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Authors: Alexandre Dumas

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Los tres mosqueteros (91 page)

—¡Se os imputan crímenes que han hecho caer cabezas más altas que la vuestra, señor! —dijo el cardenal.

—¿Cuáles, monseñor? —preguntó D’Artagnan con una calma que asombró al propio cardenal.

—Se os imputa haber mantenido correspondencia con los enemigos del reino, se os imputa haber sorprendido los secretos de Estado, se os imputa haber tratado de hacer abortar los planes de vuestro general.

—¿Y quién me imputa eso, monseñor? —dijo D’Artagnan, que sospechaba que la acusación venía de Milady—. Una mujer marcada por la justicia del país, una mujer que ha desposado a un hombre en Francia y a otro en Inglaterra, una mujer que ha envenenado a su segundo marido y que ha intentado envenenarme a mí mismo.

—¿Qué decís, señor? —exclamó el cardenal asombrado—. ¿Y de qué mujer habláis de ese modo?

—De Milady de Winter —respondió D’Artagnan—; sí, de Milady de Winter, de la que sin duda Vuestra Eminencia ignoraba todos los crímenes cuando la ha honrado con su confianza.

—Señor —dijo el cardenal—, si Milady de Winter ha cometido todos los crímenes que decís, será castigada.

—Ya lo está, monseñor.

—Y ¿quién la ha castigado?

—Nosotros.

—¿Está en prisión?

—Está muerta.

—¿Muerta? —repitió el cardenal, que no podía creer lo que oía—. ¡Muerta! ¿Habéis dicho que está muerta?

—Tres veces trató de matarme, y la perdoné; pero mató a la mujer que yo amaba. Entonces, mis amigos y yo la hemos cogido, juzgado y condenado.

D’Artagnan contó entonces el envenenamiento de la señora Bonacieux en el convento de las Carmelitas de Béthune, el juicio de la casa aislada y la ejecución a orillas del Lys.

Un temblor corrió por todo el cuerpo del cardenal, que, sin embargo, no temblaba fácilmente.

Pero, de pronto como sufriendo la influencia de un pensamiento mudo, la fisonomía del cardenal, sombrío hasta entonces, se aclaró poco a poco y llegó a la más perfecta serenidad.

—Así —dijo con una voz cuya dulzura contrastaba con la severidad de sus palabras—, así que os habéis constituido en jueces, sin pensar que quienes no tienen la misión de castigar y castigan son asesinos.

—Monseñor, os juro que ni por un instante he tenido la intención de defender mi cabeza contra vos. Sufriré el castigo que Vuestra Eminencia quiera infligirme. No amo tanto la vida como para temer la muerte.

—Sí, lo sé, sois un hombre de corazón, señor —dijo el cardenal con una voz casi afectuosa—; puedo deciros, pues, de antemano que seréis juzgado, condenado incluso.

—Cualquier otro podría responder a Vuestra Eminencia que tiene su perdón en el bolsillo; yo me contentaré con deciros: Ordenad, monseñor, estoy dispuesto.

—¿Vuestro perdón? —dijo Richelieu sorprendido.

—Sí, monseñor —dijo D’Artagnan.

—¿Y firmado por quién? ¿Por el rey?

Y el cardenal pronunció estas palabras con una singular expresión de desprecio.

—No, por Vuestra Eminencia.

—¿Por mí? Estáis loco, señor.

—Monseñor reconocerá sin duda su escritura.

Y D’Artagnan presentó al cardenal el preciso papel que Athos había arrancado a Milady, y que había dado a D’Artagnan para que le sirviera de salvaguardia.

Su Eminencia cogió el papel y leyó con voz lenta apoyándose en cada sílaba:

El portador de la presente ha «hecho lo que ha hecho» por orden mía y para bien del Estado.

En el campamento de La Rochelle, a 5 de agosto de 1628.

R
ICHELIEU
.

El cardenal, tras haber leído estas dos líneas, cayó en una meditación profunda, pero no devolvió el papel a D’Artagnan.

«Medita con qué clase de suplicio me hará morir —se dijo en voz baja D’Artagnan—; pues a fe que verá cómo muere un gentilhombre».

El joven mosquetero estaba en excelente disposición de morir heroicamente.

Richelieu seguía pensando, enrollaba y desenrollaba el papel en sus manos. Finalmente, alzó la cabeza, fijó su mirada de águila sobre aquella fisonomía leal, abierta, inteligente, leyó en aquel rostro surcado por las lágrimas todos los sufrimientos que había enjugado desde hacía un mes, y pensó por tercera o cuarta vez cuánto futuro tenía aquel muchacho de veintiún años, y qué recursos podría ofrecer a un buen amo su actividad, su valor y su ingenio.

Por otro lado, los crímenes, el poder, el genio infernal de Milady le habían espantado más de una vez. Sentía como una alegría secreta haberse liberado para siempre de aquella cómplice peligrosa.

Desgarró lentamente el papel que D’Artagnan tan generosamente le había entregado.

«Estoy perdido», dijo para sí mismo D’Artagnan.

Y se inclinó profundamente ante el cardenal como hombre que dice: «¡Señor, que se haga vuestra voluntad!».

El cardenal se acercó a la mesa y, sin sentarse, escribió algunas líneas sobre un pergamino cuyos dos tercios estaban ya cubiertos y puso su sello.

«Esa es mi condena —dijo D’Artagnan—; me ahorra el aburrimiento de la Bastilla y la lentitud de un juicio. Encima es demasiado amable».

—Tomad, señor —dijo el cardenal al joven—, os he cogido un salvoconducto y os devuelvo otro. El nombre falta en ese despacho: escribidlo vos mismo.

D’Artagnan cogió el papel dudando y puso los ojos encima.

Era un tenientazgo en los mosqueteros.

D’Artagnan cayó a los pies del cardenal.

—Monseñor —dijo—, mi vida es vuestra; disponed de ella en adelante; pero este favor que me otorgáis no lo merezco; tengo tres amigos que son más merecedores y más dignos…

—Sois un muchacho valiente, D’Artagnan —interrumpió el cardenal palmeándolo familiarmente en el hombro, encantado por haber vencido a aquella naturaleza rebelde—. Haced de ese despacho lo que os plazca. Sólo que recordad que, aunque el nombre esté en blanco, os lo he dado a vos.

—No lo olvidaré jamás —respondió D’Artagnan—. Vuestra Eminencia puede estar segura de ello.

El cardenal se volvió y dijo en voz alta:

—¡Rochefort!

El caballero, que sin duda estaba detrás de la puerta, entró al punto.

—Rochefort —dijo el cardenal—, ahí veis al señor D’Artagnan; lo recibo entre mis amigos; así pues, que se le abrace y que si alguien quiere conservar su cabeza sea prudente.

Rochefort y D’Artagnan se besaron con la punta de los labios; pero el cardenal estaba allí, observándolos con su ojo vigilante.

Salieron de la habitación al mismo tiempo.

—Nos encontraremos, ¿no es cierto, señor?

—Cuando os plazca —contestó D’Artagnan.

—Ya llegará la ocasión —respondió Rochefort.

—¿Qué? —dijo Richelieu abriendo la puerta.

Los dos hombres sonrieron, se estrecharon la mano y saludaron a Su Eminencia.

—Empezábamos a impacientarnos —dijo Athos.

—¡Ya estoy aquí, amigos míos! —respondió D’Artagnan—. No solamente libre, sino favorecido.

—¿Nos contaréis eso?

—Esta noche.

En efecto, aquella misma noche D’Artagnan se dirigió al alojamiento de Athos, a quien encontró a punto de vaciar su botella de vino español, ocupación que realizaba religiosamente todas las noches.

Le contó lo que había pasado entre el cardenal y él, y sacando el despacho de su bolso:

—Tomad, mi querido Athos —dijo—, a vos os corresponde, naturalmente.

Athos sonrió con su dulce y encantadora sonrisa.

—Amigo —dijo—, para Athos es demasiado; para el conde de La Fère es demasiado poco. Guardad ese despacho, os corresponde. ¡Ay, Dios mío, qué caro lo habréis comprado!

D’Artagnan salió de la habitación de Athos y entró en la de Porthos.

Lo encontró vestido con un magnífico traje, cubierto de espléndidos brocados y mirándose a un espejo.

—¡Ah, ah! —dijo Porthos—. ¡Sois vos, querido amigo! ¿Qué tal me va este traje?

—De maravilla —dijo D’Artagnan—, pero vengo a proponeros un traje que aún os iría mejor.

—¿Cuál? —preguntó Porthos.

—El de teniente de mosqueteros.

D’Artagnan contó a Porthos su entrevista con el cardenal, y sacando el despacho de su bolso:

—Tomad, querido —dijo—, escribid vuestro nombre ahí, y sed buen jefe para mí.

Porthos puso los ojos en el despacho y se lo devolvió a D’Artagnan, con gran sorpresa del joven.

—Sí —dijo—, me halagaría mucho, pero no tendría tiempo para gozar de ese favor. Durante nuestra expedición a Béthune, el marido de mi duquesa ha muerto; de suerte que, querido amigo, dado que el cofre del difunto me tiende los brazos, me caso con la viuda. Mirad, me estoy probando mi traje de boda; guardad el tenientazgo, querido, guardadlo.

Y entregó el despacho a D’Artagnan.

El joven entró en la habitación de Aramis.

Lo encontró arrodillado en un reclinatorio, con la frente apoyada contra su libro de horas abierto.

Le contó su entrevista con el cardenal, y sacando por tercera vez el despacho de su bolso:

—Vos, nuestro amigo, nuestra luz, nuestro protector invisible —dijo—, aceptad este despacho; lo habéis merecido más que nadie, por vuestra sabiduría y vuestros consejos siempre seguidos con tan felices resultados.

—¡Ay, querido amigo! —dijo Aramis—. Nuestras últimas aventuras me han hecho tomar un disgusto total por la vida del hombre de espada. Esta vez mi decisión está irrevocablemente tomada: tras el asedio, entraré en los Lazaristas. Guardad ese despacho, D’Artagnan: el oficio de las armas os va bien, y seréis un valiente y afortunado capitán.

D’Artagnan, con los ojos húmedos de gratitud y resplandecientes de alegría, volvió a Athos, a quien encontró aún en la mesa y mirando su último vaso de málaga a la luz de la lámpara.

—¡Y bien! —dijo—. También ellos han rehusado.

—Es que nadie, querido amigo, era más digno de él que vos.

Cogió una pluma, escribió en el despacho el nombre de D’Artagnan y se lo entregó.

—Ya no tendré más amigos —dijo el joven—, ¡ay!, ni nada más que amargos recuerdos.

Y dejó caer su cabeza entre sus dos manos, mientras dos lágrimas corrían a lo largo de sus mejillas.

—Sois joven —respondió Athos—, y vuestros amargos recuerdos tienen tiempo de cambiarse en dulces recuerdos.

Epílogo

L
a Rochelle, privada del socorro de la flota inglesa y de la división prometida por Buckingham, se rindió tras el asedio de un año. El 28 de octubre de 1628 se firmó la capitulación.

El rey hizo su entrada en París el 23 de diciembre del mismo año. Se le acogió en triunfo como si volviese de vencer al enemigo y no a franceses. Entró por el barrio Saint-Jacques bajo arcos cubiertos de vegetación.

D’Artagnan tomó posesión de su grado. Porthos abandonó el servicio y desposó, durante el año siguiente, a la señora Coquenard; el cofre tan ambicionado contenía ochocientas mil libras.

Mosquetón tuvo una librea magnífica y además la satisfacción, que había ambicionado toda su vida, de subir detrás de una carroza dorada.

Aramis, tras un viaje a Lorraine, desapareció de pronto y dejó de escribir a sus amigos. Más tarde se supo, por la señora Chevreuse, que lo dijo a dos o tres de sus amantes, que había tomado el hábito en un convento de Nancy.

Bazin se convirtió en hermano lego.

Athos siguió siendo mosquetero a las órdenes de D’Artagnan, hasta 1663, época en la que, tras un viaje que hizo a Touraine, dejó también el servicio so pretexto de que acababa de recoger una pequeña herencia en el Rousillon.

Grimaud siguió a Athos.

D’Artagnan se batió tres veces con Rochefort y lo hirió tres veces.

—Os mataré probablemente a la cuarta —le dijo tendiéndole la mano para levantarlo.

—Mejor sería, para vos y para mí, que nos quedásemos por aquí —respondió el herido—. ¡Diantre! Soy más amigo vuestro que lo que pensáis, porque desde el primer encuentro habría podido, diciendo una palabra al cardenal, haceros cortar la cabeza.

Aquella vez se abrazaron, pero de buen corazón y sin segundas intenciones.

Planchet obtuvo de Rochefort el grado de sargento en los guardias. El señor Bonacieux vivía muy tranquilo, ignorando completamente lo que había sido de su mujer y no inquietándose apenas. Un día tuvo la imprudencia de acordarse del cardenal; el cardenal le hizo responder que iba a encargarse de que no le faltara nada en adelante.

En efecto, al día siguiente, habiendo salido el señor Bonacieux a las siete de la noche de su casa para dirigirse al Louvre, no volvió a aparecer más en la calle des Fossoyeurs; la opinión de quienes parecían mejor informados fue que era alimentado y alojado en algún castillo real a expensas de su generosa Eminencia.

FIN

ALEXANDRE DUMAS (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870), fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como
Los tres mosqueteros
(1844) o
El conde de Montecristo
(1845)

Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir
Enrique III
(1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.

Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.

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