Authors: Eduardo Mendicutti
-Veinte, entonces..., ¿cómo te llamas?
La sonrisa que le llenó la boca era tan radiante que resultaba encantadoramente infantil.
-Marcos -dijo.
-Veinte, entonces, Marcos.
-Se abona por adelantado -se echó a reír, en efecto, como un niño travieso a quien la travesura le estaba saliendo de perlas-. Los periódicos de la semana se pagan los viernes, pero la voluntad se abona por adelantado.
La elección de los verbos -«pagar» los periódicos y «abonar» la voluntad- era divertida. «Abonar» le parecía probablemente más pudoroso.
-Muy bien, Marcos, pasa si quieres, voy por la voluntad. Siempre está bien que alguien le recuerde a uno que tiene de eso.
Pero, antes de volverme, un ciclista que circulaba junto a la otra acera de la calle llamó mi atención. Era el chico de la casa de enfrente. También llevaba en el manillar de la bicicleta una mochila, similar a la de Marcos, y lanzó un periódico enrollado, y sujeto con una goma, por encima de la verja de Los Zagalejos.
-Veo que tienes competencia -le dije a Marcos, señalando con la cabeza al ciclista, que ya se alejaba calle abajo.
-Es un colega, entre los dos nos repartimos la voluntad de los veraneantes de Villa Horacia -dijo Marcos, en un tono malicioso y alegre, sin duda inofensivo.
-Pero es el chico que vive ahí enfrente, ¿no?
-Sí, Borja vive ahí, en Los Zagalejos. A su padre también le gusta que le lleven el periódico a casa por la mañana. Bueno -titubeó un instante, y acabó sonriendo sin complejos-, le gustaba.
-Ya.
En lugar de sonsacarle sobre las teorías que sin duda circulaban por la urbanización acerca de la desaparición del dueño de Los Zagalejos, preferí darle a entender que estaba al tanto de todo lo que se refería a un suceso tan confuso y tan reciente que no tenía más remedio que intrigar a todo el mundo. Luego fui por los veinte euros del chico y él, después de darme las gracias y montar de nuevo en la bicicleta, me advirtió:
-Deberías cerrar con llave la cancela que da a la calle. De todas maneras, tiramos los periódicos al jardín, por encima de la verja, como hacen en las películas.
Le vi, en efecto, desde el cierro del cuarto de estar, tirar el periódico por encima de la tapia del chalé de al lado. La calle volvió a quedar desierta y estuve un rato observando la cámara de seguridad instalada bajo el tejado de la casa vecina a Los Zagalejos. Me pregunté si habría grabado alguna actividad intrigante ocurrida durante la noche, o si nos habría retenido en su memoria electrónica al hijo de Marita y a mí mientras acordábamos el importe de mi voluntad a cambio de la entrega de la prensa a domicilio, y si tal vez habría seleccionado y conservado algún gesto mío, alguna mirada, algún movimiento que alguien después consideraría inconveniente o sospechoso. Por la orientación que la cámara tenía en aquel momento, quizás estuviera grabándome todavía, sentado en la butaca junto al cierro del cuarto de estar, atento a veces a la calle desierta, hojeando de modo intermitente y desordenado los periódicos del día.
Tendría que superar la manía, adquirida desde que conozco el alcance de mi enfermedad, de leer en oblicuo los obituarios de todos los muertos varones, por lo general hombres muy conocidos o de mucho mérito, hasta encontrar la causa de su fallecimiento. Detesto que los redactores de esas necrológicas sean imprecisos: «Ha muerto tras años de lucha contra una larga y cruel enfermedad». ¿Cuántos años? ¿Qué enfermedad? ¿Cómo de cruel? Cuando el motivo de la muerte coincide con el mal que a mí me han diagnosticado, hago cálculos sobre la fecha en que mi compañero de fatigas probablemente notó los primeros síntomas, le hicieron las pruebas clínicas pertinentes y le comunicaron la pésima noticia, y me sorprendo imaginando la terapia que recibió, la evolución de la enfermedad, el momento en que la supervivencia se convirtió en un martirio y las circunstancias -en esto, siempre soy piadoso con el agonizante- del momento final. En ocasiones, también leo con atención la simple lista de
«FALLECIDOS AYER EN MADRID»,
pero entonces me dejo guiar, en primer lugar, por la edad del muerto, compruebo si es hombre o mujer, selecciono sólo a los hombres que en el momento del fallecimiento tenían una edad cercana a la que yo tengo, y siento una curiosa sensación de alivio y amenaza. Podrá parecer morboso y flagelante, pero hay en ello algo de búsqueda de un poco de consuelo.
Apenas pasadas las ocho y media una pequeña furgoneta blanca se detuvo delante de Los Zagalejos. El conductor, un hombre todavía joven y que seguramente ponía empeño en cuidarse, aunque con resultados irregulares -se veía que controlaba mal el peso, pero llevaba bien planchada la camisa, desabotonada hasta mostrar los orgullosos pectorales y con las mangas cortas ceñidas a unos notables bíceps-, se bajó y llamó al timbre de la verja. Luego, abrió las puertas traseras del vehículo y esperó. Enseguida Pilar Ordóñez, o Meneses, salió de la casa vestida con una especie de kimono azul marino y con una bolsa de tela de cuadros de vichy en la mano, y se acercó a la cancela. Entonces comprendí que el tipo de la furgoneta era el repartidor del pan.
Por un momento tuve la intención de salir y acercarme a ellos para encargar el pan diario y presentarme a la mujer, aunque sólo fuera en los términos obligados por la buena vecindad: le diría mi nombre, le explicaría mi parentesco con el dueño de Los Zarzales y mi intención de permanecer aquí hasta finales de julio, y me ofrecería para cualquier cosa que pudiera necesitar. Sin duda, lamentaría después haber sido tan rutinario. Debía aprovechar para mostrarme ingenioso sin alardes -es decir, encantador- y tantear alguna posibilidad de establecer con ella cierta relación habitual durante estos días. Aunque soy bueno redactando discursos no sólo solemnes y enjundiosos, sino también, cuando la ocasión lo requiere o lo recomienda, en un tono de aparente espontaneidad, siempre he desconfiado de mi capacidad de improvisación, de modo que consideré preferible plantearme el primer encuentro con Pilar Ordóñez, o Meneses, a partir de una especie de guión mental, bien asimilado y ejecutado con desenvoltura y leves vacilaciones bien estudiadas. Además, Carmeli no tardaría mucho en llegar y traería el pan del día. Si le decía hoy mismo que dejase de traerlo, me obligaría a resolver mañana el encuentro con esa intrigante señora, sin permitirme más dilación. No vi que la mujer le pagase al hombre, lo que significaba que el pan se pagaría al final de la semana. De regreso a la casa, recogió el periódico.
La desaparición de la furgoneta del repartidor del pan funcionó como una especie de señal para que la calle Poniente se animase un poco. Pasaron algunos vehículos y un par de corredores todavía enérgicos y con la respiración acompasada y el rostro distendido. Me pareció que la cámara de seguridad que enfocaba la fachada de Los Zarzales había cambiado levemente de posición, como si mi actitud y mi comportamiento, lejos de dejar de interesarle, le obligaran a buscar ángulos más afinados y comprometedores. El sol empezaba ya a calentar con la rudeza con que suele hacerlo los días despejados de levante en calma. A las nueve menos tres minutos, una muchacha de aspecto sudamericano abría la verja de Los Zagalejos con su propia llave. Al parecer, Pilar Ordóñez no tenía servicio doméstico interno.
-¡Levanta el culo, Mata Hari! -dijo de pronto Mae West, como recién salida de un trance-. Ya está bien de cotillear.
Sentí un picotazo y un golpe de calor en el bajo vientre.
-Ya tardabas, bandida -le dije-. Habrá que planear algo para la mañana.
-Podrías poner un anuncio buscando compañía -dijo ella-. Cualquier cosa menos seguir espiando a esa Lana Turner de pacotilla.
El calor iba creciendo hasta el pecho como una llamarada.
-No será Lana Turner ni falta que le hace -dije-, pero es una señora misteriosa.
-¿Misteriosa? ¿De dónde has sacado eso? ¿Qué le has visto hacer, aparte de despedirse de dos tipos con pinta de corredores de seguros y salir a recoger el pan? Encanto, el marido la ha dejado plantada, vale, pero ésa tiene menos misterio que un concurso de pesca.
Empecé a sudar por la frente, y al cabo de unos segundos tenía empapados el cuello, el pecho, el vientre, la espalda, las axilas, los brazos, las muñecas, las manos, los muslos, los tobillos.
-Deberías aprender de una vez a abanicarte, guapa -me dije-. Seguro que puede hacerse sin parecer una flamenca en los toros.
-Cariño, así me gusta, seremos un par de pájaras de escándalo -dijo Mae West-. Hablar como una chica desenvuelta te relaja.
-Que todo sea eso -dije yo, y noté que el calor y el sudor empezaban a remitir.
No dura más de un par de minutos. De pronto el sofoco se debilita como el aliento de un corredor mal entrenado y el sudor se va secando por segundos. La piel de la frente queda brillante y suave. La ropa, sobre todo la camisa, y el pelo que monta sobre el cuello permanecen mojados durante más tiempo y de pronto se enfrían enseguida, como si se normalizase bruscamente la temperatura. Entonces le invade a uno un bienestar extraño, ajeno a las condiciones térmicas ambientales. Si hay más gente, los demás pueden quejarse de frío o calor y uno, en cambio, se siente bien, calmado, confortable, inmune. A lo mejor es así como uno se muere.
7 de julio, miércoles
Esta mañana, Carmeli había empezado a arreglar el cuarto de estar chico y dijo:
-Hoy hay fútbol. A mí me gusta, siempre que no tenga que escuchar el himno. El himno me da ardentía.
Y a mí me dio un temblor, como cuando un marinero me cogía en brazos para llevarme a su camarote, en alta mar. A Felipe, también. Felipe había entrado en la habitación para coger las gafas de leer que se había dejado encima de la mesita de café, junto a los periódicos. Yo llevo cegata desde los tiempos de Roosevelt, pero no me verán con gafas aunque confunda una garrafa con un sombrero.
-Pero Carmeli -dijo Felipe-, ¿no eran los rosarios los que te daban ardor de estómago?
-Los rosarios y el himno.
«Ésta es como la Rosenberg», dije, «una comunista de cuidado. Ya me parecía a mí, esos ojos son demasiado azules.»
-Envidia cochina -dijo Felipe.
-¿Perdona? -Carmeli, que estaba pasando el aspirador por debajo del sofá, se incorporó con cara de apache.
-No te lo decía a ti, mujer, son cosas mías. Estaba ensayando.
-¿Y por qué no ensayas con tu tía Enriqueta, que en gloria esté?
-Qué genio, Carmeli. Es que me has dejado descolocado con lo que has dicho.
-Un chavea conozco yo en la barriada que te iba a dejar descolocado a ti, patas arriba, como los pollos en el asador, así te iba a dejar. Y perdona: estaba ensayando.
Le dije a Felipe: «Que Sam Goldwyn, esté donde esté, la contrate como guionista de Bette Davis, que seguro que está soltándole frescas a la Santísima Trinidad».
Carmeli había vuelto a su faena.
-No me andes con murmullitos -dijo-, que eso no me da ardor de estómago, me da coraje. Ardentía me dan los rosarios, el himno nacional y las sevillanas.
-¿Las sevillanas también?
-También.
-¿Y el himno nacional te da ardentía en los partidos de fútbol, o siempre?
-Siempre -dijo Carmeli-. Es empezar a oír el himno nacional y tengo que ir por el bicarbonato. Me da igual que sea en un partido de fútbol o después del mensaje del rey en Nochebuena. ¿Y tú dónde piensas ver el partido?
«Además de suelta de lengua», dije, «lo adivina todo. En eso me gana. Yo me conformo con adivinar lo que lleva en el bolsillo de la chaqueta el dueño de la American Telephone y en el bolsillo del pantalón el chico de los telegramas.»
Felipe había estado dándole vueltas a lo del partido toda la tarde anterior. Para lo que quedaba del Mundial, y aún pensando en que los españoles hicieran la hombrada -me decía-, no merece la pena comprar una televisión. Quizás, en el acuerdo provisional del divorcio, el televisor de Los Zarzales le había tocado a la mujer de Jerónimo y a ella le había faltado tiempo para llevárselo a su apartamento alquilado en Torrevieja o en otro sitio por el estilo, Jerónimo se había despachado a gusto por teléfono contra las mezquindades catetas de su señora. De lo contrario, se entendía mal que en el chalé hubiera de todo, aunque todo un poco destartalado, menos una televisión en condiciones, tan apañado si un matrimonio ya no tiene nada que decirse.
-No he pensado en eso, Carmeli, la verdad -mintió.
Cierto que hoy empezó el día obsesionado con otras cavilaciones. A las ocho, Felipe estaba ya desayunando, pero no en la cocina, sino en el cuarto de estar, atento a la calle y a la casa de enfrente. Había un coche negro aparcado sin respetar el vado permanente del chalé contiguo a Los Zagalejos. A las ocho y veinte, el hijo de Marita lanzó los cuatro periódicos del día por encima de nuestra verja. Felipe, que miró la hora en cuanto vio aparecer la bicicleta, dijo:
-Ha venido más temprano que ayer.
-Cariño, por más indiscreto que te pongas no te pareces nada a Jimmy Stewart -le dije-. Y a mí no me pidas que adelgace para dar el pego como futura princesa de Monaco. Adelgazar me enfría.
Inmediatamente, el marmolillo de muslos de saltador de pértiga -según la descripción que mi hombre le había hecho a Alvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía- pasó en su bicicleta por el otro lado de la calle y arrojó el periódico al césped del chalé de su madre. Felipe volvió a consultar su reloj: tres minutos de retraso en relación con el hijo de Marita. A las ocho y media debería llegar el repartidor del pan.
-Si salgo ahora -me dijo Felipe-, podré hacerme el encontradizo con la mujer mientras hablo con el panadero, así parecerá más natural.
-Siempre que no te comportes como Doris Day -le advertí.
En aquel momento, el coche negro que había aparcado al otro lado de la calle arrancó y empezó a circular calle abajo. Nadie había entrado en el Audi, porque era un Audi, desde las ocho de la mañana. Felipe intentó verle la cara al conductor, pero el movimiento repentino del coche le había cogido desprevenido y, además, él ya sabe que la inyección que debe ponerse cada tres meses provoca a veces visión borrosa, según el prospecto.
-Hace un año que no me reviso la vista -dijo-, pero juraría que en el coche iban dos hombres.
-Llámalos -le dije-, y nos los repartimos.
-¿Para qué? Frígida me estoy quedando -dijo él-, cada vez me dicen menos los hombres.