Lyonesse - 2 - La perla verde (3 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

—Ah, eso es otra cosa. Sarles, sería conveniente que lo repararas.

—Sí, sí —masculló Sarles—. A su debido tiempo. No puedo caminar sobre el agua ni soltar monedas de oro por la nariz.

Atardecía y Junt aún no había regresado a Mynault. Sarles se lo contó a Liba.

—Hoy me dolía la espalda y no pude pescar mucho rato. Con toda generosidad le presté el bote a Junt. Aún no ha regresado y temo que el viento lo haya alejado de la costa, e incluso que el Preval haya naufragado. Supongo que esto es una lección para mí.

Liba lo miró asombrada.

—¿Para ti? ¿Y qué dices de Junt y su familia?

—Eso también me preocupa, no es necesario que lo diga. Sin embargo, aún no te he hablado de mi asombrosa buena suerte.

—¿De veras? ¿Tu espalda está tan bien que al fin puedes trabajar? ¿O ya no te gusta el vino?

—Mujer, domina esa lengua o sentirás el peso de mi mano. Estoy harto de tus bromas crueles.

—Bien, ¿por qué te consideras tan afortunado?

Sarles mostró la perla.

—¿Qué piensas de esto?

Liba miró la gema.

—Aja. Curiosa. Nunca había oído hablar de perlas verdes. ¿Estás seguro de que es auténtica?

—¡Desde luego! ¿Me tomas por tonto? Vale una buena suma.

Liba se alejó.

—Me da escalofríos.

—¡Típico de una mujer! ¿Dónde está mi cena? ¿Qué? ¿Gachas de avena? ¿Por qué no cocinas un buen cuenco de sopa, como otras mujeres?

—No puedo obrar milagros con la alacena vacía. Si pescaras más y bebieras menos, podríamos comer mejor.

—¡Bah! Desde ahora todo cambiará.

Durante la noche, Sarles tuvo sueños inquietantes. Había rostros que lo miraban a través de remolinos de niebla, y luego hablaban gravemente entre sí. A pesar de sus esfuerzos, no llegaba a captar los comentarios. Algunas caras le resultaban familiares, pero Sarles no recordaba cómo se llamaban.

Por la mañana, Junt aún no había regresado en el Preval. En virtud de la costumbre establecida, Sarles tenía el privilegio de pescar con el flamante Lirlou. Tamas, el hijo de Junt, también quiso ir, pero Sarles no se lo permitió.

—¡Prefiero pescar solo!

—¡Esto no es razonable! —Protestó Tamas—. ¡Debo proteger los intereses de mi familia!

Sarles levantó el dedo.

—¡No tan deprisa! ¿Olvidas que yo también tengo intereses? El Lirlou será mío hasta que Junt me devuelva el Preval en perfectas condiciones. Si quieres pescar, busca otra manera.

Sarles llevó el Lirlou hasta la zona de pesca, disfrutando de la solidez del bote y de la comodidad de las herramientas. Ese día tuvo una suerte excepcional; los peces se apiñaban en sus sedales y los cestos se llenaron hasta el borde. Sarles regresó a Mynault contento y feliz. Esa noche comería una buena sopa, y tal vez un pollo asado.

Transcurrieron dos meses durante los cuales Sarles sacó provecho de la buena pesca, mientras que a Tamas nada le iba bien. Una noche, Tamas acudió a la casa de Sarles con la esperanza de arreglar una situación que nadie en Mynault consideraba del todo justa, aunque todos aceptaban que Sarles había actuado según su derecho.

Tamas encontró a Liba sola, sentada junto al hogar e hilando. Tamas fue hasta el centro del cuarto y miró alrededor.

—¿Dónde está Sarles?

—En la taberna, o eso creo, atiborrándose de vino —respondió Liba con voz inexpresiva y metálica. Miró a Tamas por encima del hombro y siguió trabajando con el huso—. No obtendrás lo que deseas de él. De pronto se ha convertido en un gran señor, y se pavonea como un magnate.

—¡Pero debemos llegar a un acuerdo! —declaró Tamas—. Él ha perdido ese trasto a cambio del Lirlou, a expensas de mí, de mi madre y de mis hermanas. Lo hemos perdido todo sin tener ninguna culpa. Sólo pedimos que Sarles se muestre justo y nos dé nuestra parte.

Liba se encogió de hombros.

—Es inútil que hables conmigo. No escucha lo que yo digo. Es otro hombre desde que trajo la perla verde —volvió los ojos hacia la repisa, donde la perla descansaba en un platillo.

Tamas se acercó para examinar la gema. La cogió, la levantó entre los dedos y silbó entre dientes.

—¡Es un objeto muy valioso! ¡Nos permitiría comprar otro Lirloul! ¡Me haría rico!

Liba lo miró sorprendida. ¿Era ésa la voz de Tamas, por todos considerado un modelo de rectitud? La perla verde parecía inspirar codicia y egoísmo a quienes la tocaban. Liba siguió hilando.

—A mí no me digas nada. No me gusta lo que no conozco. Aborrezco esa cosa. Me mira como un ojo maligno.

Tamas soltó un cloqueo agudo, tan extraño que Liba lo miró extrañada.

—¡Pues bien! —exclamó Tamas—. ¡Es hora de ajustar las cuentas! Si Sarles se queja, que venga a verme —con la perla en la mano, salió de la casa a la carrera. Liba suspiró y siguió hilando, con un nudo de aprensión en el pecho.

Transcurrió una hora sin más ruidos que el soplido del viento en la chimenea y un ocasional chisporroteo. Luego se oyeron los resonantes pasos de Sarles, que llegaba dando tumbos de la taberna. Abrió la puerta de par en par y se quedó un instante en la entrada, la cara redonda como un plato bajo el desmelenado cabello negro. Miró aquí y allá y clavó los ojos en el platillo. Se acercó para examinarlo y lo encontró vacío. Soltó un grito de angustia.

—¿Dónde está la perla, la adorable perla verde?

—Tamas vino a hablar contigo —respondió Liba con voz inexpresiva—. Como no estabas aquí, se llevó la perla.

Sarles aulló de furia.

—¿Por qué no se lo impediste?

—No es cosa mía. Debes arreglar cuentas con Tamas.

Sarles soltó un gemido desesperado.

—Pudiste haberlo detenido. ¡Le diste la perla!

Se abalanzó sobre ella apretando los puños; ella levantó el huso y se lo clavó en el ojo izquierdo.

Sarles se llevó la mano a la órbita ensangrentada, mientras Liba retrocedía, asombrada por la magnitud de su acto.

Sarles la miró con el ojo derecho y avanzó despacio. Liba tanteó a sus espaldas y encontró una escoba de mimbre. La alzó para defenderse. Sarles avanzaba, poco a poco. Sin dejar de mirar a Liba, se agachó a recoger un hacha de mango corto. Liba gritó, arrojó la escoba a la cara de Sarles y corrió hacia la puerta. Sarles la aferró por el pelo, la atrajo hacia sí y le descargó un hachazo.

Los gritos habían atraído a los vecinos. Los hombres apresaron a Sarles y lo llevaron a la plaza. Despertaron a los dos ancianos de la aldea, que salieron parpadeando a hacer justicia bajo la luz de los faroles.

El crimen era evidente; se conocía al asesino, y nada se ganaría con una demora. Se dictó sentencia; Sarles fue conducido al cobertizo del palafrenero y colgado de la cabria del heno; a la luz de los faroles, los aldeanos vieron cómo su vecino pataleaba hasta quedarse rígido.

3

Oáldes, treinta kilómetros al norte de Mynault, había sido durante mucho tiempo sede de los reyes de Ulflandia del Sur, pero carecía de la gracia y la presencia histórica de Ys, y su aspecto era pobre comparado con el de Avalón y la ciudad de Lyonesse. Para Tamas, sin embargo, Oáldes, con su plaza y su activo puerto, era la definición misma de la urbanidad.

Llevó su caballo a un establo y desayunó guiso de pescado en una taberna del puerto, preguntándose dónde podría vender su maravillosa perla para obtener una buena ganancia.

Tamas preguntó cautelosamente al tabernero:

—Dime, si alguien deseara vender una valiosa perla, ¿dónde obtendría el mejor precio?

—¿Conque perlas, eh? En Oáldes encontrarás poco interés por las perlas. Aquí gastamos nuestras míseras monedas en pan y bacalao. Para la mayoría no hay más perla que una cebolla en el guiso. Aun así, muéstrame lo que tienes.

No muy convencido, Tamas permitió que el tabernero echara un vistazo a la perla verde.

—¡Un prodigio! —declaró el tabernero—. ¿O es una astuta imitación de vidrio verde?

—Es una perla —replicó secamente Tamas.

—Tal vez. He visto una perla rosada de Hadramaut, y una perla blanca de la India, ambas como adorno en las orejas de capitanes de barco. Déjame mirar una vez más tu perla verde… ¡Ah! Reluce con un fulgor febril. Allá tienes el puesto de un orfebre sefardí. Tal vez él te haga una oferta.

Tamas llevó la perla al orfebre y la puso sobre el mostrador.

—¿Cuánto me pagarás por esta delicada gema?

El orfebre acercó una larga nariz a la perla y la hizo rodar con una varilla de bronce. Alzó la mirada.

—¿Cuánto pides?

Tamas, habitualmente amable, se irritó ante la voz meliflua del orfebre.

—¡Quiero lo que vale, y no toleraré engaños! —dijo bruscamente.

El orfebre encogió sus angostos hombros.

—El valor de un artículo depende de lo que dan por él. No tengo compradores para una gema tan delicada. Te daré una pieza de oro, no más.

Tamas arrebató la perla y se alejó con furia. Y así pasó todo el día. Ofreció la perla a todos los que, a primera vista, podían pagar un buen precio, pero no tuvo éxito.

Por la tarde, cansado, hambriento y ardiendo de furia reprimida, regresó a la Posada de la Langosta Roja, donde comió pastel de cerdo y bebió una jarra de cerveza. En una mesa cercana, cuatro hombres jugaban a los dados. Tamas fue a mirar. Cuando uno de los hombres se retiró, los demás lo invitaron a jugar.

—Pareces un joven próspero. Aquí tienes la ocasión de enriquecer aún más a nuestras expensas.

Tamas titubeó, pues no tenía experiencia en los dados y el juego.

Metió las manos en los bolsillos y palpó la perla verde, que le envió una pulsación de temeraria confianza a lo largo de los nervios.

—¡Desde luego! —exclamó Tamas—. ¿Por qué no? —ocupó el asiento vacío—. Debéis explicarme el juego, pues no sé cómo va esto.

Los otros hombres rieron jovialmente.

—¡Mejor para ti! —lo animó uno—. ¡Tendrás la suerte del novato!

—Lo primero que debes recordar —advirtió otro— es que si ganas no debes olvidarte de recoger tus ganancias. En segundo lugar, y aún más importante desde nuestro punto de vista, si pierdes debes pagar. ¿Está claro?

—¡Como el agua! —dijo Tamas.

—Entonces, y por mera cortesía caballeresca, muéstranos el color de tu dinero.

Tamas extrajo la perla verde del bolsillo.

—He aquí una gema que vale veinte piezas de oro. Ésta es mi garantía. No tengo cambio.

Los otros jugadores miraron la perla con perplejidad.

—Quizás tenga el valor que dices —dijo uno de ellos—, pero ¿cómo esperas apostar así?

—Muy sencillo. Si gano yo, no hay problema. Si pierdo, continuaré jugando hasta contraer una deuda de veinte piezas de oro, en cuyo caso os daré mi perla y partiré sumido en la más absoluta pobreza.

—Muy bien —dijo otro jugador—. Aun así, veinte piezas de oro es una suma respetable. Supón que yo ganara una sola pieza de oro y me hartara del juego. ¿Qué ocurriría entonces?

—¿No está claro? —rezongó Tamas—. En tal caso me das diecinueve piezas de oro, tomas la perla y te vas con tus ganancias.

—¡Pero no tengo diecinueve piezas de oro!

—¡Venga, a jugar! —exclamó el tercer jugador—. ¡Sin duda las cosas se resolverán!

—¡No tan pronto! —interrumpió el jugador precavido. Se volvió hacia Tamas—. La perla no sirve en este juego. ¿No tienes monedas pequeñas?

Un hombre pelirrojo y con barba, que llevaba una reluciente gorra de marino y pantalones rayados, se acercó. Cogió la perla verde y la examinó.

—Una rara gema, de lustre perfecto y excepcional color. ¿Dónde encontraste esta maravilla?

Tamas no tenía intenciones de contar todo lo que sabía.

—Soy un pescador de Mynault, y hallamos toda clase de tesoros, en especial después de una tormenta.

—Es una delicada joya —comentó el jugador cauto—. Aun así, en este juego se apuesta con monedas.

—¡Vamos! —exclamaron los demás—. Apostad. Que comience el juego.

A regañadientes, Tamas apostó diez cobres que había reservado para la cena y el alojamiento de aquella noche.

El juego continuó y Tamas tuvo buena suerte. Monedas de cobre, y luego de plata, se juntaron en pilas de gratificante altura; Tamas comenzó a apostar cada vez más, obteniendo confianza de la perla verde.

Uno de los jugadores se retiró de mal humor.

—¡Nunca he visto que los dados se portaran así! ¡No puedo derrotar a Tamas y a la diosa Fortuna a la vez!

El marino de barba roja, que se llamaba Flary, decidió participar en la partida.

—Quizás sea una causa perdida, pero yo también retaré a este impetuoso pescador de Mynault.

El juego se reanudó. Flary, jugador experto, introdujo arteramente un par de dados cargados. Aprovechando una oportunidad, apostó diez piezas de oro.

—Pescador, ¿puedes hacer frente a esta apuesta? —lo retó.

—¡La perla es mi garantía! —replicó Tamas—. ¡Iniciad el juego!

Flary lanzó los dados y una vez más, para perplejidad del marino, Tamas ganó.

Tamas rió ante el desconcierto de Flary.

—Ya basta por hoy. He jugado mucho, y mis ganancias me permitirán comprar una buena embarcación. Gracias a todos por una velada tan provechosa.

Flary se acarició la barba y miró a Tamas de soslayo mientras el muchacho contaba el dinero. Como por súbita inspiración, Flary puso la mano sobre la mesa y fingió inspeccionar los dados.

—¡Como sospechaba! ¡Tanta suerte es imposible! ¡Son dados trucados! ¡Nos ha estafado!

Hubo un repentino silencio, luego un estallido de furia. Apresaron a Tamas, lo arrastraron al patio trasero de la taberna y le propinaron una soberana paliza. Entretanto, Flary recuperó sus dados y las piezas de oro, y también birló la perla verde.

Satisfecho con el trabajo de esa noche, se fue de la taberna y siguió su camino.

4

El Skyre, una larga ensenada de aguas protegidas, separaba Ulflandia del Norte del antiguo ducado de Fer Aquila, ahora Godelia, reino de los celtas
[2]
. Dos ciudades muy distintas se miraban a través del Skyre: Xounges, en la punta de una península pedregosa, y Dun Cruighre, principal puerto de Godelia.

En Xounges, tras defensas inexpugnables, Gax, el anciano rey de Ulflandia del Norte, mantenía una parodia de corte. Los ska, que controlaban el reino de Gax, toleraban sus vanas pretensiones porque el intento de tomar la ciudad costaría más sangre ska de la que deseaban derramar. Cuando muriera el viejo Gax, los ska tomarían la ciudad mediante intrigas o sobornos, lo que resultara más práctico.

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