Magia para torpes (3 page)

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Authors: Fernando Fedriani

Tags: #Romántico

A mi lado tenía a Jorge y a su novia Susana, que tiene las tetas caídas. Me decían que tenía que pasármelo bien, que me olvidara de todo. Sin embargo, no soportaron la tentación de preguntarme cómo me sentía y si tenía alguna noticia nueva de Silvia, aunque, paradójicamente, insistieran en que era mejor no pensar en ello

"No estoy bien, lo admito. Todo ha sucedido muy deprisa. Y lo peor de todo es que no tengo respuestas, no comprendo nada. Jamás he entendido demasiado bien a Silvia, pero esto ya me sobrepasa brutalmente", les dije sin apenas voz.

Aprovecho que el Pisuerga pasa por Valladolid, y dado que he hablado de la calle Ramón Resa, debo deciros que trabajo en la Avenida Reina Mercedes, en una empresa de diseño gráfico. Inicialmente, tras titularme, me contrataron en una copistería de la misma calle, haciendo fotocopias.

De tantos libros como he reproducido, creo que mi alma está condenada a servirse a la plancha en el infierno. Me destrocé la espalda, porque la altura que tienen las fotocopiadoras Ricoh FT 3713 son un atentado ergonómico, pero me encantaba el olor a los folios recién horneados.

La madurez me sobrevino, de golpe, el día en que cambié de empleo. Pasé a imprimir campañas publicitarias en lonas y a proyectar álbumes de boda. Te sorprendería a cuántas mujeres casadas he montado. Las fotos de boda son, sin excepción posible, un horror. Todas las poses son falsas. Y debería existir algún decreto ley que prohíba que alguien dé de comer a otro alguien a golpe de sable. Mis manos entregan esos vomitivos portafotos que después rulan de casa en casa. También diseño invitaciones, por supuesto. Y he visto cada cosa... ¿Cómo puedo seguir creyendo en el amor tras haber impreso tres invitaciones de boda, con tres mujeres distintas, para un mismo caballero?

Creo que he corrido demasiado. Me he puesto a hablar de trabajo y se me ha ido el santo al cielo. Últimamente lo único que tengo en mi vida es el trabajo, así que suele pasarme. Fue Susana, la novia de Jorge, la de las tetas caídas, la que me habló del curso llamado a cambiar mi vida.

Parece comprensible que me incomodara un poco escuchárselo. ¿Qué le habría contado Jorge a Susana de mí? ¡Yo no tenía la culpa de que Silvia se hubiera marchado! Ellos han tenido mucha suerte por haberse conocido, aunque Susana tenga una voz feísima y las tetas caídas. El destino ha sido caprichoso conmigo, desgraciadamente. Escogí a una chica y esta se fue. ¿Por eso necesito hacer un curso para entender a las mujeres? En todo caso, es Silvia la que tiene un problema. Me parece que está claro: yo estaba bien con ella y fue ella la que se marchó.

Aunque Susana no me caiga nada bien, y esto no tiene nada que ver con su anatomía, lo cierto es que la idea de apuntarme al curso me rondó la cabeza durante toda la semana. Busqué en Google información y, de entre todo, lo que más me echaba para atrás era tener que ir hasta la Avenida de Pino Montano. Conducir sin necesidad no me va. Además, los viernes por la noche siempre tengo planes mejores.

Detuve mi pensamiento en seco. Los viernes por la noche, sin excepción alguna, acudía con Silvia al Fóster que hay en Plaza de Armas. Se trata de una antigua estación de tren convertida en centro comercial a la que solíamos ir para cenar, la versión sevillana de Príncipe Pío. Siempre cenábamos allí y después veíamos alguna película. Casi siempre, romántica. ¿Qué demonios iba yo a hacer ahora, si no la tenía, los siguientes viernes por la noche?

Fue un martes a eso de las dos de la tarde. Tomé el teléfono y llamé al número de contacto que aparecía en la página web del Centro Cívico. Se trataba de una oficinista con voz de oficinista. Me pidió mis datos. Se los di. Según parece, había tenido suerte. Solo faltaban unos pocos días para que diera comienzo una nueva edición. Lo impartían tres veces cada año y, a pesar de eso, siempre se agotaban las plazas.

CUATRO
Segunda lección del curso. El rompeolas del principio de utilidad.

La semana pasada les traté bien porque no habían pagado la matrícula todavía. Me despedí rápido de ustedes porque temía que si me quedaba más rato no lograra ser correcto, lo que me hubiera hecho perder clientes.

A ustedes, en general no les gusta pasarlo mal. Son hombres y los hombres, por lo general, somos pragmáticos. Si tenemos hambre, comemos. Si estamos aburridos, encendemos la televisión. Casi nada entraña un debate moral para nosotros, ni una paradoja. Un ejemplo: un regalo no está mal jamás. No compromete, venga de quien venga. Y si no, que se lo digan a algunos políticos.

Ante todo, nuestro pragmatismo nos lleva a huir del dolor. ¿Saben que el dolor puede llegar a ser muy adictivo, sobre todo en la adolescencia? Piensen en el chico educado y atento del instituto. ¿Ligaba? ¿Era capaz de conquistar a alguna mujer con su vocecita de niño bueno y con sus poemas simplones? Por el contrario, aquel que llevaba la moto más dura, el más fuerte, el que infringía más daño, ese siempre dormía acompañado... Pese a que trataba mal a esas mujeres, después otras ocupaban el mismo lugar. No obstante, ¿se han parado a pensar dónde estarán uno y otro ahora? ¿Dónde creen que estará el chico de la moto hoy en día? No respondan. No necesito sus respuestas.

El dolor es adictivo, pero también te condena a la infelicidad. Te roba el alma. Hacer daño, provocar dolor, nos convierte en seres despreciables, pues nos hace insensibles... y sin sensibilidad no somos capaces de entender, ni de captar nada. Tendremos éxito muchas veces, eso está claro. ¿Y qué? Ser feliz no es sinónimo de tener éxito. Sin sensibilidad no es posible disfrutar del resto de cosas y de vivencias conseguidas.

Lo admito. No he comenzado demasiado bien esta clase. Seguramente he logrado que muchos de ustedes se pierdan. ¿Ven? Son seres pragmáticos. Quieren que mis palabras conduzcan a algún lugar. No todo tiene un objetivo, no obstante; pero ustedes no son capaces de actuar sin un plan de acción y sin unas finalidades fijas. No me gustan las sesiones largas, porque ustedes no suelen quedarse con muchas ideas. Es mejor darles poco y que lo puedan rumiar con el tiempo necesario.

En uno de sus correos electrónicos, uno de los más deprimentes que me han hecho llegar esta semana, uno de ustedes me pedía que le explicara por qué su novia toma un helado y, justo después, un café con sacarina. No se rían, tiene sentido. Ustedes ven ridículo sentir frío y calor al mismo tiempo. ¡Y es posible! No viven en el mundo de los matices. Se pueden sentir al mismo tiempo sentimientos contrapuestos, sin que se neutralicen. Si ustedes no lo logran es porque su capacidad para sentir no está lo suficientemente entrenada. ¡Se lo están perdiendo!

Sigo con lo del helado y la sacarina. Por un lado está la necesidad de disfrutar de un alimento goloso. Es fuerte. Es, con frecuencia, un deseo irrechazable. Desde niñas les exigen que hagan dieta, que mantengan su cuerpo en la línea. Desde niñas, la sociedad impone que ciertos alimentos están prohibidos. ¿Hay algo más deseable que algo prohibido? Por eso es difícil contener el deseo de helado... pero su conciencia necesita también ser saciada. Y al mismo tiempo se sienten: bien por tomar un helado, mal por estar haciendo algo prohibido y reconfortadas por la sacarina. Dos a uno. Han vencido el debate moral y han tomado el helado... ¡Ellas siempre ganan!

Volvamos a la relación entre pragmatismo y sensibilidad. ¿Cuántos de ustedes llevan un reloj Casio en la muñeca? Sí, me refiero a esos relojes negros, cuadrados... Algún día el ser humano se extinguirá y solo quedarán con vida las cucarachas y estos relojes. ¿Saben por qué sus novias odian tanto los Casio? Son la muestra definitiva de su propio pragmatismo. Lo llevan porque es cómodo, preciso, pesa poco y, si te lo roban, no te importa demasiado. Es un error de base: ellas lo ven y se sienten incomprendidas, porque piensan que un reloj es mucho más que un instrumento para dar las horas.

Un reloj debería ser un símbolo social, una seña de distinción. Si usted va a verla con un reloj Casio, no es que no le importe su propia imagen, sino que lo que está demostrando es que ella no le importa lo suficiente como para plantearse durante diez minutos qué reloj es el mejor para estar con ella. El hecho de que se prueben cuatro o cinco camisas antes de hallar la correcta no hace que les importe más la otra persona... por desgracia ellas, muchas de ellas, sí lo sienten así.

La dificultad estriba en que muchos detalles que nosotros pensamos que no tienen importancia, por nuestro pragmatismo, porque le aplicamos a todo el criterio de la utilidad, ellas sí los consideran valiosos. Imagino que se preguntarán cómo pueden leer las situaciones sin equivocarse, cómo han de descubrir el valor añadido de las situaciones y de los objetos especiales. La palabra clave es "sensibilidad".

Piensen, por ejemplo, en el carrete de una cámara de fotos antigua. Me temo que este ejemplo tendré que cambiarlo pronto, porque casi nadie recuerda ya cómo eran las cámaras no digitales. En fin, no
voy
a volver a confundirles andándome por las ramas, que bastante tienen ya... Cuanto más sensible es la película, mejor percibe las variaciones mínimas de la luz. Eso sí, también es más delicada y puede producir más perturbaciones si somos inexpertos. La sensibilidad en las personas actúa del mismo modo: es la capacidad para calibrar cualquier cambio en las circunstancias, en los estados de ánimo de la persona que tenemos enfrente, por minúsculo que sea, y es crucial... y también muy peligrosa.

Respecto de la actividad que les pedí que prepararan... Todos ustedes han elegido un lugar. Son lugares preciosos, en su mayoría. ¡Mis felicitaciones por su esfuerzo! Mi duda es si esos rincones tienen verdaderamente algo que ver con ustedes mismos o si se trata, simplemente, de rincones bonitos, de lugares comunes, sin alma, como sacados de la novela que Matilde Asensi ha perpetrado recientemente sobre Sevilla.

Ahora pasaré a responder a algunas de sus preguntas.

CINCO

El cabrón es guapo, aunque yo no tengo criterio porque no me gustan los tíos. Eso sí, aquel primer día tenía el gesto desencajado, como de comadreja estreñida, como de yogui que no logra sintonizar los canales de la tele. Era un tipo raro; sin necesidad de que hablara, se le veía ya que era raro. Muy serio, pero muy pacífico. Formal, pero mordaz. ¡No sé! ¡Lamento estar describiéndolo de tan mala manera! Ya sabes, querido lector, que no se me dan muy bien las descripciones. Viste clasicote, pero sin pasarse. Iba con una chaqueta de cuero que combinaba, yo no sería capaz, con una camisa de un tono al que no sé poner nombre.

Por el contrario, en una de las aulas de Los Carteros, nos apiñábamos los que íbamos a ser sus alumnos. ¡Vaya manta de fracasados casposos! Muchos treintañeros horteras, con patillones y chándales de equipos de fútbol. Casi todos contaban con cierta barriguita y me subió un poco la moral darme cuenta de que me encontraba entre la elite de los menos desaliñados. Con semejante panorama, sentí muchas ganas de fugarme de allí. Solo era la primera lección. Y aquello era una medida desesperada para una situación concreta, la mía, que no lo era tanto. ¡Yo no necesitaba asistir a ese curso!

A mi lado había un chico algo gordito, con bastantes granos, llamado Germán. Después me confesó que trabajaba en una empresa de cobros. Con semejante trabajo, podréis imaginaros cómo era mi colega. Yo no entendía nada, pues todo era muy surrealista. También me quedé petrificado cuando mi nuevo mejor amigo me dijo que no se me ocurriera preguntarle nada al profesor durante las clases.

No sabría resumir muy bien cómo me sentí durante aquella primera experiencia. Me sorprendió que durara tan poco. El profesor dijo que había durado poco porque era la primera, pero que las demás sí serían sesiones algo más extensas. No obstante, me dejó una sensación inquietante y no por la duración. Nos explicó de qué iría el curso y las líneas maestras de su método de trabajo. Aprenderíamos a entender a las mujeres y llegaríamos a ser más románticos. Si le hacíamos caso, claro. También dijo que casi nadie aprobaría el examen final.

De camino a casa fui pensando en la extraña petición de mi profesor. ¿Un lugar para una sorpresa romántica? Tenía que seleccionar un rincón y no sabía ni por dónde empezar. ¡Sevilla es demasiado grande! La Giralda, la Torre del Oro, el Punte de Triana... todo eso estaba bien. Bueno, ¡no demasiado bien! ¡Era demasiado tópico! ¡Sevilla está repleta de rincones adonde se lleva a los turistas, pero que poco tienen que ver con nuestro día a día! ¿Una copistería? ¿Un Starbucks? Tenía que buscar un rincón que fuera importante para mi chica. Me puse triste de pronto.

Casi todos los inscritos en el curso, por lo que pude ver, eran hombres que habían sido obligados por sus parejas a asistir. Germán, sin ir más lejos, había accedido a matricularse a cambio de que su novia, taquillera en el nuevo metro de Sevilla, acudiera al Sánchez Pizjuán a ver el fútbol con él. No era mi caso... ¡Yo no tenía pareja! Y si todos los trabajos de clase consistían en actividades sobre cómo hacer feliz a tu pareja... lo llevaba claro para conseguir el diploma.

En 1992 vi por vez primera a Silvia. Nuestra historia comenzó en el Pabellón de la Navegación de la Expo 92 o, más en concreto, en sus aledaños. Estábamos haciendo una cola de setenta y cinco minutos. Yo iba con mi familia. Entre los dos primeros pivotes de señalización estaba ella. Rubia, radiante, con los ojos marrones y la mirada más bonita del mundo. Hacía un calor descomunal, propio solo de Sevilla y del verano. Ella llevaba un top de color celeste que atraía catorce trillones de miradas por segundo, por lo menos.

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