Lyonesse - 2 - La perla verde (5 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Tristano arrojó la rama y la perla al mar. Ambos observaron cómo se hundía la gema y regresaron a la mesa. Allí, limpia y mojada, descubrieron la perla, frente a la silla de Tristano, a quien se le erizó el vello de la nuca.

—!Ja, ja! —rió Orlo—. ¡Conque esta cosa ha resuelto hacer trucos! ¡Que se cuide! ¡No nos faltan recursos! En todo caso, caballero, no es momento de detenernos y el camino es largo. Toma la perla y pongámonos en marcha. Tal vez encontremos al arzobispo, quien sabrá agradecer un obsequio.

Tristano miró la perla dubitativamente.

—¿Me aconsejas que lleve este objeto sobre mi persona?

Orlo se encogió de hombros.

—¿La dejarías aquí para que se la lleve un pobre criado?

Tristano cortó malhumoradamente otra rama y recogió la perla con la pinza.

—En marcha.

Los dos hombres fueron a buscar sus caballos a los establos y se marcharon de Dun Cruighre. Al principio el camino transcurría a lo largo de la costa: dejaron atrás playas de arena castigadas por el oleaje, y algunas cabañas de pescadores. Mientras cabalgaban, hablaron de la perla.

—Cuando medito sobre este extraño objeto —comentó Orlo—, creo detectar ciertas constantes. La perla cayó al suelo, donde no pertenecía a nadie. El ladrón la cogió y pasó a ser suya. Tú pisaste la muñeca del ladrón, con lo cual le arrebataste la perla y la tomaste bajo tu custodia. Pero como no has tocado la perla, su magia no te afecta.

—¿Crees, pues, que no me puede perjudicar a menos que la toque?

—Eso sospecho, en la medida en que tal acto manifestaría tu intención de participar en la maldad de la perla.

—Niego expresamente tal intención, y declaro que todo contacto, si se produjera, debe considerarse accidental —Tristano miró a Orlo—. ¿Qué opinas de esto?

Orlo se encogió de hombros.

—Quién sabe. Quizá tu declaración aplaque el maligno ardor de la perla, quizá no.

La carretera viró tierra adentro y al rato Tristano señaló hacia adelante.

—¡Mira ese campanario que se eleva a tanta altura sobre los árboles! Sin duda indica la iglesia de una aldea.

—Sin duda. Estos celtas son grandes constructores de iglesias, aunque aún son más paganos que cristianos. En cada bosque hay un lugar de druidas, y cuando brilla la luna brincan a través del fuego con cornamentas sujetas a la cabeza. ¿Ocurre lo mismo en Troicinet?

—No nos faltan druidas —dijo Tristano—. Se ocultan en los bosques y rara vez se los ve. Sin embargo, la mayoría de los habitantes adora a Gea, la diosa de la Tierra, pero de modo tranquilo, sin sangre, sin fuego, sin culpa. Celebramos sólo cuatro festivales: el de la Vida en primavera; el del Sol y el Cielo en verano; el de la Tierra y el Mar en otoño; el de la Luna y las Estrellas en invierno. En nuestros cumpleaños ofrendamos pan y vino en la piedra votiva del templo. No hay sacerdotes ni credo, lo cual garantiza un culto sencillo y honesto, que parece adecuarse a la naturaleza de nuestras gentes… Y allí está la aldea con su imponente iglesia, donde, si mis ojos no me engañan, se está llevando a cabo una importante ceremonia.

—Estás observando las pompas de un funeral cristiano —dijo Orlo. Frenó el caballo y se palmeó la pierna—. Se me ha ocurrido un plan. Acerquémonos al funeral.

Los dos hombres se apearon, ataron los caballos a un árbol y entraron en la iglesia. Tres sacerdotes salmodiaban ante un ataúd abierto mientras los deudos desfilaban para rendir su último homenaje.

—¿Qué tienes en mente? —preguntó Tristano con ansiedad.

—Sospecho que los ritos sagrados de un entierro cristiano sofocarán la fuerza maligna de la perla. Los sacerdotes lanzan bendiciones por doquier y al aire está impregnado de virtud cristiana. Sin duda la perla quedará neutralizada, absolutamente y para siempre, al quedar rodeada por tal poder.

—Tal vez —murmuró Tristano poco convencido—. Pero existen dificultades prácticas. No podemos entrometernos en este rito de dolor.

—No es necesario —dijo animadamente Orlo—. Unámonos a los deudos. Cuando lleguemos al ataúd, yo distraeré a los sacerdotes mientras tú arrojas la perla a la mortaja.

—Al menos vale la pena intentarlo —convino Tristano, y así lo hicieron.

La tapa del ataúd se cerró sobre el cadáver y la perla. El cortejo transportó el ataúd hasta una profunda tumba cavada en el cementerio de la iglesia; cuatro sepultureros bajaron la caja al foso y, entre el llanto de los deudos, el ataúd fue cubierto de tierra.

—¡Un buen funeral! —declaró Orlo con satisfacción—. También veo allá un letrero que delata la presencia de una posada, donde quizá desees alojarte esta noche.

—¿Y tú? —preguntó Tristano—. ¿No te propones dormir bajo techo?

—Claro que sí, pero por desgracia aquí se separan nuestros caminos. En la bifurcación tú doblarás a la derecha, hacia Avallon. Pero yo doblaré a la izquierda y una hora de cabalgata me llevará a la morada de cierta viuda cuyas horas solitarias espero consolar o animar. ¡Adiós, Tristano!

—Adiós, Orlo, y lamento separarme de tan buena compañía. Recuerda que siempre serás bienvenido en Castillo Mítrico.

—¡No lo olvidaré! —Orlo echó a andar por la calle. En la bifurcación se volvió para mirar atrás, levantó el brazo en un gesto de despedida y desapareció.

Tristano entró en la aldea con cierta melancolía. En las Cuatro Aves pidió alojamiento y lo condujeron por un tramo de escaleras hasta un ático bajo el techo de bálago. En el cuarto había un jergón de paja, una mesa, una silla, una vieja cómoda y una alfombra de juncos.

Tristano cenó carne hervida, servida en su propio caldo, con zanahorias y nabos, pan y un poco de rábano picado con crema. Bebió dos jarras de cerveza y, fatigado por los esfuerzos del día, se fue temprano a su cuarto.

Reinaba el silencio en la aldea, y una oscuridad casi absoluta. El cielo permaneció encapotado hasta medianoche, cuando las nubes se entreabrieron para revelar un triste cuarto creciente.

Tristano durmió bien hasta esa hora, cuando lo despertaron unos pasos en el pasillo. La puerta de su cuarto se abrió con un chirrido, y los pasos se acercaron al jergón. Tristano se quedó rígido. Sintió el contacto de unos dedos fríos, y un objeto cayó sobre la manta que le tapaba el pecho.

La presencia abandonó el cuarto. La puerta se cerró. Los pasos se alejaron por el pasillo y no se oyó nada más.

Tristano soltó una ronca exclamación y alzó la manta. Un objeto verde y luminoso cayó al suelo entre los juncos.

Tristano se sumió al fin en un sueño inquieto. Los frescos rayos rojos del alba, entrando por la ventana, lo despertaron. Se quedó mirando el techo. ¿Lo de la noche anterior había sido una pesadilla? ¡Ojalá fuera así! Apoyándose en un codo, miró el suelo, y casi en seguida descubrió la perla verde.

Tristano se levantó. Se lavó la cara, se vistió y se abrochó las botas, siempre vigilando atentamente la perla verde.

En la cómoda encontró un delantal viejo y ajado. Lo plegó y lo usó para recoger la perla. Con el delantal y la perla en el talego, salió del cuarto. Tras desayunar gachas con repollo frito, pagó la cuenta y se fue.

En la encrucijada tomó el camino de la derecha para seguir una ruta que lo llevaría a Avallon de Dahaut.

Mientras cabalgaba, reflexionó. La perla no se había conformado con una sepultura cristiana y era suya hasta que se la arrebataran, por la fuerza o mediante un subterfugio.

Por la tarde llegó a la aldea Timbaugh. Una jauría de perros callejeros le salió al encuentro con ladridos y dentelladas, y sólo se alejaron cuando Tristano se apeó del caballo y los asustó a pedradas. Se detuvo en la posada para comer pan con salchichas, y mientras bebía cerveza tuvo una idea.

Con gran cuidado insertó la perla en una salchicha y la llevó a la calle. Los perros lo acosaron de nuevo, gruñendo y mostrando los dientes. Tristano les arrojó la salchicha.

—¡He aquí mi perla, que me pertenece a mí y a nadie más! Parece que la he puesto donde no debía. ¡Quien coja esta salchicha y su contenido es un ladrón!

Un perro amarillo y flaco engulló la salchicha.

—Así sea —declaró Tristano—. El acto ha sido tuyo y no mío.

Regresó a la posada y bebió más cerveza, analizando la lógica de su acto. Todo parecía correcto. Aun así… Tonterías. El perro la había robado por propia voluntad. El problema de deshacerse de la perla correspondía ahora al perro. Sin embargo…

Cuanto más cavilaba Tristano, más débil parecía la lógica de su acto. Se podía argumentar que el perro había considerado la salchicha como un obsequio. En tal caso, la transferencia de la perla era un burdo truco de Tristano, y no un auténtico robo.

Al evocar sus anteriores intentos de librarse de la perla, Tristano se sintió cada vez más inquieto. Empezó a preguntarse cómo le sería devuelta la perla.

Un tumulto callejero le llamó la atención: pavorosos aullidos, entre roncos y estridentes, que le provocaron un nudo en el estómago. Desde la calle llegó el grito: «¡Perro rabioso! ¡Perro rabioso!». Tristano arrojó unas monedas sobre la mesa y corrió a su caballo para marcharse deprisa de la aldea Timbaugh. A cien metros vio al perro, que saltaba de un lado a otro soltando espumarajos, gruñendo sin cesar. Se lanzó sobre un joven labriego que caminaba junto a su carreta de heno; el joven brincó al heno, asió una horquilla y atravesó el pescuezo del perro. El perro cayó, se sacudió como si estuviera mojado y se alejó a saltos, arrastrando la horquilla.

Un anciano que recortaba la paja del techo de su casa corrió al interior y salió con un arco; apuntó, tensó la cuerda y soltó una flecha; la flecha atravesó el pecho del perro, de tal modo que la punta salía por un lado y las plumas por el otro; el perro continuó impertérrito.

Mirando calle arriba, el perro descubrió a Tristano, y lo identificó como el origen de sus penurias. Trotando con sombría deliberación, la cabeza gacha, se le acercó. Se detuvo, soltó un gemido y se lanzó al ataque.

Tristano saltó sobre su caballo y cabalgó calle abajo perseguido por el perro, que ladraba y gruñía. La horquilla se le cayó del pescuezo; se acercó al caballo y trató de morderle el flanco. Empuñando la espada, Tristano se agachó y propinó un golpe para partir el cráneo del perro. El perro hizo una cabriola y cayó en la zanja, tembló y se quedó mirando a Tristano con ojos feroces y amarillos. Salió despacio de la zanja, arrastrándose, reptando.

Tristano lo miró fascinado, espada en mano.

A pocos pasos de Tristano, el perro sufrió una convulsión, vomitó en el camino, cayó y se quedó tieso. En el charco que había vomitado relucía la perla verde.

Tristano reflexionó, disgustado. Al fin desmontó, se dirigió a un matorral, cogió una rama y abrió la punta en dos. Usando la misma técnica de antes, cogió la perla y la alzó.

En las cercanías, un puente de un solo arco cruzaba un riachuelo. Guiando el caballo y manteniendo la perla tan alejada como lo permitía la longitud de la rama, Tristano fue hacia el puente, donde ató el caballo a un arbusto. Bajó hasta la orilla y enjuagó la perla, luego lavó la espada y la secó en un matorral.

Un ruido le llamó la atención. Miró hacia arriba. Sobre el puente había un hombre alto y delgado de cara estrecha, mandíbula angulosa, nariz alta y partida, y barbilla larga y afilada. El alto pico del sombrero, rodeado por cintas rojas y blancas, anunciaba la profesión de barbero y sangrador.

El barbero, de pie junto a su carromato, se quitó el sombrero y saludó obsequiosamente.

—Señor, permíteme anunciarte que vendo elixires contra tus dolencias; corto el cabello, afeito, corto las uñas más tercas, punzo ampollas, limpio orejas y extraigo sangre. Mis tarifas son justas pero no mezquinas; no obstante, lo considerarás dinero bien gastado.

Tristano montó a caballo.

—No necesito tus bienes ni servicios. Hasta pronto.

—Un momento, señor. ¿Puedo preguntar adonde te diriges?

—A Avallon de Dahaut.

—Es un largo camino. Hay una posada en la aldea Toomish, pero te sugiero que sigas hasta Phaidig, donde la Corona y el Unicornio tienen una merecida fama por sus pasteles de oveja.

—Gracias. Tendré en cuenta tu consejo.

Cinco kilómetros después Tristano llegó a Toomish y, tal como había indicado Liam el Largo, el barbero, la posada no ofrecía grandes comodidades. Aunque caía la tarde, Tristano continuó viaje hacia Phaidig.

El sol se hundió entre nubes y la carretera se internaba en un denso bosque. Tristano escrutó sombríamente la oscuridad. Tenía dos posibilidades: continuar la marcha por ese tenebroso bosque o regresar a la incómoda posada de Toomish.

Decidió internarse en el bosque. Al cabo de un trecho el caballo se paró en seco y Tristano vio una barricada de postes en el camino.

Una voz habló detrás de él:

—¡Levanta las manos si no quieres recibir una flecha en la espalda!

Tristano alzó los brazos.

La voz dijo:

—No te vuelvas, no mires de reojo, ni hagas ningún truco. Mi socio se te acercará mientras yo te vigilo con mi arco. ¡Padraig, manos a la obra! Al primer movimiento, usa tu navaja… es decir, tu cuchillo.

Unos pasos susurrantes se acercaron por el camino; unas manos tiraron de las correas que sujetaban el talego al cinturón de Tristano.

—¡Un momento! —exclamó Tristano—. ¡Te llevas la gran perla verde!

—¡Desde luego! —rió la voz desde más cerca—. Para eso son los robos: para despojar a la víctima de sus bienes.

—Ahora tienes toda mi fortuna. ¿Puedo partir?

—¡De ningún modo! También queremos tu caballo y tus alforjas.

Tristano, ahora seguro de que un solo salteador lo había emboscado, espoleó el caballo, se agachó y atravesó la barricada. Miró por encima del hombro y vio a un hombre muy alto embozado en una túnica negra, la cara oculta por una capucha. Un arco le colgaba del hombro; lo empuñó y disparó una flecha, pero la luz era escasa, el blanco esquivo y la distancia larga; la flecha se perdió en el follaje.

Tristano galopó hasta salir del bosque y quedar libre de toda amenaza de persecución. Galopó con el corazón ligero; en el talego llevaba, junto con la perla verde, sólo dos o tres monedas de plata y media docena de monedas de cobre. Como precaución contra los asaltos, llevaba el oro en el cinturón.

Sombras rojas y grises cubrieron el paisaje antes de que Tristano llegara a Phaidig, y allí se alojó en la Corona y el Unicornio, donde le dieron un cuarto limpio y confortable.

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