Mae West y yo (5 page)

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Authors: Eduardo Mendicutti

-¡Es que no voy a poder concentrarme en el cazón! -protestó Carmeli, y se puso en pie como si alguien, de un tirón, la hubiera levantado-, ¡Ni en la aljofifa ni en el cristasol ni en nada de nada! ¡Es que a mí un intríngulis así me pone de mis nervios! ¡Es que no se puede quedar una tan pancha después de oír, de viva voz, que los mariquitas también tenéis la regla, o algo por el estilo! ¡Es que se me va a estar yendo la cabeza todo el rato!

Felipe se escabulló como pudo, medio desparramado de risa, y al cabo de unos segundos se asomó un momento a la cocina para decirle a Carmeli -que estaba ya cortando el cazón en rodajas, entre jaculatorias muy poco religiosas- que salía a comprar los periódicos.

Hoy ha hecho ese calor húmedo que, en cuanto pones el pie en la calle, se te echa encima como un gordinflón borracho. El cielo ha estado entoldado de la mañana a la noche y el aire sigue oliendo un poquito a purgante. La calle en la que está Los Zarzales se llama Poniente y no es desde luego Hollywood Boulevard un sábado por la noche o un domingo a mediodía; ni lo que Hollywood Boulevard es ahora, lleno de turistas japoneses y vagabundos con todas sus miserias a cuestas, ni lo que era en mis tiempos de champán y diamantes: un río de dinero y luces por el que navegaban de día y de noche millonarios en limusina, buscavidas de portañuela abultada y pelo engominado, y chicas alegres y doradas que iban a la caza de colibríes o volvían de tocar el tam-tam. Por aquí apenas se ve gente, cualquiera que sea la hora; a veces, alguien más o menos apetitoso haciendo jogging, algún coche de postín que circula levantando apenas un murmullo como el de una estola de visón contra la franela del traje de un facineroso malencarado pero con sensibilidad -al menos, en ese gatillo, ay, que encoge- o, ya al atardecer, alguna asistenta ecuatoriana o marroquí, camino de la parada del autobús que pasa cada dos horas frente a la entrada de la urbanización.

-Hay que ver lo costumbrista que es Carmeli -le dije a Felipe en cuanto salimos a esta calle tan desanimada de Villa Horacia Village & Resort.

-Mae West, estás celosa -dijo él-. Te roba plano.

Me suena esa frase. La dice sin falta cada vez que hace sus numeritos de ventriloquia para sus amigos, o en alguna recepción informal organizada por el ministro de turno para solventar compromisos menores, o en la fiesta de algún colega que quiere celebrar un ascenso o un nuevo destino. Pero es la primera vez que me la dice a mí. Siempre se la ha dicho a la Mae West que se ha quedado en Madrid, en «el dormitorio de las chicas», cada vez que ella interrumpe -y lo hace sin parar- las intervenciones de la «incisiva» Marlene o de la «deliciosa» Marilyn. Supongo que a mi hombre no volverán a invitarle a esos cócteles en los que todo el mundo le felicitaba por el discurso, siempre elegante y cultísimo, que tenía que enjaretarles, sin reparar en ideologías, a los sucesivos titulares de la cartera de Exteriores, con motivo de cualquier acto oficial, intervención parlamentaria o cena de protocolo. La pluma de mi hombre tiene muchas tablas y no se ha dejado nunca amilanar por el insignificante detalle circunstancial de que un ministro sea facha, el siguiente, neoliberal -o sea, también facha-, y el siguiente, socialdemócrata, signifique eso lo que signifique a estas alturas.

-Y tú te estás volviendo lesbiana, como la loca de la Garbo -le dije yo, haciendo caso omiso de lo de los celos-. ¿A qué viene tanto interés por esa cuarentona de la casa de enfrente?

Y es que él no había podido remediarlo y se había quedado bastante más tiempo de la cuenta -mientras se palpaba los bolsillos del pantalón y de la sahariana, como si se hubiera olvidado el dinero o las llaves dentro de casa-observando Los Zagalejos, confiando quizás en que la morena cuyo marido, según Carmeli, se había esfumado sin dejar recado ni rastro saliese de pronto de aquella especie de bunker con rendijas en el que vivía, ahora sin más compañía que la del mequetrefe de su niño, y se pusiera a contarle allí mismo, en medio de la calle desierta, todas sus cuitas.

-Vamos -dijo-. No pienso comportarme como un Von Aschenbach de provincias, por guapo que sea ese muchacho.

Pero a mí no me engaña. El mequetrefe podrá parecerle un arcángel convenientemente crecidito, teniendo en cuenta lo peligroso que está ahora el asunto del prestigioso capricho griego, pero no es posible que los chutes de hormonas de mujer que se está metiendo en el cuerpo le estén haciendo perder el paladar en materia de hombres. El prospecto del inyectable dice que, entre los efectos secundarios, puede aparecer sudoración de leve a grave -en verano, malísima-, aumento de los síntomas urinarios, dolor de espalda, hormigueo en las piernas cuando la testosterona plasmática -qué susto- aumenta de forma transitoria al principio del tratamiento, y quizás aumento de las tetas -su gran preocupación en este momento, porque no sabe si se atreverá a bajar a la playa en bañador-, y puede que algún mareo, visión borrosa, algún trastorno mediastínico -a saber lo que será eso-, algún picor y, claro, disminución del deseo sexual e impotencia, que se relacionan con el descenso de los niveles de testosterona plasmática -según el último análisis, el pobre está ya con menos testosterona que Grace Kelly- a causa de los efectos farmacológicos de la triptorelina, que es una cosa que suena a nitroglicerina. Pero lo que no me cabe en la cabeza es que a mi hombre se le haya quitado el gusto de ver chulazos estrepitosamente musculados, como su Thiago -mal rayo le parta-, y que se embelese de pronto en la contemplación de un jovenzuelo espigado y con carita de monaguillo, por bien torneados que el niñito tenga los brazos y los muslos. Eso me parece a mí el colmo terminal del astigmatismo. Bien mirado, más coherente encuentro que, con tanto estrógeno de sopetón, se le despierte la curiosidad por el vicio sáfico.

«Es por ahí», dijo él para sus adentros, y miró hacia su derecha.

A pesar del calor, caminamos a buen paso algo más de doscientos metros, hasta el cruce de una calle que se llama Velero, y torcimos a la izquierda, en dirección contraria a la playa. A veces, cuando vamos a ese ritmo, yo me quejo un poquito, a mi pesar, pero procura no hacerme caso; no se lo reprocho, lo último que querría es asustarle más de lo que está. A él, cualquier momento del día y el paseo más corriente le parecen buenos para meterles a las piernas esa velocidad estrafalaria -ciento diez pasos por minuto- que, según le dijo alguna vez ya no recuerda quién, es la mínima para que el ejercicio haga efecto. A una nunca le pareció buena, para nada, la bulla, como llama Carmeli a la prisa.

Cuando su primo Jerónimo Hidalgo le llamó para interesarse por su salud y terminó ofreciéndole el chalé durante las tres primeras semanas de julio, porque él no llegaría hasta finales de mes, Felipe se lo agradeció mucho y le dijo que le apetecía horrores pasar unos días de vacaciones en Villa Horacia, pero que no estaba seguro de poder arreglárselas sin coche -nunca intentó sacarse el carné de conducir- y teniendo que bajar a Sanlúcar para cualquier cosa. Entonces Jerónimo le informó de que en Villa Horacia Village & Resort ya se puede encontrar todo lo necesario para el día a día -a precios de lujo, eso sí-, a menos de diez minutos a pie desde Los Zarzales. En la antigua casa grande, además del club social y una agradable cafetería restaurante, hay un bonito quiosco de prensa y papelería, en el que también se venden libros y deuvedés -incluso se pueden encargar-, y un
delicatessen
con buenos productos de pastelería, bollería, charcutería, enlatados, quesos, vinos, además de algunas excentricidades gastronómicas, que pueden resolver un almuerzo o una cena improvisados. El quiosco de prensa, en el que también se pueden encargar flores para compromisos sociales, lo lleva Marita Castells, vizcondesa por matrimonio pero tan espabilada como siempre, mientras su marido, el señor vizconde, se gasta todo lo que ella gana en monterías y en ir a todas horas muy peripuesto. Al lado de la casa grande hay una farmacia, con todo lo farmacéutico y todo lo parafarmacéutico habido y por haber, y muy cerca, en lo que eran las antiguas cuadras de la finca, una pequeña galería de tiendas con tintorería, un coqueto taller de arreglo de calzado, una agencia de viajes muy concurrida todo el tiempo, y un
work center
concurridísimo a todas horas por la juventud adicta a los bullicios de Internet. Por no hablar de las demás instalaciones de la urbanización: las pistas de tenis y de pádel, la piscina -magnífica, y una bendición cuando la marea está baja y el agua desaparece como si se la tragara un gran precipicio que se abriera cada doce horas en medio del Atlántico- y el campo de golf, uno de los más selectos y mejor atendidos de la zona. La compra importante de la semana, excepto el pescado y el marisco, se puede hacer por teléfono en el supermercado de mucha categoría que hay en el enorme centro comercial Los Pinares, inaugurado hace poco a medio camino entre Rota y Sanlúcar, y la llevan a domicilio. A Sanlúcar ya no hay que bajar más que para comer o cenar en Bajo de Guía, para comprar acedías y langostinos frescos, y para asuntos intempestivos y graves.

Cuando Felipe vio la casa grande, con su aspecto de
Cumbres borrascosas,
más propio de lugares oscuros y fríos que de un sitio donde se puede dormir sin manta diez meses al año -a mí me recuerda un poco a una de esas mansiones que salen en todas las películas de época de Merle Oberon, no a un rancho en el que uno espera ver a Rita Hayworth solicitadísima por jinetes y toreros, que sería lo propio-, noté que le daba un respingo el corazón. Han pasado más de cuarenta años desde la última vez que estuvo aquí, poco antes de que tía María Bonasera, en cuanto se quitó el luto por tía Enriqueta Hidalgo, vendiera la finca.

-No es para tanto, cariño -le dije-. Siempre hablas del tamaño de esta casa como Ramón Novarro hablaba del calibre de su revólver.

-Yo era un renacuajo que no levantaba un metro del suelo cuando venía por aquí -dijo él-. Y ya sabes lo que pasa con el tamaño de los edificios. Todo depende de la perspectiva.

-Encanto, la perspectiva es como una abuela: seguro que a la de Ramón Novarro también le parecía que el revólver de su nieto tenía el mismo calibre que un bazoka.

Por dentro, a la casa le han hecho toda clase de perrerías, no hace falta ser una experta en interiorismo de época para descubrirlo. Los escaparates de las tiendas, todos de diseño penúltimo grito, se pegan bocados con la gran escalera de mármol y pasamanos de caoba, con floripondios y dorados por todas partes, que lleva a la primera planta y que han respetado, sin darse cuenta de algo tan elemental como que, por ejemplo, la cretona no es apropiada para los uniformes de la tropa de marinería. Han conservado los artesonados de los techos, muy pomposos e historiados, pero han cambiado la vieja solería -según Felipe, de rombos en distintos tonos del gris, divinamente combinados- por otra de imitación habanera que chirría como una cuchilla contra un cristal y que parece plastificada. En el primer piso hay una balconada corrida que se asoma al enorme patio interior techado y en la que algunos de los antiguos y sobrios barrotes de madera con marquetería, seguramente deteriorados, han sido reemplazados por otros en tecnicolor y que dan la impresión de ser de cartón piedra, como si los hubieran encargado en Disneylandia.

-Quien hizo esta faena se quedaría descansado -farfulló Felipe.

Luego, entró a toda prisa, como si le dolieran los ojos por culpa de aquella atroz cirugía decorativa que le habían propinado a la casa grande, en el llamado El Kiosko de Marita, y la dueña, o la encargada, o lo que fuese, se le quedó mirando con una muy coqueta expresión de felicidad.

-No hace falta que me digas quién eres -dijo la señora-. Estás bárbaro. Eres clavado a Marisol.

Marisol es esa hermana de Felipe, casada con un médico, que vive cerca de Villa Horacia, en una urbanización todavía a medio hacer para veraneantes tipo señores Miniver. Felipe recurrió a sus mejores pinturerías diplomáticas y le besó la mano a la señora, con una mezcla perfecta de ironía y elegancia.

-Qué monada -dijo ella-, me encantan los caballeros que saben tomarse deliciosamente a broma las galanterías.

Soy Marita Castells. Bueno, en realidad soy Marita Mendoza, Castells es mi marido, o más exactamente mi marido es el vizconde de Castells, pero no me preguntes de dónde ha sacado el título porque nunca consigo explicarlo sin que me entre la risa. Yo soy hija de Benjamín Mendoza, el abogado, casado con Angela Iraola, creo que los Iraola son parientes vuestros por alguna parte, ¿no?

-Sí, creo, aquí todos somos parientes unos de otros por alguna parte -dijo Felipe, y revoloteó un poco las manos, como si se pudiera ser pariente por el ombligo o por la nuez de Adán. Mi hombre tiene bastante estilo, eso hay que reconocérselo.

-No te acuerdas -Marita Castells no parecía en absoluto afectada por tamaño contratiempo-. Marisol y yo estudiamos juntas en la Compañía de María, hace siglos que no la veo, ¿cómo está?, divina, seguro, era un encanto, hicimos todo el bachillerato juntas, siempre en la misma clase, tú eras un poco mayor, ahora no, ¿eh?, ahora todos somos parientes por alguna parte y nadie es mayor que nadie, pero entonces eras un poco mayor que nosotras, qué se le va a hacer, tú eres de la edad de mi hermano Carlos, creo que Carlos y tú erais bastante amigos, ¿verdad que sí?, eras guapísimo, por cierto, estás bárbaro, pero entonces eras guapísimo, media Compañía de María estaba enamorada de ti.

Felipe, después de fingir que aquello le ruborizaba como a un marmolillo, hizo ademán de llevarse una pistola a la sien y disparar.

-Guapísimo -ella puso los ojos en blanco, un poco a lo Mary Pickford-. Me parece que te estoy viendo, siempre he pensado que te parecías un poco a Elizabeth Taylor, pero en chico, no te molesta que te lo diga, ¿verdad?

-Claro que no. A los hombres ya no nos molestan esas cosas. Además, doy por supuesto que me parecía, en chico, a Elizabeth Taylor cuando ella hizo
National Velvet,
una cría, pero tampoco tendría el menor problema si me encontraras igualito a ella cuando hizo
La gata sobre el tejado de zinc caliente.

Marita lo miró de la cabeza a los pies, encantadora, como si no encontrase en absoluto descabellada la comparación.

-Qué pocholada de película -dijo-, la de la niña y el caballo, quiero decir, la dieron hace nada en no sé cuál de esos canales misteriosos de televisión que ahora hay. A lo mejor por eso me he acordado en este momento de Liz. Ya ves, hablo de Liz como si la conociera de toda la vida. El otro día la sacaron en no sé qué programa por no sé qué motivo, qué cabeza la mía, y la llevaban en esa silla de ruedas, la pobre, con tres kilos de maquillaje encima, pero sigue siendo un bellezón. ¿Y tú?

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