Lyonesse - 2 - La perla verde (43 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

—¡Que Casmir construya buques por docenas! —exclamó Aillas—. ¡Nosotros seguiremos capturándolos hasta que no le quede un solo pelo en la cara!

Mientras Aillas y Yane comían queso y fruta, Dhrun irrumpió en la habitación con ojos desorbitados. Venía fatigado del viaje. Aillas se levantó de un salto.

—¡Dhrun! ¿Qué sucede?

—¡Glyneth ha desaparecido de Watershade! No pude impedirlo. ¡Ocurrió el día anterior a mi llegada!

—¿Cómo desapareció? ¿Alguien se la llevó?

—Fue a pasear por el Bosque Salvaje como hacía a menudo, y no regresó. Nadie está seguro, pero se sospecha que un tal Visbhume es el responsable. Él también desapareció.

Aillas se desplomó en la silla. El mundo, que minutos antes parecía tan hermoso y brillante, se había vuelto gris. Un peso opaco le oprimía el corazón.

—La has buscado, supongo.

—Salí al instante con Noser y Bunce. Siguieron su rastro hasta un claro del bosque donde las huellas desaparecían. Reuní exploradores y cien hombres la buscaron por todas partes. Aún siguen buscando. Partí hacia aquí a pedir ayuda, y no me he detenido en todo el camino salvo para cambiar caballos. Es un gran alivio encontrarte, pues estoy desesperado.

Aillas abrazó a su hijo.

—¡Buen Dhrun, yo mismo no podría haber hecho más ni mejor! Aquí hay magia de por medio, y no podemos hacerle frente.

—¡Pues llamemos a Shimrod!

—¡Eso haremos! ¡Ven!

Fueron al estudio de Aillas. En un taburete había un búho disecado posado sobre un pedestal. Del pico del búho colgaba un cordel azul con una cuenta dorada en la punta.

—¡Ah! —exclamó Aillas—. ¡Shimrod se nos ha adelantado!

Tiró del cordel azul y el búho disecado dijo:

—He ido a Watershade. Reunios conmigo allí.

XIV
1

Llegó el solsticio de verano, una fecha de gran significación para los astrónomos. Las gentiles constelaciones del estío dominaban los cielos nocturnos: Ofiuca, Lira, Cefeo, Deneb el Cisne. Arcturus y Spica, nobles estrellas primaverales, se hundieron en el oeste; en el este despuntó Altair para contemplar a la huraña Amares, allá donde la constelación del Escorpión se esparcía por el sur.

Bajo las frías estrellas, y por todas las Islas Elder, las gentes continuaron con sus menesteres: a veces con alegría, como en la coronación de Aillas por el rey Gax; a veces con furia, como el rey Casmir al enterarse del robo de su barco. En otras partes, los maridos hacían reproches a sus mujeres mientras las mujeres encontraban defectos a sus maridos; en las posadas y tabernas proliferaban los alardes, la gula y las borracheras al son del entrechocar de las jarras, el tintineo de las monedas y el estruendo de las carcajadas. En la Cornamenta de Kernuun, a orillas del lago Quyvern, la codicia estaba encarnada en el posadero Dildahl, y tal vez ésta sea una ocasión apropiada para narrar nuevos episodios relacionados con Dildahl que de lo contrario se perderían en el torrente de acontecimientos mayores.

Dos días antes del solsticio, un grupo de druidas acudió a la Cornamenta de Kernuun para almorzar. A pesar de las porciones dobles de buena carne hervida y piernas de cordero, hablaban con vehemente indignación. Dildahl no pudo contener la curiosidad. Hizo preguntas y se enteró de que una banda de renegados sacrílegos había asolado la isla Alziel, quemando el gran cuervo de mimbre y liberando a las víctimas sacrificiales, con lo cual el rito habitual ya no podía llevarse a cabo. Los druidas aseguraban que esa circunstancia se relacionaba con la coronación de un nuevo rey en Xounges, quien había enviado bandas de matones para hostigar y emboscar a los ska.

—¡Ultrajante! —exclamó Dildahl—. Pero si perseguían a los ska, ¿por qué destruyeron el cuervo y arruinaron el rito?

—Sólo cabe pensar que el fetiche personal del nuevo rey es el cuervo. El año que viene construiremos una cabra, y sin duda no tendremos más problemas.

Por la tarde un par de viajeros de mediana edad llegaron a la posada. Dildahl los vio desde la ventana y los juzgó personas de poca importancia, aunque sus atuendos y las medallas de plata de sus sombreros indicaban un decente nivel de prosperidad, y ambos montaban briosos y excelentes caballos.

Ambos se apearon, ataron los caballos y entraron en la posada. Encontraron a Dildahl, el alto e impertérrito posadero, detrás del mostrador del comedor. Pidieron comida y alojamiento para la noche, presentándose como Harbig y Dussel.

Dildahl convino en proveer a sus necesidades de acuerdo con sus deseos. Citando la inalterable regla de la casa, les dio un documento para firmar. Harbig y Dussel, al leerlo, descubrieron la firme estipulación de que si el visitante no pagaba la cuenta debía entregar su caballo, silla y arreos como justa compensación por la deuda.

Harbig, el mayor de los viajeros, se disgustó ante los duros términos del contrato.

—¿No es un poco rudo este lenguaje? A fin de cuentas, somos hombres honrados.

—¿O son tus precios tan altos que uno debe pagar el valor de un caballo por el alojamiento de una noche? —preguntó Dussel.

—¡Comprobadlo vosotros mismos! —declaró Dildahl—. En la pizarra anuncio el menú del día. Esta noche sirvo carne hervida con rábanos y repollo, o, si preferís, un buen plato de pierna de cordero con guisantes y ajo, o una sabrosa sopa de lentejas. Los precios están indicados con claridad.

Harbig examinó la pizarra.

—Los precios parecen altos pero no excesivos —declaró—. Si las porciones son de tamaño satisfactorio, y el ajo no se arruina con la cocción, no recibirás quejas al respecto. Dussel, ¿estás de acuerdo?

—En todo salvo en una cosa —dijo Dussel, un individuo corpulento de cara redonda—. Debemos saber cuánto se nos cobra por el alojamiento.

—En efecto. ¡Una sabia precaución! Posadero, ¿cuánto cobras por el alojamiento, en total, incluyendo todos los servicios adicionales, impuestos, tarifas por el agua, la calefacción, la limpieza y la ventilación, y con libre acceso a la letrina?

Dildahl citó precios para las diversas calidades de alojamiento, y los dos viajeros eligieron una habitación con tarifas y comodidades que les convenían.

—Pues bien —concluyó Dildahl—. Todo está en orden, excepto que no habéis firmado los documentos. Aquí y aquí, por favor.

Harbig aún se resistía.

—Todo parece estar bien, ¿pero por qué hemos de someter a nuestros pobres caballos a la vergonzosa situación de objetos embargados? Me causa cierto reparo.

Dussel asintió manifestando su acuerdo.

—Esto pone nervioso al viajero.

—¡Aja! —exclamó Dildahl—. ¡No imagináis las arteras y delictivas tretas que debe soportar un pobre posadero! Nunca olvidaré a una joven pareja, de apariencia inocente, que bajó de las Gradas y me pidió lo mejor. Los traté con amabilidad y les serví cuanto pidieron, de tal modo que toda la cocina estaba alborotada preparando platos especiales y buenos vinos. Por la mañana, cuando les presenté mi modesta cuenta, adujeron indigencia. «¡No tenemos dinero!», me dijeron, alegres como alondras. «¡Pues me temo que deberé quedarme con vuestros caballos!», les dije. Rieron de nuevo. «¡No tenemos caballos! ¡Los cambiamos por una embarcación!». Ese día aprendí una amarga y costosa lección. Ahora custodio mi aval en mi propio establo.

—Una triste historia —comentó Dussel—. Bien, Harbig, ¿qué dices de este papel? ¿Lo firmamos?

—¿Qué daño nos puede causar? —preguntó Harbig—. Los precios parecen razonables y no somos menesterosos ni gente que se fuga sin pagar.

—Sea —aceptó Dussel—. Sin embargo, debo añadir una cláusula. Posadero, escribo: «Mi caballo es extremadamente valioso y debe recibir excelentes cuidados».

—¡Buena idea! —exclamó Harbig—. Yo escribiré lo mismo… ¡Eso es! ¡Y esta noche olvidaré la prudencia! ¡Aunque cueste un penique o más, juro que disfrutaré de la carne hervida de Dildahl, con salsa de rábanos y buen pan con mantequilla!

—¡Comparto tu opinión! —declaró Dussel.

A la hora de la cena, Harbig y Dussel bajaron al comedor y se sentaron a una mesa. Cuando Dildahl fue a atenderlos, ambos pidieron una suculenta porción de carne hervida. Dildahl les comunicó compungido que la carne se había quemado en la olla y la habían arrojado a los perros.

—Pero puedo ofrecer un magnífico pescado. ¡En realidad, el pescado es nuestra especialidad!

—¡Creo que, en lugar de esa sabrosa carne, me conformaré con pierna de cordero, y que no se escatime el ajo!

—¡Lo mismo para mí! —declaró Dussel—. ¿Y por qué no bebemos una botella de vino tinto, bueno pero económico?

—¡Perfecto! —declaró Harbig—. Dussel, eres hombre de gustos exquisitos.

—¡Caramba! —suspiró Dildahl—. Al mediodía llegaron seis druidas y todos comieron cordero en abundancia, y esta noche el ayudante de cocina cenó las sobras. Pero no importa. Os puedo ofrecer un suculento pastel de colas de cangrejo, o un par de truchas pardas siseando en mantequilla y vinagre.

Harbig examinó la pizarra.

—No figuran en el menú. ¿Cómo son los precios? Han de ser bajos, pues tienes el lago a tu puerta.

—¡Tratándose de pescado, somos insuperables! ¿Qué pensáis de dos docenas de sardinas, con limones y acedera?

—¡Delicioso, sin duda! Pero ¿cuánto valdrán?

—Oh… bien, no estoy seguro. Varía con la pesca.

Harbig miró dubitativamente el menú.

—La sopa de lentejas podría ser sabrosa.

—No hay más sopa —respondió Dildahl—. ¿Qué os parece unas espléndidas huevas de salmón, con alcaparras y mantequilla, con una ensalada de berro y perejil?

—¿Y el precio?

Dildahl le quitó importancia con un gesto.

—Podría ser más o podría ser menos.

—Me agradan las huevas de salmón —dijo Dussel—. Ésa será mi cena.

—Yo comeré trucha —decidió Harbig—. Sirve también ensaladas.

Dildahl se inclinó y se frotó las manos.

—De acuerdo.

Les sirvieron el pescado y lo comieron con fruición, acompañándolo con dos botellas de vino. Luego se fueron a acostar.

Por la mañana Dildahl les sirvió un desayuno de potaje con cuajada. Harbig y Dussel comieron animosamente y se dispusieron a pagar. Dildahl trajo las cuentas con una sonrisa huraña.

—¿Leo correctamente? —exclamó el asombrado Harbig—. ¿O están las cifras al revés? ¡Mi cuenta suma diecinueve florines de plata y nueve peniques!

Dussel también estaba confuso.

—Por un plato de huevas acostumbro pagar unas monedas, a lo sumo un penique rojo. ¡Aquí me pides veintiún florines de plata! Harbig, ¿estamos despiertos? ¿O todavía dormimos y soñamos con el país del nunca jamás?

—Estáis despiertos y los precios son reales —replicó lacónicamente Dildahl—. En la Cornamenta de Kernuun el pescado es muy caro, pues se prepara con recetas secretas.

—Ya —comentó Harbig—. Si hemos de pagar, pagaremos.

Los dos viajeros abrieron sus talegos de mal talante y pagaron las monedas de plata que indicaba la cuenta.

—Ahora, tráenos los caballos —dijo Harbig—. Tenemos prisa y queremos reanudar la marcha.

—¡Al instante!

Dildahl dio una orden al ayudante de cocina, quien fue corriendo al establo. Regresó corriendo aún más deprisa.

—¡Señor, alguien ha entrado en el establo! ¡La puerta está rota y los caballos se han ido!

—¿Qué? —exclamó Harbig—. ¿Oigo bien? ¿Mi gran campeón Nebo, que vale cien piezas de oro, o aun doscientas?

—¿Y mi magnífico corcel de Marruecos, que me costó cien coronas de oro, pero que no vendería ni por trescientas? —exclamó alarmado Dussel.

—Dildahl —dijo severamente Harbig—, tu broma ha ido demasiado lejos. Trae nuestros caballos ahora mismo, o páganos su valor. ¡Y, por cierto, eran caballos preciosos! ¡Por Nebo exijo doscientas coronas de oro!

Dussel afirmó que su pérdida era aún mayor.

—¡Mi Ponzante no vale menos de doscientas cincuenta coronas de oro!

Dildahl al fin logró hablar.

—¡Estos precios son ultrajantes! ¡Por una sola corona de oro puedo comprar el mejor de los corceles!

—¡Ah, pero nuestros caballos son como tu pescado! ¡Paga al instante cuatrocientas cincuenta coronas de oro!

—¡No podéis exigirme esta locura! —declaró Dildahl—. ¡Idos de aquí, o los palafreneros os darán una tunda y os arrojarán al lago!

—¿Por qué no miras hacia el camino? —señaló Harbig—. Verás un campamento de veinte soldados del ejército de Aillas, rey de Ulflandia. Páganos los caballos robados, o prepárate a bailar en la horca real.

Dildahl corrió a la puerta boquiabierto y vio el campamento. Se volvió lentamente hacia Harbig.

—¿Por qué han venido estos soldados al lago Quyvern?

—Primero, para atacar a los ska y echarlos de la región. Segundo, para quemar el cuervo de mimbre y liberar a los cautivos de los druidas. Tercero, para investigar rumores de villanía en la Cornamenta de Kernuum, y para colgar al posadero si las acusaciones son fundamentadas.

—Una vez más —insistió severamente Dussel—, paga por nuestros caballos o pediremos la protección del rey.

—¡Pero no tengo tal suma! —exclamó Dildahl—. Os devolveré vuestros florines. Eso bastará.

—¡No es suficiente! Reclamamos la posada, tal como tú reclamas los caballos de tus huéspedes, «en justa compensación». ¡Dussel, al fin se cumplen tus sueños! ¡Eres dueño de una magnífica posada en el campo! Como primera medida, confisquemos las monedas de ese cajón y el oro del cofre de Dildahl.

—¡No, no, no! —exclamó Dildahl—. ¡Mi precioso oro no!

Dussel ignoró las protestas.

—Dildahl, muéstrame el cofre. Luego debes irte, y deprisa. Te dejaremos la ropa que llevas puesta.

Dildahl no se resignaba a su destino.

—¡Este vuelco de la suerte es increíble!

Harbig enarcó las cejas.

—¿No habrás creído que podías robar a tus huéspedes eternamente?

—¡Es un error! ¡Alguien tiene que escuchar mis ruegos!

—Agradece que tratas con nosotros —amenazó Harbig—, y no con el sargento de aquel pelotón, quien ya ha escogido un árbol y medido una cuerda.

—Detecto extrañas coincidencias —gruñó Dildahl—. ¿Cómo sabéis tanto sobre esa tropa?

—Soy el capitán. Dussel, si quieres saberlo, ha sido cocinero principal de Jehaundel, pero muerto el rey Gax ya no se requieren sus servicios, y siempre ha deseado tener una posada. Dussel, ¿digo la verdad?

—¡Absolutamente! Bien, Dildahl, muéstrame el cofre y lárgate.

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