Authors: Eduardo Mendicutti
Allí dentro estaba toda Villa Horacia Village & Resort rindiendo tributo mortuorio a uno de los suyos, nadie con suficiente cara de pena, claro que la culpa era de la viuda del finado, por llevarse las cenizas y quitarse de en medio, tampoco se entienden tantas prisas y luego pasa lo que pasa, un poco soso está quedando este funeral, dijo Marita, sin nadie que llore como es debido, y es que no hay color, lo suyo es que puedas ver al muerto o al menos el ataúd, que es una cosa que siempre acongoja mucho, y que se vea a la viuda destrozada, como si realmente marido y mujer se hubieran adorado toda la vida el uno al otro, con lo insufrible que es eso, y no digamos si hay huérfanos bañados en lágrimas o mostrando esa entereza tan impresionante que demuestran algunos chiquillos ante la mayor adversidad, muchísima más entereza que los mayores, a mí es una cosa que me emociona lo que más, pero un funeral así, a palo seco, y no digamos sin el plus de una querida del difunto que aparece de pronto en la iglesia y se queda en un rincón apartado y de veras transida de dolor, eso sí que sería fantástico, eso sí que sería de película de las de antes, pero un funeral como éste es igual que aquellas bodas que te participaban pero a las que no te convidaban, que encima te costaba el regalo, menos mal que ya no se lleva esa horrorosa costumbre, tan ordinaria, pero un funeral como éste es lo mismo, tengo el disgusto de participarle el fallecimiento de mi querido esposo, al que Dios tenga en su gloria aunque el pobre, por lo que sea, no descanse en paz, un detalle accesorio, porque la que va a descansar por fin en paz soy yo, y tengo también el gusto de comunicarle que se celebrará una misa por el eterno descanso de los dos tal día y a tal hora, en tal iglesia, eso sí, tendrán que servirse ustedes mismos, como en los bufets para el desayuno de los hoteles, que hay bufets para todos los bolsillos, de gran lujo, de cinco estrellas, turísticos y cutres a más no poder, el nuestro será de postín y nada barato, asustada me he quedado con los precios de los servicios religiosos, qué barbaridad, en fin, ustedes desayunen, o sea, aguanten el funeral, soporten el sermón del cura, vayan en paz después de besarse en las mejillas, las señoras, y darse la mano, los caballeros, pero no habrá féretro con cadáver ni urna con cenizas, ni viuda desconsolada, ni huérfanos conmovedores, todo será muy educado y muy higiénico, extraordinariamente soporífero, ¿verdad?, y Marita esperaba que Felipe le contestase que sí, que soporífero a más no poder, que qué divertida toda esta perorata, Marita, que no sabe el vizconde de Castells la suerte que tiene con una mujer tan ingeniosa y con tanta inventiva, y, en efecto, Felipe le dijo que era un funeral aburridísimo, sin nadie de quien compadecerse como es debido, sin poder entretenerse durante el insoportable sermón con dramas inventados sobre la marcha, dramas a base de mujer fuerte que tiene que enfrentarse sola, con lo que eso estropea el cutis, a las penalidades económicas y a las humillaciones de antiguos amigos que ahora la dejan en la estacada por haberse quedado desasistida y ser pobre, y por tener que sacar adelante a un montón de huérfanos con el encanto justo, es decir, sin ningún encanto, una vez descontada la primera impresión que siempre producen los huérfanos, en fin, algún recurso siempre hay para no morir de tedio en un funeral así, y yo, nada menos que Mae West, no daba crédito a lo que oía, muda estaba, Felipe hablando exactamente igual que Marita, si al menos la viuda del eminente escritor Gonzalo Aresu hubiera contratado a media docena de plañideras directamente importadas de Varanasi o de por ahí, que las plañideras siempre se me han antojado muy decorativas, cuanto más increíbles más decorativas, ¿verdad?, si al menos hubiera puesto en el funeral por su difunto esposo un poco de fantasía, si al menos ella hubiera tenido un detalle, el detalle que nosotros hemos tenido al asistir como deudos, nos habría compensado, ¿no? Desde luego, dijo Marita. Ella había ido poniendo sucesivamente cara de desconcierto, de no saber cómo tomárselo, de mosqueo, y Felipe le dijo que no se preocupase, por Dios, que a qué venía aquella cara, que él volvía a ser, después de cincuenta años, un vecino de Villa Horacia
comme il faut,
y que no pensaba tener un funeral así de insípido, de ninguna manera, ni loco, que iba a poner remedio a esa catástrofe desde ya, iba a buscarse un amor para el resto de su vida, y un hijo o dos o tres, aunque fueran prestados, iba a dejar una viuda o un viudo sumidos en el desconsuelo y bañados en lágrimas y al menos un huérfano adolescente que sorprendiese a todo el mundo comportándose en aquel aciago trance con una madurez y un sentido de la responsabilidad inimaginables en el marmolillo que había sido hasta entonces, y yo en ese momento le di las gracias en silencio por echar mano de mi vocabulario, no vas a tener queja de mi funeral, Marita, y Marita sonrió aliviada, sonrió dueña de nuevo de sí misma, sería capaz de ponerle nombre a esa viuda y a ese hijo en este mismo momento, fíjate, le dijo, y Felipe le hizo un amable y picaro gesto de regañina, no eches la imaginación a volar más de la cuenta, lo único que puedo asegurarte es que pienso vivir como un señor poseído del más desordenado apetito vital a partir de ahora, para tener, espero que dentro de mucho, de muchísimo, un funeral entretenido, intenso y emocionante. Mira, añadió, ya salen.
Los asistentes al funeral, una vez acabado el oficio de difuntos, empezaban a salir de la iglesia, y cuando el vizconde de Castells y Lola Algorri, y Leoncio y André, llegaron con estudiada expresión de agotamiento a donde estábamos, Felipe y Marita reían como si estuviéramos en el elegante
party
de una cancillería del Lejano Oriente.
18 de julio, domingo
No pareció demasiado sorprendida por verme allí, en la puerta de su casa, a las seis de la tarde de un domingo típico de la segunda quincena de julio: más bullicio del habitual hasta entonces en la urbanización, más automóviles a horas desacostumbradas -media mañana, media tarde, medianoche pasada-, caras nuevas. Mucha gente empezaba entonces de verdad sus vacaciones.
-Hola -dijo, y sonrió. Una sonrisa amable, pero apagada, tristona-. Sabía que me la tenías guardada. Por haberme invitado por mi cuenta a merendar en tu casa la otra tarde.
-La visita del rencor
-dije, como si fuera Mae West.
-Ingrid Bergman y Anthony Quinn -resultaban sorprendentes esos conocimientos cinematográficos en una mujer joven y, en apariencia, no demasiado preocupada por los asuntos culturales-. ¿Nos parecemos?
No se movía de la puerta y yo empezaba a dudar de que me permitiese entrar. Volvía a darme la impresión, como la primera vez que la vi, de ser una mujer desconfiada, más asustada que días atrás, cuando vino a sonsacarme sobre las visitas del que se hacía pasar por investigador privado, o tal vez lo fuese.
-No tienes nada que envidiarle a Ingrid -sabía que era un halago previsible, convencional, pero me permitía bromear, también con la entonación de la voz, a costa de las viejas galanterías masculinas-, Quinn era mucho más feo que yo, desde luego.
Se rió, pero era una risa enredada, vacilante.
-Ya es casualidad -dijo-. La vi la otra noche. Hace tiempo le encargué a Marita películas antiguas, las que fueran, me relajan mucho.
-Entonces, habrás adivinado que mi visita no tiene nada que ver con el argumento de la película, no vengo con la intención de vengarme por haberme abandonado con un niño de corta edad -bromeé-. Puede que quiera cobrarme la visita del otro día, pero, en cualquier caso, es una visita del rencor con dulces.
Le ofrecí la bandeja de pasteles que acababa de comprar en el
delicatessen.
Hundió un poco los hombros. Comprendí que había dejado de resistirse.
-Está bien. Entra.
El sábado, después del funeral por Gonzalo Aresu, había ido con los Castells y Leoncio y André -Lola Algorri se excusó porque tenía convidados a almorzar- al Jamaica, un chiringuito instalado en la playa de Las Piletas y al que, gracias a un sendero de listones de madera colocado por los propietarios, se podía llegar sin necesidad de descalzarse o llenarse de arena los zapatos. Hablamos mucho de Borja. Leoncio y André no sabían nada sobre la marcha del muchacho y enseguida entraron en el juego de imaginar razones muy peliculeras para explicar aquella huida tan repentina e inexplicable, según ellos. Ante la mirada socarrona de Marita, dije que el chico podía tener planeado de antemano un fin de semana largo en cualquier parte con amigos, o podía estar con su madre aunque no quisiera reconocerlo, a saber por qué, o quizás tenía asignaturas pendientes de lo que fuera que estudiase y había ido a encerrarse en Madrid con los libros de texto durante algunos días. Nadie habló del Caribe ni de las Seychelles ni, por supuesto, de las actividades secretas del chico para ganarse algún dinero. Todos compadecieron a Pilar, y André dijo, sin darle excesiva importancia, que no nos extrañásemos si pronto había novedades sobre la desaparición de Javier Meneses, que Paco Luna se lo había insinuado a alguien días atrás, aunque quizás sólo fueran ganas de quedar como un conspicuo sabueso; André, de vez en cuando, sorprendía con frases de ese tipo. En ese momento tomé la decisión de devolverle la visita a Pilar Ordóñez, así que cuando Leoncio y André me convidaron a pasar con ellos de nuevo la tarde del domingo, con champán y bridge, improvisé la excusa de que mis hermanas y mis sobrinos venían a casa a despedirse de mí, porque no tenía previsto quedarme muchos más días en Villa Horacia.
-No estaba haciendo café -dijo, y su sonrisa parecía ya relajada. Yo le había dicho lo contrario cuando apareció en Los Zarzales sin anunciarse, y ella lo había recordado y ahora me insinuaba, con una cordialidad levemente traviesa, que estaba siendo inoportuno o que le daba pereza tener que improvisar una merienda en absoluto prevista. Pero enseguida añadió-: No tardo nada en hacerlo.
-Podemos merendar en la cocina. Seguro que desde allí tampoco se ve demasiado bien mi pequeño cuarto de estar.
-Vaya por Dios -hizo un amable gesto de reproche-, esto es una visita del rencor en toda regla. Pase al salón, por favor, señor rencoroso. La cocina está impresentable, Marelisa no viene los fines de semana. Cuando me quedo sola, soy un desastre.
Entró en la cocina y, por alguna extraña razón, entornó la puerta. Curioso, pensé. De pronto, me acordaba de nuevo de Pirko Nieminen. La guapa y grandota -y quizás demasiado rubia- guía turística finlandesa, encaprichada sin precaución alguna del golferas con el que yo compartía la habitación de aquel primer hostal en el que me alojé en Madrid, me dijo lo mismo, con su español correctísimo y su acento granuloso y sorprendentemente enérgico, dadas las circunstancias. Yo había entrado en el cuarto y allí estaba Pirko, sola, vestida -lo que no era lo habitual cuando coincidíamos y Antonio me pedía que les dejara la habitación libre durante un par de horas-, sentada en la cama deshecha de Antonio, con los ojos y la nariz rojos y aquellos extraordinarios labios húmedos y remordidos, después de haber estado llorando a saber desde hacía cuánto tiempo. Me dio un vuelco el corazón, no podía ver a aquella muchacha así. No hacía falta que me explicase nada, Antonio y ella habrían echado un polvo de coros y danzas con trompetas, como Antonio decía siempre, y luego él la habría dejado plantada con muchas prisas, quizás después de informarle sin contemplaciones de que había otra esperándole con las bragas quitadas, y a Pirko le daría la llantera y allí estaba, sola, humillada, indefensa contra su propia rendición a aquel golfo guapo y desaprensivo, conmovedora. Me senté en mi cama, frente a ella, le cogí las manos heladas, le pedí por favor que se olvidase de aquel imbécil, que él no se la merecía, que ella se merecía algo mucho mejor, que no volviese a derramar una sola lágrima más por él. Ella me apretó las manos, en aquel momento casi tan frías como las suyas, y me dijo: «Cuando me quedo sola, soy un desastre». Y rompió de nuevo a llorar a mares.
-Dame los pasteles, voy a ponerlos en una bandeja como Dios manda -me dijo Pilar. Había vuelto un momento al salón y daba la impresión de estar tranquila y agradecida, en el fondo, por la compañía que íbamos a improvisar, los dos tan solos y tan preocupados, aquella tarde de domingo-. Volvemos en tres minutos, como dicen en televisión. El café, los pasteles y yo, quiero decir.
-¿Te ayudo?
-Ni lo intentes. Ya me di cuenta el otro día de que no eres precisamente el mayor experto del mundo en meriendas.
-Las chicas me ponéis nervioso -dije.
Se detuvo un momento, antes de salir del salón, y se dio la vuelta.
-Yo creo que eso, cogido a tiempo, habría tenido remedio -me miraba como mi madre miraba las plantas que empezaban a estropeársele. No era posible que Pilar estuviese volviendo a coquetear. «A saber qué remedios se busca ella contra el desastre, cuando se queda sola», me dijo Mae West.
Pirko me miraba como nadie me había mirado hasta entonces. Estaba encogida, inclinada hacia delante, salvando con holgura la escasa separación que ponía entre las dos camas una mesilla de noche raquítica, aunque con ciertas pretensiones de mueble de estilo, sujetando mis manos sobre sus rodillas, rozándomelas con sus pechos pequeños y firmes. Tenía los ojos muy claros, muy azules, ahora empañados por las lágrimas, y aquellos labios magníficos, levemente agrietados, temblorosos, el inferior un poco descolgado, como vencido por el peso de miles de besos bien dados, bien disfrutados, mal correspondidos, aquella boca que siempre parecía un poco inflamada y un poco cansada. «Besa como Dios», me decía Antonio.
Pilar volvió con un elegante juego de café de porcelana blanca y los pasteles en un plato ovalado de color azul añil, en una gran bandeja transparente.
-¿Has visto lo bien que se ve desde aquí tu cuarto de estar? -o quería aturdirse un poco a mi costa, o trataba de ahuyentar una conversación a la que le tenía miedo.
-Si sirve para entretenerte cuando te quedas sola -le dije-, soy capaz de bailar, donde mejor se me vea, la danza del vientre.
-Estás estupendo. Muy delgado, quiero decir, sin nada de estómago.
-Caramba, no tenías por qué estropearlo. De todas maneras, te aseguro que tengo un ombligo muy sexy.
Se rió. Demasiado, para una broma tan boba.
-No me cabe la menor duda -dijo, y se inclinó un poco sobre la mesita baja de cristal con ligerísimas patas metálicas para coger la jarra del café. Pilar Ordóñez tenía unos pechos pequeños y firmes, como los pechos de Pirko.