Los tres mosqueteros (48 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

En cuanto a D’Artagnan, había jugado pura y simplemente un juego defensivo; luego, cuando hubo visto a su adversario muy cansado, de un ataque de cuarta al flanco le había hecho soltar la espada. El barón, viéndose desarmado, dio dos o tres pasos hacia atrás; pero en este movimiento, su pie resbaló y cayó boca arriba.

D’Artagnan estuvo sobre él de un salto y poniéndole la espada en la garganta le dijo:

—Podría mataros, señor, y estáis entre mis manos, pero os concedo la vida por amor a vuestra hermana.

D’Artagnan se hallaba en el colmo de la alegría; acababa de realizar el plan que había proyectado de antemano, y cuyo desarrollo había hecho aflorar a su rostro las sonrisas de que hemos hablado.

El inglés, encantado con habérselas con un gentilhombre tan acomodaticio, estrechó a D’Artagnan entre sus brazos, hizo mil carantoñas a los tres mosqueteros y, como el adversario de Porthos ya estaba instalado en el coche y el de Aramis había puesto pies en polvorosa, no hubo que pensar más que en el difunto.

Cuando Porthos y Aramis lo desnudaban con la esperanza de que su herida no fuera mortal, una gruesa bolsa escapó de su cintura. D’Artagnan la recogió y se la tendió a lord de Winter.

—¿Y qué diablos queréis que haga yo con esto? —dijo el inglés.

—Entregádsela a su familia —dijo D’Artagnan.

—A su familia no le preocupa esa miseria: tiene más de quince mil luises de renta; guardaos esa bolsa para vuestros lacayos.

D’Artagnan metió la bolsa en su bolsillo.

—Y ahora, joven amigo, porque espero que me permitiréis daros ese nombre —dijo lord de Winter—, desde esta noche, si lo deseáis, os presentaré a mi hermana, lady Clarick; porque quiero que ella os conceda sus favores, y como no está mal vista en la corte, quizá en el futuro una palabra dicha por ella no os fuera del todo inútil.

D’Artagnan se ruborizó de placer y se inclinó en señal de asentimiento.

Mientras tanto, Athos se había acercado a D’Artagnan.

—¿Qué pensáis hacer con esa bolsa? —le dijo en voz baja al oído.

—Contaba con entregárosla, mi querido Athos.

—¿A mí? ¿Y eso por qué?

—¡Toma! Vos lo habéis matado: son los despojos opimos.

—¡Yo heredero de un enemigo! —dijo Athos—. ¿Por quién me tomáis entonces?

—Es costumbre de guerra —dijo D’Artagnan—. ¿Por qué no habría de ser costumbre de un duelo?

—Ni siquiera he hecho eso en el campo de batalla —dijo Athos.

Porthos se encogió de hombros. Aramis, con un movimiento de labios, aprobó a Athos.

—Entonces —dijo D’Artagnan—, demos este dinero a los lacayos, como lord de Winter nos ha dicho que hagamos.

—Sí —dijo Athos—, demos esa bolsa no a nuestros lacayos, sino a los lacayos ingleses.

Athos cogió la bolsa y la lanzó a las manos del cochero.

—Para vos y vuestros compañeros.

Esta grandeza de modales en un hombre completamente privado de todo, sorprendió al mismo Porthos, y esta generosidad francesa, contada por lord de Winter y su amigo, tuvo gran éxito en todas partes salvo entre los señores Grimaud, Mosquetón Planchet y Bazin.

Lord de Winter dio a D’Artagnan, al despedirse, la dirección de su hermana; vivía en la Place Royale, que era entonces el barrio de moda, en el número 6. Además, se comprometía a ir a recogerlo para presentarlo. D’Artagnan lo citó a las ocho, en casa de Athos.

Aquella presentación a Milady preocupaba mucho la cabeza de nuestro gascón. Recordaba de qué extraña manera se había mezclado aquella mujer hasta entonces en su destino. Estaba convencido de que era alguna criatura del cardenal y, sin embargo, se sentía invenciblemente arrastrado hacia ella por uno de esos sentimientos de que uno no se da cuenta. Su único temor era que Milady reconociese en él al hombre de Meung y de Douvres. En ese caso, ella sabría que era uno de los amigos del señor de Tréville, y, por consiguiente, que pertenecía en cuerpo y alma al rey, lo cual, desde ese momento, le haría perder parte de sus ventajas, porque conocido de Milady como él la conocía a ella, jugaría con ella el mismo juego. En cuanto a aquel principio de intriga entre ella y el conde de Wardes, nuestro presuntuoso se preocupaba más bien poco, aunque el marqués fuera joven, guapo, rico y fuerte en el favor del cardenal. No en balde se tiene veinte años, y, sobre todo, ¡no en balde ha nacido uno en Tarbes!

D’Artagnan comenzó por ir a su casa para hacerse un aseo esplendente; luego se dirigió a la de Athos, y, según su costumbre, se lo contó todo. Athos escuchó sus proyectos; luego movió la cabeza y le recomendó prudencia con algo de amargura.

—¡Vaya! —le dijo—. Acabáis de perder a una mujer que decís que es buena, encantadora y perfecta, y ya estáis corriendo detrás de otra.

D’Artagnan se dio cuenta de la verdad de este reproche.

—Yo amaba a la señora Bonacieux de corazón, mientras que a Milady la amo con la cabeza; al hacerme llevar a su casa, busco sobre todo conocer el papel que juega en la corte.

—¡Diantre, el papel que juega! No es difícil de adivinar después de todo cuanto me habéis dicho. Es un emisario del cardenal: una mujer que os atraerá a una trampa en la que dejaréis sencillamente la cabeza.

—¡Diablos, mi querido Athos! Veis las cosas muy negras, en mi opinión.

—Querido, desconfío de las mujeres, ¿qué queréis? Estoy pagando por ello, y sobre todo de las mujeres rubias. Según me habéis dicho, Milady es rubia.

—Tiene el pelo del rubio más hermoso que se pueda hallar.

—¡Ay, mi pobre D’Artagnan! —exclamó Athos.

—Escuchad, quiero saber; luego, cuando sepa lo que deseo saber me alejaré.

—Ilustraos, pues —dijo flemáticamente Athos.

Lord de Winter llegó a la hora indicada, pero Athos, prevenido a tiempo, pasó a la segunda habitación. Encontró, pues, a D’Artagnan solo, y como eran cerca de las ocho llevó consigo al joven.

Una elegante carroza esperaba abajo, y como estaba enjaezada con dos excelentes caballos, en un instante estuvieron en la Place Royale.

Milady Clarick recibió graciosamente a D’Artagnan. Su palacete era de una suntuosidad notable; y aunque la mayoría de los ingleses, expulsados por la guerra, abandonaban Francia o estaban a punto de abandonarla, Milady acababa de hacer en su casa nuevos gastos: lo cual probaba que la medida general que despedía a los ingleses no la afectaba.

—Veis aquí —dijo lord de Winter presentando a D’Artagnan a su hermana— a un joven gentilhombre que ha tenido mi vida entre sus manos, y que no ha querido abusar de su ventaja, aunque fuésemos dos veces enemigos, por ser yo quien lo insultó, y por ser inglés. Agradecédselo, pues, señora, si sentís alguna amistad por mí.

Milady frunció ligeramente el entrecejo; una nube apenas visible pasó por su frente, y en sus labios apareció una sonrisa tan extraña que el joven, que vio ese triple matiz, tuvo como un escalofrío.

El hermano no vio nada; se había vuelto para jugar con el mono favorito de Milady, al que había tirado por el jubón.

—Sed bienvenido, señor —dijo Milady con una voz cuya dulzura singular contrastaba con los síntomas de mal humor que acababa de observar D’Artagnan—, hoy habéis adquirido derechos eternos para mi gratitud.

El inglés se volvió entonces y contó el combate sin omitir detalle. Milady escuchó con la mayor atención; sin embargo, se veía fácilmente, por más esfuerzo que hiciese por ocultar sus impresiones, que el relato no le resultaba agradable. La sangre subía a su cabeza, y su pequeño pie se agitaba impacientemente bajo la falda.

Lord de Winter no se dio cuenta de nada. Luego, cuando hubo terminado, se acercó a una mesa donde estaban servidos, sobre una bandeja, una botella de vino español y vasos. Llenó dos vasos y con un gesto invitó a D’Artagnan a beber.

D’Artagnan sabía que era contrariar mucho a un inglés negarse a brindar con él. Se acercó, pues, a la mesa y cogió el segundo vaso. Sin embargo, no había perdido de vista a Milady, y en el cristal vislumbró el cambio que acababa de operarse en su rostro. Ahora que ella no creía ser mirada, un sentimiento que se parecía a la ferocidad animaba su fisonomía. Mordía su pañuelo a dentelladas.

Aquella linda criadita a la que D’Artagnan ya había visto entró entonces; dijo en inglés algunas palabras a lord de Winter, que pidió al punto a D’Artagnan permiso para retirarse, excusándose con la urgencia del asunto que le llamaba, y encargando a su hermana obtener su perdón.

D’Artagnan cambió un apretón de manos con lord de Winter y volvió junto a Milady. El rostro de aquella mujer, con movilidad sorprendente, había recuperado su expresión llena de gracia, y sólo algunas pequeñas manchas rojas sobre su pañuelo indicaban que se había mordido los labios hasta hacerse sangre.

Sus labios eran magníficos, hubiérase dicho de coral.

La conversación tomó un giro jovial. Milady parecía haberse repuesto enteramente. Contó que lord de Winter no era más que su cuñado, y no su hermano: se había casado con el segundón de la familia, que la había dejado viuda con un hijo. Ese hijo era el único heredero de lord de Winter, si lord de Winter no se casaba. Todo esto dejaba ver a D’Artagnan un velo que envolvía algo, pero no distinguía aún nada bajo ese velo.

Por lo demás, al cabo de media hora de conversación D’Artagnan estaba convencido de que Milady era compatriota suya: hablaba francés con una pureza y una elegancia que no dejaban duda alguna al respecto.

D’Artagnan se deshizo en palabras galantes y en protestas de afecto. A todas las sandeces que se le escaparon a nuestro gascón, Milady sonrió con benevolencia. Llegó la hora de retirarse. D’Artagnan se despidió de Milady y salió del salón como el más feliz de los hombres.

En la escalera encontró a la linda doncella, que le rozó suavemente al pasar y, ruborizándose hasta el blanco de los ojos, le pidió perdón por haberle tocado con una voz tan dulce que el perdón le fue concedido al instante.

D’Artagnan volvió al día siguiente y fue recibido mejor aún que la víspera. Lord de Winter no estaba, y fue Milady quien esta vez le hizo todos los honores de la velada. Pareció interesarse mucho por él, le preguntó de dónde era, quiénes eran sus amigos, y si no había pensado alguna vez en vincularse al servicio del señor cardenal.

D’Artagnan que, como sabemos, era muy prudente para un gascón de veinte años, se acordó entonces de sus sospechas sobre Milady; le hizo un gran elogio de Su Eminencia, le dijo que no habría dejado de entrar en los guardias del cardenal en lugar de entrar en los guardias del rey si hubiera conocido al señor de Cavois en lugar de conocer al señor de Tréville.

Milady cambió de conversación sin afectación alguna, y preguntó a D’Artagnan de la forma más descuidada del mundo si había estado alguna vez en Inglaterra.

D’Artagnan respondió que había sido enviado por el señor de Tréville para tratar de una remonta de caballos, y que incluso se había traído cuatro como muestra.

En el curso de esta conversación, Milady se pellizcó dos o tres veces los labios: tenía que vérselas con un gascón que jugaba fuerte.

A la misma hora que la víspera D’Artagnan se retiró. En el corredor volvió a encontrar a la linda Ketty, tal era el nombre de la doncella, Esta lo miró con una expresión de misteriosa benevolencia en la que no podía equivocarse. Pero D’Artagnan estaba tan preocupado por el ama que no se fijaba más que en lo que venía de ella.

D’Artagnan volvió a la casa de Milady al día siguiente, y al siguiente, y cada vez Milady le brindó una acogida más graciosa.

Cada vez también, bien en la antecámara, bien en el corredor, bien en la escalinata, volvía a encontrar a la linda doncella.

Pero como ya hemos dicho, D’Artagnan no prestaba ninguna atención a esta persistencia de la pobre Ketty.

Capítulo XXXII
Una cena de procurador

M
ientras tanto, el duelo en el que Porthos había jugado un papel tan brillante no le había hecho olvidar la cena a la que le había invitado la mujer del procurador. Al día siguiente, hacia la una, se hizo dar la última cepillada por Mosquetón, y se encaminó hacia la calle Aux Ours, con el paso de un hombre que tiene dos veces suerte.

Su corazón palpitaba, pero no era, como el de D’Artagnan, por un amor joven e impaciente. No, un interés más material le latigaba la sangre, iba por fin a franquear aquel umbral misterioso, a subir aquella escalinata desconocida que habían construido, uno a uno, los viejos escudos de maese Coquenard.

Iba a ver, en realidad, cierto arcón cuya imagen había visto veinte veces en sus sueños; arcón de forma alargada y profunda, lleno de cadenas y cerrojos, empotrado en el suelo; arcón del que con tanta frecuencia había oído hablar, y que las manos algo secas, cierto, pero no sin elegancia, de la procuradora, iban a abrir a sus miradas admiradoras.

Y luego él, el hombre errante por la tierra, el hombre sin fortuna, el hombre sin familia, el soldado habituado a los albergues, a los tugurios; a las tabernas, a las posadas, el gastrónomo forzado la mayor parte del tiempo a limitarse a bocados de ocasión, iba a probar comidas caseras, a saborear un interior confortable y a dejarse mimar con esos pequeños cuidados que cuanto más duro es uno más placen, como dicen los viejos soldadotes.

Venir en calidad de primo a sentarse todos los días a una buena mesa, desarrugar la frente amarilla y arrugada del viejo procurador, desplumar algo a los jóvenes pasantes enseñándoles la baceta, el
passedix
y el lansquenete
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en sus jugadas más finas, y ganándoles a manera de honorarios por la lección que les daba en una hora sus ahorros de un mes, todo esto hacía sonreír enormemente a Porthos.

El mosquetero recordaba bien, de aquí y de allá, las malas ideas que corrían en aquel tiempo sobre los procuradores y que les han sobrevivido: la tacañería, los recortes, los días de ayuno, pero como después de todo, salvo algunos accesos de economía que Porthos había encontrado siempre muy intempestivos, había visto a la procuradora bastante liberal, para una procuradora, por supuesto, esperó encontrar una casa montada de forma halagüeña.

Sin embargo, a la puerta el mosquetero tuvo algunas dudas: el comienzo era para animar a la gente: alameda hedionda y negra, escalera mal aclarada por barrotes a través de los cuales se filtraba la luz de un patio vecino; en el primer piso una puerta baja y herrada con enormes clavos como la puerta principal de Grand Chátelet.

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