la carta que llevo no haya estado dentro.

—¡Vaya, van a matar al pobre Porthos cuando pase! —dijo Aramis.

—Si Porthos estuviera sobre sus piernas, ya se nos habría unido —dijo Athos—. Mi opinión es que, sobre la marcha, el borracho se ha despejado.

Y galoparon aún durante dos horas, aunque los caballos estuvieran tan fatigados que era de temer que negasen muy pronto el servicio.

Los viajeros habían cogido la trocha, esperando de esta forma ser menos inquietados; pero en Crèvecoeur, Aramis declaró que no podía seguir. En efecto, había necesitado de todo su coraje que ocultaba bajo su forma elegante y sus ademanes corteses para llegar hasta allí. A cada momento palidecía, y tenían que sostenerlo sobre su caballo; lo bajaron a la puerta de una taberna, le dejaron a Bazin que, por lo demás, en una escaramuza era más embarazoso que útil, y volvieron a partir con la esperanza de ir a dormir a Amiens.

—¡Pardiez! —dijo Athos cuando se encontraron en camino, reducidos a dos amos y a Grimaud y Planchet—. ¡Pardiez! No seré yo su víctima, y os aseguro que no me harán abrir la boca ni sacar la espada de aquí a Calais… Lo juro…

—No juremos —dijo D’Artagnan—, galopemos si nuestros caballos consienten en ello.

Y los viajeros hundieron sus espuelas en el vientre de sus caballos, que, vigorosamente estimulados, volvieron a encontrar fuerzas. Llegaron a Amiens a medianoche y descendieron en el albergue del
Lis d’Or
.

El hostelero tenía el aspecto del más honesto hombre de la tierra; recibió a los viajeros con su palmatoria en una mano y su bonete de algodón en la otra; quiso alojar a los dos viajeros a cada uno en una habitación encantadora, pero desgraciadamente cada una de aquellas habitaciones estaba en una punta del hotel. D’Artagnan y Athos las rechazaron; el hostelero respondió que no había otras dignas de Sus Excelencias; pero los viajeros declararon que se acostarían en la habitación común, cada uno sobre un colchón que pondrían en el suelo. El hostelero insistió, los viajeros se obstinaron: hubo que hacer lo que querían.

Acababan de disponer el lecho y de atrancar la puerta por dentro, cuando llamaron al postigo del patio; preguntaron quién estaba allí, reconocieron la voz de sus criados y abrieron.

En efecto, eran Planchet y Grimaud.

—Grimaud bastará para guardar los caballos —dijo Planchet—; si los señores quieren, yo me acostaré atravesando la puerta; de esta forma, estarán seguros de que nadie llegará hasta ellos.

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