Mae West y yo (21 page)

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Authors: Eduardo Mendicutti

-Buenas noches.

-Hola -dijo él, y se acercó mientras me ofrecía el paquete de tabaco-, ¿Fumas?

-No, gracias.

-¿Te molesta?

-En absoluto. No fumo, pero no soy fanático. Además, estamos al aire libre.

-Quiero decir que si te molesta que charlemos un poco.

-No -le di a entender que, en todo caso, no estaba seguro de sobre qué podíamos hablar.

Él respiró hondo y se acercó más, hasta rozar mi hombro con el suyo, los dos con la vista fija en la oscuridad y en las luces de las boyas.

-Huele raro, ¿no? -dijo.

-¿Tú crees? -me acordé de Carmeli.

-Como a petróleo.

-No me había dado cuenta. Yo no huelo a nada.

No era guapo. No era joven. No iba bien vestido. Delgado, con gafas, nervioso. Le calculé unos cincuenta años. Llevaba alianza y una esclava de oro. No se parecía nada a mi padre, pero su voz, en el silencio de la noche, me hizo recordar la de mi padre cuando, siendo yo adolescente, salía con él muy temprano, antes de que amaneciera, para ir de cacería, a veces sin salir de Villa Horacia, con unos amigos suyos que siempre le trataban con mucho afecto, como si temieran herirle, porque mi padre a veces parecía muy triste, y sus amigos siempre llevaban desayunos mucho mejores que el que llevábamos nosotros, sólo unos emparedados de jamón de york en una fiambrera de aluminio y un termo de café para él y otro de colacao para mí. Entonces mi padre ya no me parecía decidido ni entusiasta.

-Me iba enseguida -le dije al hombre de la alianza y la esclava de oro.

-¿Vives solo?

-Sí -está claro que la falta de entrenamiento me hace ser imprudente.

-¿Podemos ir un rato a tu casa?

En el fondo, era de agradecer. Y sé que, en estos casos, hay que ser delicados.

-Lo siento, no puedo. De verdad.

-¿Y otro día?

Estaba ansioso. A saber cuánto tiempo llevaría merodeando por allí, cuántos días saldría de su casa, con cualquier excusa, escondiéndose de su mujer y de sus hijos en busca de un rato de desahogo, aunque fuera fugaz, entre las sombras, mucho mejor si fuera en una casa, en una cama, desnudos, entregados. Podría haberle dicho que se había equivocado, que no me importaba, todo lo contrario, pero que no andaba buscando nada, o que no funcionaría, que tengo un problema de salud, que no era mi tipo, que no me gustaba hacer las cosas de sopetón y a la ligera. Sólo le dije:

-Tampoco puedo otro día. Ningún día. Lo siento mucho.

-Perdona, entonces. Te dejo, ¿vale?

Se fue nervioso y evidentemente obsesionado con seguir la busca, con encontrar a alguien. Por esta zona de la playa, antes de que Villa Horacia se convirtiera en urbanización vigilada e iluminada, merodearon siempre hombres anhelantes en busca de otros hombres. Yo también lo hice. Aquí a punto estuve una vez de tener un disgusto serio, con un soldado que me amenazó con una navaja si no le daba un dinero que yo no llevaba encima. Por aquí aprendí a quererme un poco, porque me sabía guapo, deseado. Ya no queda nada de todo aquello. Queda un tiempo ya frágil y mutilado al que tengo que agarrarme con todas mis fuerzas. No quedará nada de la playa de entonces, de mi recuerdo de la incurable y bondadosa pesadumbre de mi padre, de mi memoria del coraje de mi madre, de mis miedos, de mis escapatorias, de mis días mejores y mis días peores, de mis mezquindades, de mis confusos actos de generosidad, de mis amores y mis desamores, de mis pequeños gestos de cobardía o de solidaridad. No me pasará sólo a mí, ya lo sé, pero imagino que me pasará más que a otros. No dejaré viuda desvalida ni huérfanos necesitados. Es un fastidio y un consuelo: no le causaré ningún trastorno verdadero a nadie.

-¡Encanto! -exclamó Mae West, indignada-. ¡Si quieres quedar tan estupendo como Jennifer Jones agonizando en
Duelo al sol,
tienes que broncearte muchísimo!

-Que te calles.

-No me da la gana. No vuelvas a llamarme Mae West si no consigo subirte el ánimo. Y después ya nos apañaremos para que te suba todo lo demás.

Allí estaba, incorregible. Sonreí. Naturalmente, le retiré enseguida la penitencia de silencio. Ya era muy tarde y volví a casa a ritmo de remedio contra el exceso de glucosa. Quizás el tipo de la alianza y la esclava de oro tenía razón, en Villa Horacia aquella noche olía a algo parecido al petróleo. Si me lo hubiese encontrado de nuevo, medio escondido, humillado, tal vez me habría acercado a él. El aire olía a petróleo o a uña de león, que desprende con el relente un aroma pegajoso. Seguro que aquello era lo que había olido Carmeli.

Delante de Los Zagalejos estaba aparcado el coche oscuro con todas las luces apagadas. En la ventanilla del conductor brilló tres veces la brasa del cigarrillo. Una manera muy
film noir
de saludar.

Ella: «Esta voz redondeada y algodonosa»

17 de julio, sábado

Qué bien huele, dijo Marita Castells, este olor resucitaría a un muerto, y luego se dio cuenta de lo que había dicho y de dónde estábamos, que sólo nos faltaba el velito negro sobre los ojos, tipo Sofía Loren en
Orquídea negra,
y uy, por Dios, qué susto, yo siempre tan oportuna. Estábamos en la explanada de Capuchinos, frente a la entrada principal de la iglesia en la que iba a celebrarse el funeral por el eterno descanso de Gonzalo Aresu, y desde algún obrador cercano llegaba un aroma que de veras alimentaba a aquella hora del aperitivo, un aroma cálido y sabroso a pan recién horneado, a bollería artesanal y jugosa, a tortas de polvorón y a tortas de masa real rellena con cabello de ángel, informó Leoncio, experto al parecer en pastelería local y más Gertrude Stein que nunca con su modelo aproximadamente masculino y de alivio de luto, y aquellas gafas de sol muy Peggy Guggenheim, las mejores tortas del mundo, certificó Marita, las mejores, pero es lo que tiene esta modernidad de la cremación, dijo el vizconde de Castells, que parecía vestido de millonario calavera, un poco a lo Maurice Chevalier, es lo que tiene esto de que te cremen, o como se diga, que no puedes resucitar ya ni gracias a un olor tan rico. Porque hay bochorno y no sopla el poniente, dijo Lola Algorri, esa viuda millonetis que se parece a Constance Bennett, que si soplara el poniente lo que tendríamos ahora es el pestazo de la depuradora, que hay que ver dónde fueron a ponerla, hala, justo donde empieza la carretera de La Jara, zona residencial, ¿no?, pues que se fastidie la zona residencial, que se fastidien los ricos y huelan a aguas fecales todo el santo día, que para eso son ricos, lo que tendrían que hacer ahora es llevársela a otra parte, por aquí ya han construido horrores y vive gente normalita, ahora fastidian también al pueblo llano, ¿verdad?, yo no me explico cómo el pueblo llano no ha hecho ya una revolución para que se lleven la depuradora a donde no apeste a nadie, sí, hija, le dijo Marita, ahora que no hay un duro en el Ayuntamiento, ahora que con la crisis de la construcción y con la crisis en general ya no pueden hacer negocio con el terreno edificable, ahora precisamente van a meterse en el gasto de quitarnos de encima toda esta porquería, lo que yo te diga, ni lo sueñes, cariño.

La viuda no viene, y el muerto, tampoco, anunció André, siempre perfecto como Alice B. Toklas, siempre tan pendiente de Leoncio, como si estuviera preparando su viudedad, que es lo que en realidad hizo Katharine Hepburn toda la vida, aunque ni siquiera llegara a casarse con el pobre Spencer Tracy, infalible André con su negro riguroso del cuello a los dedos de los pies, así se viene a un funeral, sí señor, le dijo Lola Algorri, yo es que no me he traído ropa adecuada para una situación tan luctuosa, a mí es que ni se me pasaba por la cabeza que en Villa Horacia Village & Resort pudiera morirse alguien, uno no se va de veraneo para morirse, ¿no?, esta faldita gris y esta camisa lila es lo más fúnebre que he encontrado, una monada, dijo Marita, debería haber hecho como tú, Marita, qué acierto, de blanco integral una siempre queda bien, de blanco riguroso una siempre va de perlas en un bautizo o en un entierro, en una boda no, en una boda sólo puede ir de blanco la novia, y tan fresquita, quiero decir que de blanco siempre vas más fresquita, con este calorazo. El cielo ha estado todo el día enmarañado y espeso como un plato de espaguetis pasados, como dice Carmeli cuando hay bochorno.

La viuda se ha ido a Madrid con las cenizas del difunto, dijo André, así que no tendremos funeral de cuerpo presente, ni de cenizas presentes, no sé a quién le vamos a dar el pésame, tendremos que dárnoslo unos a otros, como la paz, qué apuro, dijo el vizconde de Castells, en el funeral por mi hermano, que era militar y soltero, a mí, como el mayor de los hermanos, me pusieron en la misa castrense al lado del general Arévalo, una leyenda en la Legión, que era donde mi hermano hizo toda la carrera, y cuando el cura dijo eso de daros la paz, o algo así, el general me dio la mano, muy compungido, y yo, que estaba muy desentrenado, porque la misa nunca ha estado entre mis prioridades, la verdad, pues yo le estreché la mano y le pregunté ¿se va ya, mi general? Adela Ruano, pequeña y nerviosa, dulce y afligida como Helen Hayes en casi todos sus papeles, madre de ocho hijos, acompañada de dos de ellos, altísimos y rubísimos, saludó de lejos y entró en la iglesia sin detenerse a cotorrear un poco. Yo también voy a entrar, dijo Felipe, muy en plan cuerpo diplomático, quiero coger sitio en la última fila de bancos, y el vizconde de Castells, muy risueño, le dijo haces como yo, señor embajador, siempre en la última fila, es la única manera de no meter la pata con todo ese ajetreo de arrodillarse, levantarse, sentarse, y vuelta a arrodillarse de estas misas de ahora. El tiempo de fumarme un cigarrillo,
porfa,
pidió Lola Algorri, estoy casi desintoxicada, pero los funerales me dan mono de nicotina, no sé por qué.

La iglesia estaba casi llena, pero Felipe y el vizconde de Castells no tuvieron problemas para instalarse en la última fila, y Lola Algorri y Marita se pusieron en el banco de delante, pero antes Marita le susurró a Felipe al oído escucha la gran novedad, el niño de Pilar, bueno, de Javier Meneses, Borja, hace dos o tres días que se fue de casa, nadie sabe adonde, mi hijo Marcos me ha dicho que con su madre no está, a él sólo consintió en decirle eso, que tenía que irse, y que no pensaba reunirse con su madre.

Estará en el Caribe con un cliente, o en las Seychelles, le dije a Felipe, los chicos malos también van a todas partes.

La misa de réquiem, que parecía un cóctel de lo arreglado y perfumado que iba todo el mundo, acababa de empezar y yo le advertí a Felipe que ni se le ocurriera sentarse en aquellos bancos tan duros, que yo necesito asientos blandos y cojines mullidos, que ya sabía lo que le esperaba si me sentía aplastada contra aquella madera, un dolorcilio confuso y chorros de sudor, y que no se había traído el abanico y ni siquiera unos kleenex, y bastó con que se lo recordase para que empezara a sentir aquel sofoco subiéndole desde mi cuerpo serrano y, no me duelen prendas reconocerlo, hipertrofiado. Un poco hipertrofiada siempre estuve, la verdad, pero divina: cabellera platino, toneladas de rímel en las pestañas,
rouge
furioso en los labios, corsé estricto, simpático y gallardo como Gary Cooper en
Beau Geste,
pechera gloriosa, caderas de vértigo, y esta voz redondeada y algodonosa para soltar mis frases calientes. Tampoco debía arrodillarse, porque desde lo del susto que le dio el soldado de la navaja, cuando tuvo que tirarse por aquella barranca para librarse del militar facineroso, le ha quedado tan deteriorada la rodilla izquierda que, si la maltrata con genuflexiones, cualquiera que sea el motivo del arrodillamiento, santo o pecaminoso, terminará coja perdida como
dame
Judit
h
Anderson en
Rebeca,
que no estaría coja estrictamente hablando, pero sí era coja de condición, la muy bruja. La silla de ruedas de don Eladio Abrisqueta, el incombustible militar de altísima graduación, como escribía Paco Luna, estaba aparcada, con el altísimo militar encima y dispuesto a disfrutar del funeral, junto al banco de la primera fila, en el pasillo de la izquierda, el altísimo militar de altísima graduación lo tenía muy sencillo. Lo más apropiado, le susurró el vizconde de Castells, es quedarse de pie todo el tiempo, pase lo que pase, hagan los demás lo que hagan y diga el cura lo que diga. Así que Felipe aguantó a pie firme, también cuando los dos hijos altísimos y rubísimos de Adela Ruano subieron, a saber en condición de qué, a leer dos epístolas, una detrás de otra, y entonces Marita se volvió y le dijo a su vizconde y a Felipe, en voz no demasiado baja, estos niños tienen que ser del Opus, o Legionarios de Cristo, o algo así, Adela y su marido también, dijo Lola Algorri, a ver, tantos hijos, claro que debe de ser verdad que san Josemaría hace milagros, porque si no a ver de qué iban a salir de esa menudencia de Adela tamaños mocetones. El más alto de los dos se parece a Tab Hunter antes de salir del armario, le dije a Felipe. Por lo visto, uno de ellos es toda una promesa del baloncesto, le dijo a Felipe el vizconde. A Alvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía le encantarían, zorroneó Felipe, tan guapos, tan rubios, tan altos, deben de medir casi dos metros, seis pies y un montón de pulgadas, me tradujo, y yo le dije, porque así se lo ponían a Fernando VII, como dice Alvaro a cada rato, le dije que Alvaro y yo preferíamos dejar de lado los pies y concentrarnos en las pulgadas. Esta vez no me regañó por plagiar a la Mae West auténtica.

El cura anunció que podíamos sentarnos, para el sermón, y en ese momento sonó el móvil de Felipe.

Llamada sin número.

Felipe, aturdido, apurado porque hasta el vizconde de Castells se había sentado en esta ocasión y sólo él se había quedado de pie en toda la iglesia, salió con muchas prisas, y Marita y Lola Algorri volvieron la cabeza, extrañadas. La llamada se había cortado tras el primer
ring,
pero no se pueden devolver las llamadas que aparecen en la pantalla como número privado. Fuera de la iglesia, a la sombra de un sauce un poco despellejado, buscó en la guía el número que tenía grabado de Borja. Llamó. El número marcado estaba desconectado o fuera de cobertura. No lo entiendo, dijo Felipe. ¿Qué es lo que no entiendes?, y era Marita que había salido detrás de él, a ver si le pasaba algo y a fumar un cigarrillo. No entiendo, alguien me llama y corta enseguida, evidentemente para que yo le devuelva la llamada y corra con el gasto, pero el número de su teléfono no aparece en pantalla y el maldito chisme no me da opción a responder, sea quien sea debería saberlo, sobre todo si llama del extranjero, porque a lo mejor llama del extranjero, del Caribe, le dije yo, pero cuando llamo a los números de la gente que pienso que podría estar llamándome, nadie contesta, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para tomarme el pelo. Marcos me ha dicho que a él le pasa lo mismo cuando llama a Borja, dijo Marita, con su risueño y retorcidillo retintín. Sólo falta que la aventurera esta, por decirlo con palabras de Carmeli, también te adivine el pensamiento, encanto, le advertí a Felipe, aunque bien pensado tampoco era como para montar sobre eso una producción de la Twentieth Century Fox en cinemascope y tecnicolor, que mi hombre será muy mundano, muy cosmopolita y muy diplomático, pero siempre ha sido un libro abierto para sus conflictos personales. Desde la iglesia llegaba la voz campanuda del celebrante, y sonaba como si estuviera repitiendo
La guerra de los mundos,
de Orson Welles.

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