Los tres mosqueteros (27 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—¿Vos servís al cardenal?

—Sí, señora, y como su servidor no permitiré que os dediquéis a conspiraciones contra el Estado, y que vos misma sirváis a las intrigas de una mujer que no es francesa y que tiene el corazón español. Afortunadamente el cardenal está ahí, su mirada alerta vigila y penetra hasta el fondo del corazón.

Bonacieux repetía palabra por palabra una frase que había oído decir al conde de Rochefort; pero la pobre mujer, que había contado con su marido y que, en aquella esperanza, había respondido por él a la reina, no tembló menos, tanto por el peligro en el que ella había estado a punto de arrojarse, como por la impotencia en que se encontraba. Sin embargo, conociendo la debilidad y sobre todo la codicia de su marido, no desesperaba de atraerle a sus fines.

—¡Ah! Sois cardenalista, señor —exclamó—. ¡Conque servís al partido de los que maltratan a vuestra mujer e insultan a vuestra reina!

—Los intereses particulares no son nada ante los intereses de todos. Yo estoy de parte de quienes salvan al Estado —dijo con énfasis Bonacieux.

Era otra frase del conde de Rochefort, que él había retenido y que hallaba ocasión de meter.

—¿Y sabéis lo que es el Estado de que habláis? —dijo la señora Bonacieux, encogiéndose de hombros—. Contentaos con ser un burgués sin fineza ninguna, y dad la espalda a quien os ofrece muchas ventajas.

—¡Eh, eh! —dijo Bonacieux, golpeando sobre una bolsa de panza redondeada y que devolvió un sonido argentino—. ¿Qué decís vos de esto, señora predicadora?

—¿De dónde viene ese dinero?

—¿No lo adivináis?

—¿Del cardenal?

—De él y de mi amigo el conde de Rochefort.

—¡El conde de Rochefort! ¡Pero si ha sido él quien me ha raptado!

—Puede ser, señora.

—¿Y vos recibís dinero de ese hombre?

—¿No me habéis dicho vos que ese rapto era completamente político?

—Sí; pero ese rapto tenía por objeto hacerme traicionar a mi ama, arrancarme mediante torturas confesiones que pudieran comprometer el honor y quizá la vida de mi augusta ama.

—Señora —prosiguió Bonacieux— vuestra augusta ama es una pérfida española, y lo que el cardenal hace está bien hecho.

—Señor —dijo la joven—, os sabía cobarde, avaro e imbécil, ¡pero no os sabía infame!

—Señora —dijo Bonacieux, que no había visto nunca a su mujer encolerizada y que se echaba atrás ante la ira conyugal—. Señora, ¿qué decís?

—¡Digo que sois un miserable! —continuó la señora Bonacieux, que vio que recuperaba alguna influencia sobre su marido—. ¡Ah, hacéis política vos! ¡Y encima política cardenalista! ¡Ah, os venderíais en cuerpo y alma al demonio por dinero!

—No, pero al cardenal sí.

—¡Es la misma cosa! —exclamó la joven—. Quien dice Richelieu dice Satán.

—Callaos, señora, callaos, podrían oírnos.

—Sí, tenéis razón, y sería vergonzoso para vos vuestra propia cobardía.

—Pero ¿qué exigís entonces de mí? Veamos.

—Ya os lo he dicho: que partáis al instante, señor, que cumpláis lealmente la comisión que yo me digno encargaros y, con esta condición, olvido todo, perdono; y hay más —ella le tendió la mano—: os devuelvo mi amistad.

Bonacieux era cobarde y avaro; pero amaba a su mujer: se enterneció. Un hombre de cincuenta años no guarda durante mucho tiempo rencor a una mujer de veintitrés. La señora Bonacieux vio que dudaba.

—Entonces, ¿estáis decidido? —dijo ella.

—Pero, querida amiga, reflexionad un poco en lo que exigís de mí; Londres está lejos de París, muy lejos, y quizá la comisión que me encarguéis no esté exenta de peligro.

—¡Qué importa si los evitáis!

—Mirad, señora Bonacieux —dijo el mercero—. Mirad, decididamente, me niego: las intrigas me dan miedo. He visto la Bastilla. ¡Brrrr! ¡La Bastilla es horrible! Nada más pensar en ella se me pone la carne de gallina. Me han amenazado con la tortura. ¿Sabéis vos lo que es la tortura? Cuñas de madera que os meten entre las piernas hasta que los huesos estallan! No, decididamente, no iré. Y ¡pardiez!, ¿por qué no vais vos misma? Porque en verdad creo que hasta ahora he estado engañado sobre vos: ¡creo que sois un hombre, y de los más rabiosos incluso!

—Y vos, vos sois una mujer, una miserable mujer, estúpida y tonta. ¡Ah, tenéis miedo! Pues bien, si no partís ahora mismo, os hago detener por orden de la reina, y os hago meter en la Bastilla que tanto teméis.

Bonacieux cayó en una reflexión profunda; pesó detenidamente las dos cóleras en su cerebro, la del cardenal y la de la reina; la del cardenal prevaleció con mucha diferencia.

—Hacedme detener de parte de la reina —dijo— y yo apelaré a Su Eminencia.

Por vez primera, la señora Bonacieux vio que había ido demasiado lejos, y quedó asustada por haber avanzado tanto. Contempló un instante con horror aquel rostro estúpido, de una resolución invencible, como el de esos tontos que tienen miedo.

—¡Pues entonces, sea! —dijo—. Quizá, a fin de cuentas, tengáis razón: un hombre sabe mucho más que las mujeres de política, y vos sobre todo, señor Bonacieux, que habéis hablado con el cardenal. Y sin embargo, es muy duro —añadió— que mi marido, que un hombre con cuyo afecto yo creía poder contar me trate tan descortésmente y no satisfaga en nada mi fantasía.

—Es que vuestras fantasías pueden llevar muy lejos —respondió Bonacieux, triunfante— y desconfío de ellas.

—Renunciaré, pues, a ellas —dijo la joven suspirando—. Está bien, no hablemos más.

—Si al menos me dijerais qué tenía que hacer en Londres —prosiguió Bonacieux, que recordaba un poco tarde que Rochefort le había encomendado tratar de sorprender los secretos de su mujer.

—Es inútil que lo sepáis —dijo la joven, a quien una desconfianza instintiva impulsaba ahora hacia atrás—: era una bagatela de las que gustan a las mujeres, una compra con la que había mucho que ganar.

Pero cuanto más se resistía la joven, tanto más pensaba Bonacieux que el secreto que ella se negaba a confiarle era importante. Por eso decidió correr inmediatamente a casa del conde de Rochefort y decirle que la reina buscaba un mensajero para enviarlo a Londres.

—Perdonadme si os dejo, querida señora Bonacieux —dijo él—; pero por no saber que vendríais hoy he quedado citado con uno de mis amigos; vuelvo ahora mismo, y si queréis esperarme, aunque sólo sea medio minuto, tan pronto como haya terminado con ese amigo, vuelvo para recogeros y, como comienza a hacerse tarde, acompañaros al Louvre.

—Gracias, señor —respondió la señora Bonacieux—; no sois lo suficientemente valiente para serme de ninguna utilidad, y volveré al Louvre perfectamente sola.

—Como os plazca, señora Bonacieux —respondió el exmercero—. ¿Os veré pronto?

—Claro que sí; espero que la próxima semana mi servicio me deje alguna libertad, y la aprovecharé para venir a ordenar nuestras cosas, que deben estar algo desordenadas.

—Está bien; os esperaré. ¿No me guardáis rencor?

—¡Yo! Por nada del mundo.

—¿Hasta pronto entonces?

—Hasta pronto.

Bonacieux besó la mano de su mujer y se alejó rápidamente.

—¡Vaya! —dijo la señora Bonacieux cuando su marido hubo cerrado la puerta de la calle y ella se encontró sola—. ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la reina, yo que había prometido a mi pobre ama… ¡Ay, Dios mío, Dios mío! Me va a tomar por una de esas miserables que pululan por palacio y que han puesto junto a ella para espiarla. ¡Ay, señor Bonacieux! Nunca os he amado mucho, pero ahora es mucho peor: os odio, y ¡palabra que me la pagaréis!

En el momento en que decía estas palabras, un golpe en el techo la hizo alzar la cabeza, y una voz, que vino a ella a través del piso, gritó:

—Querida señora Bonacieux, abridme la puerta pequeña de la avenida y bajo junto a vos.

Capítulo XVIII
El amante y el marido

—¡Ay, señora! —dijo D’Artagnan entrando por la puerta que le abría la joven—. Permitidme decíroslo, tenéis un triste marido.

—¡Entonces habéis oído nuestra conversación! —preguntó vivamente la señora Bonacieux, mirando a D’Artagnan con inquietud.

—Toda entera.

—Dios mío, ¿cómo?

—Mediante un procedimiento conocido por mí, gracias al cual oí también la conversación más animada que tuvisteis con los esbirros del cardenal.

—¿Y qué habéis comprendido de lo que decíamos?

—Mil cosas: en primer lugar, que vuestro marido es un necio y un imbécil, afortunadamente; luego, que estáis en un apuro, cosa que me ha encantado y que me da ocasión de ponerme a vuestro servicio, y Dios sabe si estoy dispuesto a arrojarme al fuego por vos; finalmente que la reina necesita que un hombre valiente, inteligente y adicto haga por ella un viaje a Londres. Yo tengo al menos dos de las tres cualidades que necesitáis, y heme aquí.

La señora Bonacieux no respondió, pero su corazón batía de alegría y una secreta esperanza brilló en sus ojos.

—¿Y qué garantía me daréis —preguntó— si consiento en confiaros esta misión?

—Mi amor por vos. Veamos, decid, ordenad: ¿qué hay que hacer?

—¡Dios mío, Dios mío! —murmuró la joven—. Debo confiaros un secreto semejante, señor. ¡Sois casi un niño!

—Bueno, veo que os falta alguien que os responda por mí.

—Confieso que eso me tranquilizarla mucho.

—¿Conocéis a Athos?

—No.

—¿A Porthos?

—No.

—¿A Aramis?

—No. ¿Quiénes son esos señores?

—Mosqueteros del rey. ¿Conocéis al señor de Tréville, su capitán?

—¡Oh, sí, a ese lo conozco! No personalmente, sino por haber oído hablar de él más de una vez a la reina como de un valiente y leal gentilhombre.

—¿No teméis que él os traicione por el cardenal, no es así?

—¡Oh, no, seguro que no!

—Pues bien, reveladle vuestro secreto y preguntadle si por importante, por precioso, por terrible que sea podéis confiármelo.

—Pero ese secreto no me pertenece y no puedo revelarlo de ese modo.

—Ibais a confiar de buena gana en el señor Bonacieux —dijo D’Artagnan con despecho.

—Como se confía una carta al hueco de un árbol, al ala de un pichón, al collar de un perro.

—Sin embargo yo, como veis, os amo.

—Vos lo decís.

—¡Soy un hombre galante!

—Lo creo.

—¡Soy valiente!

—¡Oh, de eso estoy segura!

—Entonces, ponedme a prueba.

La señora Bonacieux miró al joven, contenida por una última duda. Pero había tal ardor en sus ojos, tal persuasión en su voz, que se sintió arrastrada a fiarse de él. Además, se hallaba en una de esas circunstancias en que hay que arriesgar el todo por el todo. La reina estaba tan perdida por una exagerada discreción como por una excesiva confianza. Además, confesémoslo, el sentimiento involuntario que experimentaba por aquel joven protector la decidió a hablar.

—Escuchad —le dijo—. Me rindo a vuestras protestas y cedo ante vuestras palabras. Pero os juro ante Dios que nos oye, que si me traicionáis y mis enemigos me perdonan, me mataré acusándoos de mi muerte.

—Y yo, yo os juro ante Dios, señora —dijo D’Artagnan—, que, si soy cogido durante el cumplimiento de las órdenes que vais a darme, moriré antes de hacer o decir nada que comprometa a alguien.

Entonces la joven le confió el terrible secreto del que el azar le había revelado ya una parte frente a la Samaritana. Esta fue su mutua declaración de amor.

D’Artagnan resplandecía de alegría y de orgullo. Aquel secreto que poseía, aquella mujer a la que amaba, la confianza y el amor hacían de él un gigante.

—Parto —dijo—. Parto al instante.

—¡Cómo! ¿Partís? —exclamó la señora Bonacieux—. ¿Y vuestro regimiento, vuestro capitán?

—Por mi alma, me habéis hecho olvidar todo eso, querida Constance. Sí, tenéis razón, necesito un permiso.

—Un obstáculo todavía —murmuró la señora Bonacieux con dolor.

—¡Oh, ese —exclamó D’Artagnan, tras un momento de reflexión— lo superaré, estad tranquila!

—¿Cómo?

—Iré a buscar esta misma noche al señor de Tréville, a quien encargaré que pida para mí este favor a su cuñado el señor des Essarts. —Ahora, otra cosa.

—¿Qué? —preguntó D’Artagnan, viendo que la señora Bonacieux dudaba en continuar.

—¿Quizá no tengáis dinero?

—Quizá demasiado —dijo D’Artagnan, sonriendo.

—Entonces —prosiguió la señora Bonacieux abriendo un armario y sacando de ese armario la bolsa que media hora antes acariciaba tan amorosamente su marido— tomad esta bolsa.

—¡El del cardenal! —exclamó estallando de risa D’Artagnan que, como se recordará, gracias a sus baldosas levantadas no se había perdido una sílaba de la conversación del mercero y de su mujer.

—El del cardenal —dijo la señora Bonacieux—. Como veis, se presenta bajo un aspecto bastante respetable.

—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan—. Será una cosa doblemente divertida: ¡Salvar a la reina con el dinero de Su Eminencia!

—Sois un joven amable y encantador —dijo la señora Bonacieux—. Estad seguro de que Su Majestad no será nada ingrata.

—¡Oh, yo ya estoy bien recompensado! —exclamó D’Artagnan—. Os amo, vos me permitís decíroslo: es ya más dicha de la que me atrevía a esperar.

—¡Silencio! —dijo la señora Bonacieux, estremeciéndose.

—¿Qué?

—Están hablando en la calle.

—Es la voz…

—De mi marido. ¡Sí, lo he reconocido!

D’Artagnan corrió a la puerta y pasó el cerrojo.

—Que no entre hasta que yo no haya salido, y cuando yo salga, vos le abrís.

—Pero también yo debería haberme marchado. Y la desaparición de ese dinero, ¿cómo justificarla si estoy yo aquí?

—Tenéis razón, hay que salir.

—¿Salir? ¿Y cómo? Nos verá si salimos.

—Entonces hay que subir a mi casa.

—¡Ah! —exclamó la señora Bonacieux—. Me decís eso en un tono que me da miedo.

La señora Bonacieux pronunció estas palabras con una lágrima en los ojos. D’Artagnan vio esa lágrima y, turbado, enternecido, se arrojó a sus pies.

—En mi casa —dijo— estaréis tan segura como en un templo, os doy mi palabra de gentilhombre.

—Partamos —dijo ella—. Me fío de vos, amigo mío.

D’Artagnan volvió a abrir con precaución el cerrojo y los dos juntos, ligeros como sombras, se deslizaron por la puerta interior hacia la avenida, subieron sin ruido la escalera y entraron en la habitación de D’Artagnan.

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