Los tres mosqueteros (22 page)

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Authors: Alexandre Dumas

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Aquel hombre era Armand-Jean Duplessis, cardenal de Richelieu, no tal como nos lo representaran cascado como un viejo, sufriendo como un mártir, el cuerpo quebrado, la voz apagada, enterrado en un gran sillón como en una tumba anticipada que no viviera más que por la fuerza de un genio ni sostuviera la lucha con Europa más que con la eterna aplicación de su pensamiento sino tal cual era realmente en esa época, es decir, diestro y galante caballero débil de cuerpo ya, pero sostenido por esa potencia moral que hizo de él uno de los hombres más extraordinarios que hayan existido; preparándose, en fin, tras haber sostenido al duque de Nevers en su ducado de Mantua, tras haber tomado Nîmes, Castres y Uzes, a expulsar a los ingleses de la isla de Ré y a sitiar La Rochelle.

A primera vista, nada denotaba, pues, al cardenal y era imposible a quienes no conocían su rostro adivinar ante quién se encontraban.

El pobre mercero permaneció de pie a la puerta, mientras los ojos del personaje que acabamos de describir se fijaban en él y parecían penetrar hasta el fondo del pasado.

—¿Está ahí ese Bonacieux? —pregunto tras un momento de silencio.

—Sí, monseñor —contestó el oficial.

—Esta bien, dadme esos papeles y dejadnos.

El oficial cogió de la mesa los papeles señalados, los entregó a quien se los pedía, se inclinó hasta el suelo y salió.

Bonacieux reconoció en aquellos papeles sus interrogatorios de la Bastilla. De vez en cuando, el hombre de la chimenea alzaba los ojos por encima de la escritura y los hundía como dos puñales hasta el fondo del corazón del pobre mercero.

Al cabo de diez minutos de lectura y de diez segundos de examen, el cardenal se había decidido.

—Esa cabeza no ha conspirado nunca —murmuró—; pero no importa, veamos de todas formas.

—Estáis acusado de alta traición —dijo lentamente el cardenal.

—Es lo que ya me han informado, monseñor —exclamó Bonacieux, dando a su interrogador el título que había oído al oficial darle—; pero yo os juro que no sabía nada de ello.

El cardenal reprimió una sonrisa.

—Habéis conspirado con vuestra mujer, con la señora de Chevreuse y con milord el duque de Buckingham.

—En realidad, monseñor —respondió el mercero—, he oído pronunciar todos esos nombres.

—¿Y en qué ocasión?

—Ella decía que el cardenal de Richelieu había atraído al duque de Buckingham a París para perderlo y para perder a la reina con él.

—¿Ella decía eso? —exclamó el cardenal con violencia.

—Sí, monseñor; pero yo le he dicho que se equivocaba por mantener tales opiniones, y que Su Eminencia era incapaz…

—Callaos, sois un imbécil —prosiguió el cardenal.

—Es precisamente eso lo que mi mujer me respondió, monseñor.

—¿Sabéis quién ha raptado a vuestra mujer?

—No, monseñor.

—Sin embargo, ¿tenéis sospechas?

—Sí, monseñor, pero esas sospechas han parecido contrariar al señor comisario y ya no las tengo.

—Vuestra mujer se ha escapado, ¿lo sabíais?

—No, monseñor, lo he sabido después de haber entrado en prisión, y siempre por la mediación del señor comisario, un hombre muy amable.

El cardenal reprimió una segunda sonrisa.

—Entonces, ¿ignoráis lo que ha sido de vuestra mujer después de su fuga?

—Completamente, monseñor; habrá debido volver al Louvre.

—A la una de la mañana no había vuelto aún.

—¡Ah Dios mío! Pero entonces ¿qué habrá sido de ella?

—Ya lo sabremos, estad tranquilo; nada se oculta al cardenal; el cardenal lo sabe todo.

—En tal caso, monseñor, ¿creéis que el cardenal consentirá en decirme qué ha ocurrido con mi mujer?

—Quizá; pero es preciso primero que confeséis todo lo que sepáis relativo a las relaciones de vuestra mujer con la señora de Chevreuse.

—Pero, monseñor, yo no sé nada; no la he visto nunca.

—Cuando ibais a buscar a vuestra mujer al Louvre, ¿volvía ella directamente a casa?

—Casi nunca tenía que ver a vendedores de tela, a cuyas casas yo la llevaba.

—¿Y cuántos vendedores de telas había?

—Dos, monseñor.

—¿Dónde viven?

—Uno en la calle de Vaugirard; el otro en la calle de La Harpe.

—¿Entrasteis en sus casas con ella?

—Nunca, monseñor; la esperaba a la puerta.

—¿Y qué pretexto os daba para entrar así completamente sola?

—No me lo daba; me decía que esperase, y yo esperaba.

—Sois un marido complaciente, mi querido señor Bonacieux —dijo el cardenal.

«¡Ella me llama su querido señor! —dijo para sí mismo el mercero—. ¡Diablos, las cosas van bien!».

—¿Reconoceríais esas puertas?

—Sí.

—¿Sabéis los números?
[91]

—¿Cuáles son?

—Número 25 en la calle de Vaugirard; número 75 en la calle de La Harpe.

—Está bien —dijo el cardenal.

A estas palabras, cogió una campanilla de plata y llamó; el oficial volvió a entrar.

—Idme a buscar a Rochefort —dijo a media voz—, y que venga inmediatamente si ha vuelto.

—El conde está ahí —dijo el oficial—, pide hablar al instante con Vuestra Eminencia.

—¡Con Vuestra Eminencia! —murmuró Bonacieux, que sabía que tal era el título que ordinariamente se daba al señor cardenal—. ¡Con Vuestra Eminencia!

—¡Que venga entonces, que venga! —dijo vivamente Richelieu.

El oficial se lanzó fuera de la habitación con esa rapidez que ponían de ordinario todos los servidores del cardenal en obedecerle.

—¡Con Vuestra Eminencia! —murmuraba Bonacieux haciendo girar los ojos extraviados.

No habían transcurrido cinco segundos desde la desaparición del oficial, cuando la puerta se abrió y un nuevo personaje entró.

—¡Es él! —exclamó Bonacieux.

—¿Quién es él? —preguntó el cardenal.

—El que ha raptado a mi mujer.

El cardenal llamó por segunda vez. El oficial reapareció.

—Devolved este hombre a manos de sus dos guardias, y que espere a que yo lo llame ante mí.

—¡No, monseñor! ¡No, no es él! —exclamó Bonacieux—. No, me he equivocado, es otro que se le parece algo. El señor es un hombre honrado.

—Llevaos a este imbécil —dijo el cardenal.

El oficial cogió a Bonacieux por debajo del brazo y volvió a llevarlo a la antecámara donde encontró a sus dos guardias.

El nuevo personaje al que se acababa de introducir siguió con ojos de impaciencia a Bonacieux hasta que éste hubo salido, y cuando la puerta fue cerrada tras él, dijo aproximándose rápidamente al cardenal.

—Han sido vistos.

—¿Quiénes? —preguntó Su Eminencia.

—Ella y él.

—¿La reina y el duque? —exclamó Richelieu.

—Sí.

—¿Y dónde?

—En el Louvre.

—¿Estáis seguro?

—Completamente.

—¿Quién os lo ha dicho?

—La señora de Lannoy
[92]
, que es completamente de Vuestra Eminencia, como sabéis.

—¿Por qué no lo ha dicho antes?

—Sea por casualidad o por desconfianza, la reina ha hecho acostarse a la señora de Fargis
[93]
en su habitación, y la ha tenido allí toda la jornada.

—Está bien, hemos perdido. Tratemos de tomar nuestra revancha.

—Os ayudaré con toda mi alma, monseñor, estad tranquilo.

—¿Cuándo ha sido?

—A las doce y media de la noche, la reina estaba con sus mujeres…

—¿Dónde?

—En su cuarto de costura…

—Bien.

—Cuando han venido a entregarle un pañuelo de parte de su costurera…

—¿Después?

—Al punto la reina ha manifestado una gran emoción, y pese al
rouge
con que tenía el rostro cubierto, ha palidecido.

—¡Y después! ¡Después!

—Sin embargo, se ha levantado, y con voz alterada, ha dicho: «Señoras, esperadme diez minutos, luego vengo». Y ha abierto la puerta de su alcoba, y luego ha salido.

—¿Por qué la señora de Lannoy no ha venido a preveniros al instante?

—Nada era seguro todavía; además, la reina había dicho: «Señoras, esperadme»; y no se atrevía a desobedecer a la reina.

—¿Y cuánto tiempo ha estado la reina fuera de su cuarto?

—Tres cuartos de hora.

—¿La acompañaba alguna de sus mujeres?

—Doña Estefanía solamente.

—¿Y luego ha vuelto?

—Sí, pero para coger un pequeño cofre de palo de rosa con sus iniciales y salir en seguida.

—Y cuando ha vuelto más tarde, ¿traía el cofre?

—No.

—¿La señora de Lannoy sabía qué había en ese cofre?

—Sí, los herretes de diamantes que Su Majestad ha dado a la reina.

—¿Y ha vuelto sin ese cofre?

—Sí.

—¿La opinión de la señora de Lannoy es que se los ha entregado a Buckingham?

—Está segura.

—¿Y cómo?

—Durante el día, la señora de Lannoy, en su calidad de azafata de atavío de la reina, ha buscado ese cofre, se ha mostrado inquieta al no encontrarlo y ha terminado por pedir noticias a la reina.

—¿Y entonces, la reina?…

—La reina se ha puesto muy roja y ha respondido que por haber roto la víspera uno de sus herretes lo había enviado a reparar a su orfebre.

—Hay que pasar por él y asegurarse si la cosa es cierta o no.

—Ya he pasado.

—Y bien, ¿el orfebre?

—El orfebre no ha oído hablar de nada.

—¡Bien! ¡Bien! Rochefort, no todo está perdido, y quizá…, quizá todo sea para mejor.

—El hecho es que no dudo de que el genio de Vuestra Eminencia…

—Reparará las tonterías de mi guardia, ¿no es eso?

—Es precisamente lo que iba a decir si Vuestra Eminencia me hubiera dejado acabar mi frase.

—Ahora, ¿sabéis dónde se ocultaban la duquesa de Chevreuse y el duque de Buckingham?

—No, monseñor, mis gentes no han podido decirme nada positivo al respecto.

—Yo sí lo sé.

—¿Vos, monseñor?

—Sí, o al menos lo creo. Estaban el uno en la calle de Vaugirard, número 25, y la otra en la calle de La Harpe, número 75.

—¿Quiere Vuestra Eminencia que los haga arrestar a los dos?

—Será demasiado tarde, habrán partido.

—No importa, podemos asegurarnos.

—Tomad diez hombres de mis guardias y registrad las dos casas.

—Voy monseñor.

Y Rochefort se abalanzó fuera de la habitación.

El cardenal, ya solo, reflexionó un instante y llamó por tercera vez. Apareció el mismo oficial.

—Haced entrar al prisionero —dijo el cardenal.

Maese Bonacieux fue introducido de nuevo y, a una seña del cardenal, el oficial se retiró.

—Me habéis engañado —dijo severamente el cardenal.

—¡Yo! —exclamó Bonacieux—. ¡Yo engañar a Vuestra Eminencia!

—Vuestra mujer, al ir a la calle de Vaugirard y a la calle de La Harpe, no iba a casa de vendedores de telas.

—¿Y adónde iba, santo cielo?

—Iba a casa de la duquesa de Chevreuse y a casa del duque de Buckingham.

—Sí —dijo Bonacieux echando mano de todos sus recursos—, sí, eso es, Vuestra Eminencia tiene razón. Muchas veces le he dicho a mi mujer que era sorprendente que vendedores de telas vivan en casas semejantes, en casas que no tenían siquiera muestras, y las dos veces mi mujer se ha echado a reír. ¡Ah, monseñor! —continuó Bonacieux arrojándose a los pies de la Eminencia—. ¡Ah! ¡Con cuánto motivo sois el cardenal, el gran cardenal, el hombre de genio al que todo el mundo reverencia!

El cardenal, por mediocre que fuera el triunfo alcanzado sobre un ser tan vulgar como era Bonacieux, no dejó de gozarlo durante un instante; luego, casi al punto, como si un nuevo pensamiento se presentara a su espíritu, una sonrisa frunció sus labios y, tendiendo la mano al mercero, le dijo:

—Alzaos, amigo mío, sois un buen hombre.

—¡El cardenal me ha tocado la mano! ¡Yo he tocado la mano del gran hombre! —exclamó Bonacieux—. ¡El gran hombre me ha llamado su amigo!

—Sí, amigo mío, sí —dijo el cardenal con aquel tono paternal que sabía adoptar a veces, pero que sólo engañaba a quien no le conocía—; y como se ha sospechado de vos injustamente, hay que daros una indemnización. ¡Tomad! Coged esa bolsa de cien pistolas, y perdonadme.

—¡Que yo os perdone, monseñor! —dijo Bonacieux dudando en tomar la bolsa, temiendo sin duda que aquel don no fuera más que una chanza—. Pero vos sois libre de hacerme arrestar, sois bien libre de hacerme torturar, sois bien libre de hacerme prender; sois el amo, y yo no tendría la más mínima palabra que decir. ¿Perdonaros, monseñor? ¡Vamos, no penséis más en ello!

—¡Ah, mi querido Bonacieux! Sois generoso ya lo veo, y os lo agradezco. Tomad, pues, esa bolsa. ¿Os vais sin estar demasiado descontento?

—Me voy encantado, monseñor.

—Adiós, entonces, o mejor, hasta la vista, porque espero que nos volvamos a ver.

—Siempre que monseñor quiera, estoy a las órdenes de Su Eminencia.

—Será a menudo, estad tranquilo, porque he hallado un gusto extremo con vuestra conversación.

—¡Oh, monseñor!

—Hasta la vista, señor Bonacieux, hasta la vista.

Y el cardenal le hizo una señal con la mano, a la que Bonacieux respondió inclinándose hasta el suelo; luego salió a reculones, y cuando estuvo en la antecámara el cardenal le oyó que en su entusiasmo, se desgañitaba a grito pelado: «¡Viva monseñor! ¡Viva Su Eminencia! ¡Viva el gran cardenal!». El cardenal escuchó sonriendo aquella brillante manifestación de sentimientos entusiastas de maese Bonacieux; luego, cuando los gritos de Bonacieux se hubieron perdido en la lejanía:

—Bien —dijo—. De ahora en adelante será un hombre que se haga matar por mí.

Y el cardenal se puso a examinar con la mayor atención el mapa de La Rochelle que, como hemos dicho, estaba extendido sobre su escritorio, trazando con un lápiz la línea por donde debía pasar el famoso dique que dieciocho meses más tarde cerraba el puerto de la ciudad sitiada.

Cuando se hallaba en lo más profundo de sus meditaciones estratégicas, la puerta volvió a abrirse y Rochefort entró.

—¿Y bien? —dijo vivamente el cardenal, levantándose con la presteza que probaba el grado de importancia que concedía a la comisión que había encargado al conde.

—¡Y bien! —dijo éste—. Una mujer de veintiséis a veintiocho años y un hombre de treinta y cinco a cuarenta años se han alojado, efectivamente, el uno cuatro días y la otra cinco, en las casas indicadas por Vuestra Eminencia; pero la mujer ha partido esta noche pasada y el hombre esta mañana.

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