Los tres mosqueteros (41 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

—Bueno, aquí está —dijo D’Artagnan.

Y sacó la carta de su bolsillo.

Aramis dio un salto, cogió la carta, la leyó o, mejor, la devoró; su rostro resplandecía.

—Parece que la doncella tiene un hermoso estilo —dijo indolentemente el mensajero.

—Gracias, D’Artagnan —exclamó Aramis casi en delirio—. Se ha visto obligada a volver a Tours; no me es infiel, me ama todavía. Ven, amigo mío, ven que te abrace; ¡la dicha me ahoga!

Y los dos amigos se pusieron a bailar en torno del venerable San Crisóstomo, pisoteando buenamente las hojas de la tesis que habían rodado sobre el suelo.

En aquel momento entró Bazin con las espinacas y la tortilla.

—¡Huye, desgraciado! —exclamó Aramis arrojándole su gorra al rostro—. Vuélvete al sitio de donde vienes, llévate esas horribles legumbres y esos horrorosos entremeses. Pide una liebre mechada, un capón gordo, una pierna de cordero al ajo y cuatro botellas de viejo borgoña.

Bazin, que miraba a su amo y que no comprendía nada de aquel cambio, dejó deslizarse melancólicamente la tortilla en las espinacas, y las espinacas en el suelo.

—Este es el momento de consagrar vuestra existencia al Rey de Reyes —dijo D’Artagnan—, si es que tenéis que hacerle una cortesía:
Non inutile desiderium in oblatione.

—¡Idos al diablo con vuestro latín! Mi querido D’Artagnan, bebamos, maldita sea, bebamos mucho, y contadme algo de lo que pasa por ahí.

Capítulo XXVII
La mujer de Athos

–A
hora sólo queda saber nuevas de Athos —dijo D’Artagnan al fogoso Aramis, una vez que lo hubo puesto al corriente de lo que había pasado en la capital después de su partida, y mientras una excelente comida hacía olvidar a uno su tesis y al otro su fatiga.

—¿Creéis, pues, que le habrá ocurrido alguna desgracia? —preguntó Aramis—. Athos es tan frío, tan valiente y maneja tan hábilmente su espada…

—Sí, sin duda, y nadie reconoce más que yo el valor y la habilidad de Athos; pero yo prefiero sobre mi espada el choque de las lanzas al de los bastones; temo que Athos haya sido zurrado por el hatajo de lacayos, los criados son gentes que golpean fuerte y que no terminan pronto. Por eso, os lo confieso, quisiera partir lo antes posible.

—Yo trataré de acompañaros —dijo Aramis—, aunque aún no me siento en condiciones de montar a caballo. Ayer ensayé la disciplina que veis sobre ese muro, y el dolor me impidió continuar ese piadoso ejercicio.

—Es que, amigo mío, nunca se ha visto intentar curar un escopetazo a golpes de disciplina; pero estabais enfermo, y la enfermedad debilita la cabeza, lo que hace que os excuse.

—¿Y cuándo partís?

—Mañana, al despuntar el alba; reposad lo mejor que podáis esta noche y mañana, si podéis, partiremos juntos.

—Hasta mañana, pues —dijo Aramis—; porque por muy de hierro que seáis, debéis tener necesidad de reposo.

Al día siguiente, cuando D’Artagnan entró en la habitación de Aramis, lo encontró en su ventana.

—¿Qué miráis ahí? —preguntó D’Artagnan.

—¡A fe mía! Admiro esos tres magníficos caballos que los mozos de cuadra tienen de la brida; es un placer de príncipe viajar en semejantes monturas.

—Pues bien, mi querido Aramis, os daréis ese placer, porque uno de esos caballos es para vos.

—¡Huy! ¿Cuál?

—El que queráis de los tres, yo no tengo preferencia.

—¿Y el rico caparazón que te cubre es mío también?

—Claro.

—¿Queréis reíros, D’Artagnan?

—Yo no río desde que vos habláis francés.

—¿Son para mí esas fundas doradas, esa gualdrapa de terciopelo, esa silla claveteada de plata?

—Para vos, como el caballo que piafa es para mí, y como ese otro caballo que caracolea es para Athos.

—¡Peste! Son tres animales soberbios.

—Me halaga que sean de vuestro gusto.

—¿Es el rey quien os ha hecho ese regalo?

—A buen seguro que no ha sido el cardenal; pero no os preocupéis de dónde vienen, y pensad sólo que uno de los tres es de vuestra propiedad.

—Me quedo con el que lleva el mozo de cuadra pelirrojo.

—¡De maravilla!

—¡Vive Dios! —exclamó Aramis—. Eso hace que se me pase lo que quedaba de mi dolor; me montaría en él con treinta balas en el cuerpo. ¡Ah, por mi alma, qué bellos estribos! ¡Hola! Bazin, ven acá ahora mismo.

Bazin apareció, sombrío y lánguido, en el umbral de la puerta.

—¡Bruñid mi espada, enderezad mi sombrero de fieltro, cepillad mi capa y cargad mis pistolas! —dijo Aramis.

—Esta última recomendación es inútil —interrumpió D’Artagnan—; hay pistolas cargadas en vuestras fundas.

Bazin suspiró.

—Vamos, maese Bazin, tranquilizaos —dijo D’Artagnan—; se gana el reino de los cielos en todos los estados.

—¡El señor era ya tan buen teólogo! —dijo Bazin casi llorando—. Hubiera llegado a obispo y quizá a cardenal.

—Y bien, mi pobre Bazin, veamos, reflexiona un poco: ¿para qué sirve ser hombre de iglesia, por favor? No se evita con ello ir a hacer la guerra; como puedes ver, el cardenal va a hacer la primera campaña con el casco en la cabeza y la partesana al puño; y el señor de Nagret de La Valette
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, ¿qué me dices? También es cardenal; pregúntale a su lacayo cuántas veces tiene que vendarle.

—¡Ay! —suspiró Bazin—. Ya lo sé, señor, todo está revuelto en este mundo de hoy.

Durante este tiempo, los dos jóvenes y el pobre lacayo habían descendido.

—Tenme el estribo, Bazin —dijo Aramis.

Y Aramis se lanzó a la silla con su gracia y su ligereza ordinarias; pero tras algunas vueltas y algunas corvetas del noble animal, su caballero se resintió de dolores tan insoportables que palideció y se tambaleó. D’Artagnan, que en previsión de este accidente no lo había perdido de vista, se lanzó hacia él, lo retuvo en sus brazos y lo condujo a su habitación.

—Está bien, mi querido Aramis, cuidaos —dijo—, iré sólo en busca de Athos.

—Sois un hombre de bronce —le dijo Aramis.

—No, tengo suerte, eso es todo; pero ¿cómo vais a vivir mientras me esperáis? Nada de tesis, nada de glosas sobre los dedos y las bendiciones, ¿eh?

Aramis sonrió.

—Haré versos —dijo.

—Sí, versos perfumados al olor del billete de la doncella de la señora de Chevreuse. Enseñad, pues, prosodia a Bazin, eso le consolará. En cuanto al caballo, montadlo todos los días un poco, y eso os habituará a las maniobras.

—¡Oh, por eso estad tranquilo! —dijo Aramis—. Me encontraréis dispuesto a seguiros.

Se dijeron adiós y, diez minutos después, D’Artagnan, tras haber recomendado su amigo a Bazin y a la hostelera, trotaba en dirección de Amiens.

¿Cómo iba a encontrar a Athos? ¿Lo encontraría acaso?

La posición en la que lo había dejado era crítica; bien podía haber sucumbido. Aquella idea, ensombreciendo su frente, le arrancó algunos suspiros y le hizo formular en voz baja algunos juramentos de venganza. De todos sus amigos, Athos era el mayor y por tanto el menos cercano en apariencia en cuanto a gustos y simpatías.

Sin embargo, tenía por aquel gentilhombre una preferencia notable. El aire noble y distinguido de Athos, aquellos destellos de grandeza que brotaban de vez en cuando de la sombra en que se encerraba voluntariamente, aquella inalterable igualdad de humor que le hacía el compañero más fácil de la tierra, aquella alegría forzada y mordaz, aquel valor que se hubiera llamado ciego si no fuera resultado de la más rara sangre fría, tantas cualidades cautivaban más que la estima, más que la amistad de D’Artagnan, cautivaban su admiración.

En efecto, considerado incluso al lado del señor de Tréville, el elegante cortesano Athos, en sus días de buen humor podía sostener con ventaja la comparación; era de talla mediana, pero esa talla estaba tan admirablemente cuajada y tan bien proporcionada que más de una vez, en sus luchas con Porthos, había hecho doblar la rodilla al gigante cuya fuerza física se había vuelto proverbial entre los mosqueteros; su cabeza, de ojos penetrantes, de nariz recta, de mentón dibujado como el de Bruto, tenía un carácter indefinible de grandeza y de gracia; sus manos, de las que no tenía cuidado alguno, causaban la desesperación de Aramis, que cultivaba las suyas con gran cantidad de pastas de almendras y de aceite perfumado; el sonido de su voz era penetrante y melodioso a la vez, y además, lo que había de indefinible en Athos, que se hacía siempre oscuro y pequeño, era esa ciencia delicada del mundo y de los usos de la más brillante sociedad, esos hábitos de buena casa que apuntaba como sin querer en sus menores acciones.

Si se trataba de una comida, Athos la ordenaba mejor que nadie en el mundo, colocando a cada invitado en el sitio y en el rango que le habían conseguido sus antepasados o que se había conseguido él mismo. Si se trataba de la ciencia heráldica, Athos conocía todas las familias nobles del reino, su genealogía, sus alianzas, sus armas y el origen de sus armas. La etiqueta no tenía minucias que le fuesen extrañas, sabía cuáles eran los derechos de los grandes propietarios, conocía a fondo la montería y la halconería y cierto día, hablando de ese gran arte, había asombrado al rey Luis XIII mismo, que, sin embargo, pasaba por maestro de la materia.

Como todos los grandes señores de esa época, montaba a caballo y practicaba la esgrima a la perfección. Hay más: su educación había sido tan poco descuidada, incluso desde el punto de vista de los estudios escolásticos, tan raros en aquella época entre los gentileshombres, que sonreía a los fragmentos de latín que soltaba Aramis y que Porthos fingía comprender; dos o tres veces incluso, para gran asombro de sus amigos, le había ocurrido, cuando Aramis dejaba escapar algún error de rudimento, volver a poner un verbo en su tiempo o un nombre en su caso. Además, su probidad era inatacable en ese siglo en que los hombres de guerra transigían tan fácilmente con su religión o su conciencia, los amantes con la delicadeza rigurosa de nuestros días y los pobres con el séptimo mandamiento de Dios. Era, pues, Athos un hombre muy extraordinario.

Y sin embargo, se veía a esta naturaleza tan distinguida, a esta criatura tan bella, a esta esencia tan fina, volverse insensiblemente hacia la vida material, como los viejos se vuelven hacia la imbecilidad física y moral. Athos, en sus horas de privación, y esas horas eran frecuentes, se apagaba en toda su parte luminosa, y su lado brillante desaparecía como en una profunda noche.

Entonces, desvanecido el semidiós, se convertía apenas en un hombre. Con la cabeza baja, los ojos sin brillo, la palabra pesada y penosa, Athos miraba durante largas horas bien su botella y su vaso, bien a Grimaud que, habituado a obedecerle por señas, leía en la mirada átona de su señor hasta el menor deseo, que satisfacía al punto. La reunión de los cuatro amigos había tenido lugar en uno de estos momentos: una palabra, escapada con un violento esfuerzo, era todo el contingente que Athos proporcionaba a la conversación. A cambio, Athos solo bebía por cuatro, y esto sin que se notase salvo por un fruncido del ceño más acusado y por una tristeza más profunda.

D’Artagnan, de quien conocemos el espíritu investigador y penetrante, por interés que tuviese en satisfacer su curiosidad sobre el tema, no había podido aún asignar ninguna causa a aquel marasmo, ni anotar las ocasiones. Jamás Athos recibía cartas, jamás Athos daba un paso que no fuera conocido por todos sus amigos.

No se podía decir que fuera el vino lo que le daba aquella tristeza, porque, al contrario, sólo bebía para olvidar esta tristeza, que este remedio, como hemos dicho, volvía más sombría aún. No se podía atribuir aquel exceso de humor negro al juego, porque al contrario de Porthos, quien acompañaba con sus cantos o con sus juramentos todas las variaciones de la suerte, Athos, cuando había ganado, permanecía tan impasible como cuando había perdido. Se le había visto, en el círculo de los mosqueteros, ganar una tarde tres mil pistolas y perder hasta el cinturón brocado de oro de los días de gala; volver a ganar todo esto además de cien luises más, sin que su hermosa ceja negra se hubiese levantado o bajado media línea, sin que sus manos perdiesen su matiz nacarado, sin que su conversación, que era agradable aquella tarde, cesase de ser tranquila y agradable.

No era tampoco, como en nuestros vecinos los ingleses, una influencia atmosférica la que ensombrecía su rostro, porque esa tristeza se hacía más intensa por regla general en los días calurosos del año; junio y julio eran los meses terribles de Athos.

Al presente no tenía penas, y se encogía de hombros cuando le hablaban del porvenir; su secreto estaba, pues, en el pasado, como le había dicho vagamente a D’Artagnan.

Aquel tinte misterioso esparcido por toda su persona volvía aún más interesante al hombre cuyos ojos y cuya boca, en la embriaguez más completa, jamás habían revelado nada, sea cual fuere la astucia de las preguntas dirigidas a él.

—¡Y bien! —pensaba D’Artagnan—. El pobre Athos está quizá muerto en este momento, y muerto por culpa mía, porque soy yo quien lo metió en este asunto, cuyo origen él ignoraba, y cuyo resultado ignorará y del que ningún provecho debía sacar.

—Sin contar, señor —respondió Planchet—, que probablemente le debemos la vida. Acordaos cuando gritó: «¡Largaos, D’Artagnan! Me han cogido».

Y después de haber descargado sus dos pistolas, ¡qué ruido terrible hacía con su espada! Se hubiera dicho que eran veinte hombres, o mejor, veinte diablos rabiosos.

Y estas palabras redoblaban el ardor de D’Artagnan, que aguijoneaba a su caballo, el cual sin necesidad de ser aguijoneado llevaba a su caballero al galope.

Hacia las once de la mañana divisaron Amiens; a las once y media estaban a la puerta del albergue maldito.

D’Artagnan había meditado contra el hostelero pérfido en una de esas buenas venganzas que consuelan, aunque no sea más que a la esperanza. Entró, pues, en la hostería, con el sombrero sobre los ojos, la mano izquierda en el puño de la espada y haciendo silbar la fusta con la mano derecha.

—¿Me conocéis? —dijo al hostelero, que avanzaba para saludarle.

—No tengo ese honor, monseñor —respondió aquél con los ojos todavía deslumbrados por el brillante equipo con que D’Artagnan se presentaba.

—¡Ah, conque no me conocéis!

—No, monseñor.

—Bueno, dos palabras os devolverán la memoria. ¿Qué habéis hecho del gentilhombre al que tuvisteis la audacia, hace quince días poco más o menos, de intentar acusarlo de moneda falsa?

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